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Fragmento del capítulo “Morfología urbana y conflicto social”, en Roberto
Bergalli y Iñaki Rivera, eds., Emergencias
urbanas, Anthropos, Barcelona,
2006, pp. 133-169
Luchas en polígonos
Manuel Delgado
Para entender el papel de los
grandes barrios de bloques en las formas de lucha social de las últimas décadas
podríamos fijarnos en el caso estudiado por Manuel Castells y un equipo de investigadores
por él dirigido de uno de los grands ensembles franceses por
excelencia, el de Sarcelles, finalizado en el año 1974, con 13.000 viviendas y
más de 60.000 habitantes en aquel momento. Allá se desarrollaron luchas
sociales de gran entidad contra la Estado, en tanto que administrador del
crecimiento urbano del que los vecinos de aquella ciudad-dormitorio se sentían
víctimas. La tesis de Castells es que lo que allí se produjo fue una traslación
al campo vecinal de una dinámica casi idéntica a aquella de la que había
surgido el primer sindicalismo obrero a
mediados del siglo XIX, en la medida que los altos niveles de socialización de
los entornos habitados que conocieron las viviendas de masas descubrieron un
conjunto de intereses comunes, en una unidad de vecindad que reproducía las
condiciones de concentración capitalista de la producción y la gestión que
habían conocido las grandes concentraciones fabriles de la revolución
industrial y que estuvo a su vez en el origen de los primeros sindicatos
obreros.
Esto se podría traducir en un
cambio no sólo en las formas de lucha obrera, sino en el propio escenario
escogido para ellas, que no es únicamente el de la esfera de la producción,
sino el de áreas metropolitanas en que se han reproducido, en términos
espaciales, la lógica del fordismo. La
producción en cadena de la fábrica se traslada ahora de manera
generalizada –justo de la mano de los grandes polígonos de vivienda– a la “vida
en cadena” que caracteriza –o debería caracterizar– la manera de habitar los
grandes polígonos de viviendas en las periferías urbanas. Se pasa de la lucha
de los vecinos-obreros, en tanto que obreros, haciéndose fuertes en sus barrios
en las grandes revueltas urbanas contemporáneas anteriores, a la lucha de los
vecinos-obreros, en cuanto vecinos, en los grandes conglomerados de viviendas
que rodeaban las grandes ciudades europeas desde finales de los años 60 y a lo
largo de toda la década de los 70. En los nuevos barrios de bloques europeos se
desarrollan luchas por la mejora en las condiciones en que se ejecuta el
sistema de reproducción y en lo que se da en denominar “salario indirecto”:
vivienda, transporte, escuela, servicios públicos, infraestructuras,
equipamientos...
Se está
hablando pues de cómo en estas condiciones, tan directamente vinculadas a la
proliferación de polígonos de viviendas, se podía producir por primera vez una
percepción en clave de lucha de clases del significado del fenómeno urbano.
Entra en cuestión entonces un aspecto fundamental en la vieja discusión sobre
el valor y el sentido del urbanismo producido por el Movimiento Moderno en
materia de vivienda de masas. Si se pusiera el acento en su evaluación
positiva, tendríamos que, por criticables que fueran con respecto de las
condiciones de proyectación, ejecución, asignación, mantenimiento, etc.,
respetaron elementos de aquel proyecto moderno de grandes nucleaciones
orgánicas de vivienda social que se derivaban directamente de su inspiración
sindicalista, como por ejemplo la adopción de islas abiertas, la incorporación
de centros cívicos y sobre todo la apología que hacían del modelo de unidad de
vecindad. Si, por contra, interpretamos las propuestas racionalistas de grandes
concentraciones aisladas de vecindad obrera como una estrategia al fin y al
cabo destinada a generar conformismo entre los trabajadores, lo que tendríamos
es que la situación urbanística generada acabaría propiciando tarde o temprano
que los conflictos latentes devendrían abiertos, lo que acabaría haciendo posible
el aprovechamiento de tales espacios comunes con fines no deseados.
Esa
tendencia de los polígonos de viviendas a resultar escenario de conflictos se
ha mantenido en toda Europa, como lo demuestra el hecho que vengan siendo
periódicamente escenario de estallidos de aquello que los medios de
comunicación tildan de "violencias urbanas", en que el calificativo
“urbano” no es sino una eufemización de una violencia social vinculada a las
relaciones sociales de exclusión. Se trata de auténticas revueltas
protagonizadas por sectores insumisos de la población, sobre todo por jóvenes
hijos de la antigua clase obrera –lo que es lo mismo en casi todos sitios que
decir de la inmigración o las repatriaciones postcoloniales– que se revelan
contra la condena a la postración a que se les ha abocado. En estos casos, la
liquidación del sindicalismo de clase tradicional y su desplazamiento de la
fábrica al barrio se ha visto sustituida por una creciente miserabilización de
determinados polígonos de viviendas, cuya población se ha visto victimizada por
el paro y la precarización laboral o por el desguace generalizado de las políticas
sociales de lo que un día fuera o quisiera haber sido el Estado del bienestar,
y ello en todas sus variantes: escolarización, atención sanitaria, servicios
sociales y, sobre todo, crisis absoluta del alojamiento social. El tono
despiadado que ha tomado la desindustrialización y la revisión liberal del
Estado-providencia se ha traducido en un fuerte aumento del malestar, sobre
todo entre una masa de jóvenes a los que se les ha escamoteado literalmente el
futuro y que han aprovechado la mínima oportunidad para expresar radicalmente
su frustración.
