dissabte, 13 de juny del 2020

Por un positivismo poético

La foto es de Nicolas Winspeare
Respuesta a unas consideraciones de Benjamín Gomollón a propósito del "empirismo ingénuo"

POR UN POSITIVISMO POÉTICO
Manuel Delgado

Sin duda me atrevería a defender lo que usted define como "emprismo ingenuo". De ahí el elogio que hacía del naturalismo en mi resumen de una de las clases del Taller d'etnografía. Demandar una actitud naturalista, "ingenua", en el etnógrafo implica, en primera instancia, reclamar la actualidad de axioma de toda perspectiva científica: el mundo existe, está ahí, y los humanos podemos conocer algo de él si lo observamos con detenimiento.

En efecto, se está hablando aquí, ciertamente, de una actitud, una predisposición a entender que la etnografía –primer paso de cualquier indagación antropológica– es ante todo una actividad perceptiva basada en un aprovechamiento intensivo, pero metódico, de la capacidad humana de recibir impresiones sensoriales, cuyas variantes están destinadas luego a ser organizadas de manera significativa.

El trabajo etnográfico consiste pues en una inmersión física exhaustiva en lo tangible –esa sociedad que forman cuerpos móviles y visibles, entre sí y con los objetos de su entorno–, con el propósito de, en una fase posterior, convertir las texturas en texto –la etnología– y el texto en análisis que permitan hacer manifiesto el sentido de lo sentido: la antropología propiamente dicha. Esta postulación no ignora la evidencia de que no podemos concebir la realidad observada como independiente del observador, de acuerdo con un idealismo objetivista que hoy casi nadie estaría en condiciones de sostener. No se ignoran ni se soslayan preguntas fundamentales ante la monografía etnográfica, como son: ¿hasta qué punto pudieron, supieron o quisieron sus autores evadirse del peso de la autoría personal?; ¿cómo ignorar, en literatura etnológica, la responsabilidad del lenguaje?; ¿cómo percibir dónde acaba lo descrito y empieza aquél que describe? Es decir no se olvida que la literatura etnográfica es un área donde reverbera la cuestión más general de cómo se asocia la palabra escrita con la vida, y, más allá, todavía, la del tema filosófico mayor de la posibilidad misma de la verdad. Es decir, no se olvida que el etnógrafo pretende aplicar su vocación naturalista sobre un objeto de estudio –el ser humano–, sobre el cual inevitablemente incide, pero que tiene su vez la virtud de incidir sobre aquel que lo estudia.

El antropólogo, en este caso, trabaja sobre una realidad que le trabaja. Otra cosa es que se reconozca como pertinente esa querella que enfrenta en diversos frentes lo “subjetivo” y lo “objetivo” en las ciencias humanas y sociales, en una dicotomía cuyos términos son más que discutibles. La relación entre la descripción etnográfica y los hechos que describe no es muy distinta que la que se establece entre la representación figurativa y su objeto, entre el retrato y el retratado.

En todos los casos –incluyendo sus expresiones en apariencia más infalibles, como la fotografía- se produce una relación dialéctica entre lo percibido, la percepción y lo plasmado, o entre la cosa apreciada, la sensación recibida y su traducción figurativa. Es necio ignorar los determinantes activos que recortan primero y ordenan e interpretan luego en un cierto sentido un campo figurativo, conformado, como escribiera Francastel, de “tejidos de información múltiples”.

El informe etnográfico, como la obra figurativa, no es un sustituto de la realidad, sino un modesto instrumento de conocimiento. Lo máximo a lo que podemos aspirar es a, limitando al máximo el factor distorsionador de los filtros ideológicos y culturales que a de superar, fabricar artefactos conceptuales arbitrarios que hagan comunicables ciertas cualidades de lo vivido, estructuras parciales que tienen valor operativo en tanto nos permitan confrontar los datos obtenidos con datos obtenidos por otros, todo ello con el fin de saber algo más sobre el funcionamiento de determinados aspectos de ese mundo exterior que atendemos. Eso es todo.

Es pertinente aquí recuperar la distinción entre naturalismo y realismo que apuntara György Lukács en su análisis de la novela decimonónica francesa (Escritos sobre realismo, Siglo XX). Para Lukács, el realismo extrae un fragmento de lo que se supone que es la realidad y lo eleva a paradigma o ilustración de cuestiones de orden general, a la manera de esa figura de la retórica que es la sinécdoque. Frente a lo que Lukács define como la “seudoobjetividad naturalista” –pero también frente a la falsa subjetividad del psicologismo–, el realismo busca pruebas de lo que toma por real que confirmen su sentido oculto. Mientras que el naturalismo de Zola se empecina en “la expresión exasperada de aquello que es único e irrepetible”, el realismo de Balzac trata de unir orgánicamente, según Lukács, lo genérico y lo individual; no retrata aspectos del ser humano o de la vida social, sino, a partir de un ejemplo concreto, la totalidad de lo humano y de lo social. Frente al “relieve excesivo del lado fisiológico de la existencia humana” del naturalismo, el realismo opone conflictos morales y sociales de orden superior, en la línea de aquella predilección de lo total sobre lo particular tan cara a la estética lukácsiana.

Ese agnosticismo moral del naturalismo, ese “brutal fisiologismo” que le reprochaba Lukács, tiene implicaciones morales a las que es difícil no aludir. “Nuestra impasibilidad, nuestra tranquilidad de analistas delante del bien y del mal son absolutamente culpables”, escribía Zola en defensa propia en El naturalismo, pero ello resulta de que “no se puede ser moral al margen de lo verdadero.” En ese desprecio naturalista hacia cualquier idealismo, en ese extraño placer por lo que sus críticos llamaron la “retórica de la inmundicia”, incluso cuando esta es sórdida y pútrida, hay una percepción lúcida de todo aquello que, en el centro mismo de lo que sucede, trama contra cualquier modalidad de orden, y que no es sino la sombra destructiva de lo real.

Es Gilles Deleuze quien lleva su reflexión sobre Zola y sobre La bestia humana en particular –en las últimas páginas de su Lógica del sentido (Paidós)– a una teoría general sobre la grieta, a partir de lo que el protagonista de la obra, Jacques Lantier, vive como “repentinas pérdidas de equilibrio, como fracturas, agujeros por los cuales su yo se le escapaba en medio de una especie de gran humareda que lo deformaba todo.” Lo que Lukács reprocha al naturalismo es precisamente lo que aquí merece su elogio: no aspira a probar nada; muestra, pero no demuestra; describe, pero no prescribe; trata –sabiendo que no se puede; desesperadamente por ello– de ver y relatar luego lo que sucede.

Ese naturalismo feroz andaría en pos de una ciencia de lo prediscursivo, una ciencia no cientificista. Ese momento por recuperar es el mismo que Michael Foucault asocia en La arqueología del saber (Siglo XXI) con el nacimiento de la primera medicina clínica, aquel “amontonamiento, apenas organizado, de observaciones empíricas, de pruebas y de resultados brutos.” Etapa hermosa y efímera de los Bichat y los Laennec, en que la ciencia médica no era un orden cerrado de enunciados privilegiados –como lo será más adelante el discurso médico–, sino una amalgama heterogénea de averiguaciones dispersas y sin sedimentar todavía, a las que se habría llegado mediante la mirada, el palpamiento, la auscultación, directos o mediante instrumentos que agudizan la percepción. Lo que surgía eran descripciones puramente perceptivas, que no daban lugar a ningún encadenamiento lineal constituyente o normativo, sino a “enunciaciones diversas que están lejos de obedecer a unas mismas reglas formales, lejos de tener las mismas exigencias de validación, lejos de mantener una relación constante con la verdad, lejos de tener la misma función operativa.”

De ese tipo de aproximación a lo sensible surge el proyecto de una medicina positiva, que Claude Bernard entiende, en 1865, en buena medida como ciencia de la observación y que tan determinante será tanto para el primer positivismo sociológico como para la sensitividad naturalista: "... Razonar sobre lo observado, comparar los hechos unos con otros, encararlos con hechos preestablecidos que sirvan de control".. Esta defensa del papel del ojo, del oído y de la piel en la labor del etnógrafo, de la etnografía como práctica corporal, atenta a los actos mucho más que a los discursos, lo es también del modelo científico de escudriñamiento del mundo. Importante matizar aquí que defender la ciencia como manera de interpelar y ser interpelados por lo dado no implica defender discurso científico alguno.

La finalidad de la tarea científica es conocer las cosas que están o que suceden; la del saber es simplificarlas, esquematizarlas, someterlas a todo tipo de encorsetamientos y jerarquías que han exiliado de sus explicaciones buena parte de lo percibido: todo lo que se resistiese a la reducción, es decir a la representación. Los saberes –incluyendo la antropología cuando ha devenido tal– han asumido la función no de estudiar el mundo, sino de inventarlo a imagen y semejanza de sus patrocinadores sociales, consiguiendo además hacer pasar por incontestablemente reales sus propios artificios categoriales, distribuyendo normas y protegiendo del azar, filtrando la realidad, rescatándola de la multidimensionalidad en que se agita.