Es ese el
momento en que el peligro de las grandes concentraciones de viviendas
socialmente homogéneas abandona sus reclamaciones explícitamente
político-sindicales para desplazarse al campo difuso de una inorganicidad de
aspecto anómico, que –al menos tal y como es mediáticamente exhibida– recuerda
las revueltas “sin ideas” en la Europa preindustrial o los levantamientos que
protagonizan sectores del subproletariado urbano a lo largo del siglo XIX. Se
trata ahora de estallidos de odio contra las instituciones y su policía, motines
que –como consecuencia de la creciente etnificación de la miseria y la
marginación urbanas– han podido tomar eventualmente el aspecto de “raciales”,
“étnicos” o –en un último periodo y por la imagen oficial, mediática y popularmente
propiciada acerca del Islam– incluso religiosos.
Los medios de comunicación
pueden entonces mostrar a una nebulosa turba de jóvenes airados, previamente
mostrados una y otra vez como asociados a la delincuencia, la drogadicción o al fundamentalismo
religioso, abandonarse al pillaje de establecimientos, el incendio masivo de
automóviles y a los enfrentamientos con la policía. Los ejemplos son numerosos
desde finales de la década de los 70 hasta ahora mismo. La gran explosión de
rabia social que conocieron las banlieues
francesas en el otoño de 2005 ha sido el máximo exponente del potencial
conflictivo que mantienen en Europa los barrios de grandes bloques de viviendas
en zonas periurbanas.
En todos
los casos, hubo un elemento común y básico para esa creciente conflictivización
de las áreas metropolitanas habitadas por obreros y sus familias y para que en
ellos se reprodujera –aunque fuera usando lenguajes organizativos y de
movilización singulares y reclamando metas
distintas– la tendencia a convertir los espacios en que se vivía en
baluartes desde los que expresar, como hubiera escrito el situacionista
Vaneigem, la furía por su secuestro. Ese factor fue –una vez más– el de la
concentración. Es decir, la aceleración-intensificación que en cualquier
momento podían conocer las relaciones cotidianas entre personas socialmente
homogéneas en orden a llevarlas a hacer lo mismo, en un mismo momento y lugar,
en función de unos mismos objetivos compartidos –en eso consiste básicamente
toda movilización–, era la consecuencia directa de un hecho físico simple, pero
estratégico, cual era la copresencia y la existencia de un nicho de interacción
permanentemente activo o activable.
La acción
colectiva resultaba entonces casi inherente a una vida cotidiana igualmente
colectiva, en la que la gente. como suele decirse, coincidía en el día a día, se veía las caras, tenía múltiples
oportunidades de intercambiar impresiones y sentimientos, se convertía en
vehículo de transmisión de todo tipo de rumores y consignas. No era, como se ha
escrito una y otra vez, el fracaso de la socialización, sino el
desenmascaramiento de la socialización institucionalizada y su sustitución por
formas extremadamente enérgicas de sociabilidad fusional. La contestación,
incluso la revuelta, estaban ahí, predispuestas e incluso presupuestas en un
espacio que las propiciaba a partir de la facilidad con que en cualquier
momento se podía “bajar a la calle”, y además a la propia calle, la que se
extendía inmediatamente después del vestíbulo de la escalera, en un espacio
exterior en el que el encuentro con los iguales era poco menos que inevitable y
donde era no menos inevitable compartir preocupaciones, indignaciones y, luego,
la expresión de una misma convicción de que era posible conseguir determinados
fines por medio de la acción común.
Por rudimentarios y maltratados
que fueran los espacios de coincidencia
suscitados, el modelo racionalista de vivienda de masas que pervivía
todavía en los polígonos había propiciado
un ambiente estructurante, en el sentido de desencadenante –en otros casos
inhibidor–, de determinadas relaciones sociales, entre ellas las asociadas a la
actuación colectiva en pos de objetivos comunes. Concentrar se reconocía
una vez más como sinónimo de concertar, o, dicho de otro modo, nos
volvíamos a encontrar con las consecuencias del factor aglutinante en los
procesos de contestación, factor que no resulta de otra cosa que de la
existencia de contextos espaciales que favorecen la interacción inmediata y
recurrente.
De ahí que resulte del todo
plausible la existencia de una voluntad de, vista la experiencia histórica,
evitar a toda cosa la concentración si ya no de una clase obrera nacional en
buena medida domesticada y en cierto modo disuelta hoy, sí de las nuevas y las
viejas versiones de los que Louis Chevalier llamara, en un célebre ensayo,
"clases peligrosas", es decir aquellos grupos sociales que por una
causa u otra pudieran resultar ingobernables; evitar que pudieran enrocarse
para conspirar o para defenderse en aquello que fuera la intricada trama de
ciertos barrios antiguos de las grandes ciudades y más tarde las grandes concentraciones
de bloques sociales, convirtiendo unos y otros en focos permanentemente al borde
de la perturbación del orden social dominante.