En otras palabras, los saberes científicos –que no las ciencias– han acabado convirtiéndose en gestores de la misma realidad que previamente habían recibido el encargo de generar. Frente a ese vindicación del viejo naturalismo se levantan, como sendas murallas, dos arrogancias. De un lado, la del cientificismo estrecho y pacato, escandalizado ante cualquier experimento de formalización no previsto en sus manuales de buena caligrafía etnográfica. Del otro, la de esa etnografía posmoderna policroma, esa suerte de fantasía objetiva narcisista que pretende –y consigue– disolver la antropología en la pura literatura ficcional. El intento de descripción naturalista no se presenta justificado por ninguna finalidad que no sea el reflejo fisiológico de los hechos y sus actores, incluso de los más irrelevantes –o acaso de éstos más que de los otros–, datos infuncionales, detalles inútiles, aparentes desperdicios de lo social, en los que el buen observador sabría descubrir una luminosidad especial. Los pequeños gestos, los ademanes apenas perceptibles, las palabras filtradas por entre las rendijas de lo explícito, lo insinuado. Ir, como proponía el título español de un libro de Clifford Geertz, tras los hechos (Gedisa), perseguirlos, acecharlos o esperar pacientemente a que emerjan o se crucen en nuestro camino; capturarlos o recogerlos luego con el fin de averiguar de qué están hechos esos hechos; tarea de cazador-recolector que el etnógrafo asume y que se traduce luego en una labor tan difícil –en realidad imposible, puesto que lo visto y lo oído es en realidad indescriptible– como la de adaptar-reducir lo percibido a lo narrable. 
Ahora bien, esas dificultades no niegan la posibilidad de hacer ciencia y de hacerla reconociendo que existen hechos, actos y objetos que existen antes o detrás del discurso, que sus propiedades funcionales o lógicas se relacionan entre sí de acuerdo con un determinado orden, orden en el que hemos descubierto, de pronto, insospechadas cualidades de reversibilidad y autoorganización. En tanto que humanos, esos asuntos nos interesan como antropólogos y nos obligan a repetirnos la pregunta sobre la que Simmel, dialogando con Kant –¿cómo es posible la naturaleza?– elaborara su célebre digresión acerca de cómo era posible la sociedad.

Las respuestas posibles a tal cuestión se encuentran con dificultades constantes, que no son o no deberían ser un obstáculo sino la superación del obstáculo, puesto que la labor del científico no es resolver problemas, sino plantearlos. Y es que somos antropólogos. Eso implica que –por mucho que nos cueste encontrar definiciones precisas acerca de en qué consiste nuestro oficio– lo único que hoy por hoy nos define y nos distingue es que tenemos una forma singular de dar con las cosas, en el sentido tanto de hallarlas como de toparnos con ellas. Ese estilo propio es el trabajo de campo, esa especie de artesanía o trabajo a mano del que hacemos depender nuestras hipótesis y nuestras teorías y que, a despecho de la mala reputación que arrastran desde hace un tiempo, responden al convencimiento que tenemos de que los hechos continúan siendo locuaces. Todo lo que antecede es una apología de lo exterior, lo que flota en la superficie –pero que no es superficial–, lo sentible, lo que surge o se aparece.

Esa exaltación del afuera promueve un naturalismo que cree en la naturaleza tal vez porque la añora y que está disuadido de que el mundo no miente. Regreso a lo dado, entendido como lo entendía Hume, a decir de Deleuze en Empirismo y subjetividad (Gedisa): “El flujo de lo sensible, una colección de impresiones e imágenes, un conjunto de percepciones”. Pasión, en efecto, casi naïf por ver, escuchar, tentar...; urgencia por regresar a las cosas anteriores al lenguaje, por aprehenderlas y aprender de ellas. Apuesta por una ciencia no de lo que es o de lo que somos, sino de lo que hay y de lo que hacemos o nos hacen. Esfuerzo también por tratar de transmitir a otros lo percibido lo más lealmente de que seamos capaces, haciendo que nuestra traición a los hechos, convirtiéndolos en lenguaje, sea lo más leve y perdonable que hayamos merecido. No se ignora que la naturaleza es dudosa, que no podemos huir del dominio y la miseria de la representación, que es probable que tengan razón quienes repiten que nadie ha podido traspasar nunca los límites del discurso. ¿Naturalismo?: “un sueño”, se nos dirá. Puede ser. Pero los fenómenos están ahí y hay fenómenos. En nombre de tal certeza se mantiene ese anhelo furioso e inútil por hacer algún día de la etnografía una práctica tan poco discursiva como arreglar una máquina. Afán por hacer eso que llaman ciencia, manera de escrutar lo que está ahí, lo que pasa o nos pasa, tanto si es pensable como si no, en lucha por constatar y entender los hechos medibles y calculables, pero también los acontecimientos más dispersos e inconmensurables. Lo dicho, pero también lo murmurado, lo mascullado, lo indecible. Posibilidad todavía abierta de un positivismo poético.

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