Hombre bororo fotografiado por Claude Lévi-Strauss |
Fragmento de la introducción a
Claude Lévi-Strauss, Tristes Trópicos,
Círculo de Lectores,
Barcelona, 1993.
LA ETNOGRAFÍA COMO NAUFRAGIO
Manuel Delgado
“¿Qué he venido a hacer aquí? ¿Qué espero? ¿Con qué fin?” Tales preguntas
que el propio Lévi-Strauss se formula a sí mismo entre los indios, en medio de
la selva brasileña, no tiene respuesta. O, si la tienen, se resume en el eco de
ese popular estudio 3 del opus 10 de Chopin que el autor no puede apartar de su
cabeza, nueva fórmula la magdalena con que Marcel Proust desencadenaba sus
recuerdos en En busca del tiempo perdido, otra obra fundamental para dar
con las fuentes de inspiración de Tristes trópicos. Lo que se contempla
afligido y abochornado en los trópicos, esos indígenas abocados a la extinción
más atroz, y a uno mismo, que había escogido escapar para reunirse con ellos y
levantar acta de su desventura, es el reflejo difuso de una infancia en la
campiña francesa y de todo lo vivido después y hasta entonces: puertos de las
Antillas, imagen aérea del desierto del Thar, paseos por la playa del Índico
cercanas a Karachi, calles de Calcuta, santuarios budistas de la frontera birmana...
También nos advierte este libro sobre las culturas agonizantes de América que
todo viaje es siempre una regresión, un desplazamiento que se produce
aparentemente en la geografía pero que siempre implica un retorno a un pasado
en cuyos pliegues se espera encontrar algo de claridad que el presente
escamotea.
Libro también sobre la memoria, Tristes trópicos pronuncia
sus palabras en un lugar indefinido que se extiende entre el aquí y el allá, entre el ahora mismo
y el entonces, atando en las páginas de un libro lo que la vida se ha
empeñado en separar. Octavio Paz lo entendió muy bien, y de ahí las palabras
con que, aludiendo precisamente a Tristes trópicos, cierra su homenaje
al pensador y etnólogo francés, Claude Lévis-Strauss o el nuevo festín de
Esopo, incluido en el volumen X de las Obras Completas del poeta mexicano que ha editado Circulo de
Lectores: “Acto instantáneo, forma que se disgrega, palabra que se evapora: el
arte de danzar sobre el abismo”.
El expedicionario en busca de otras civilizaciones de las que inquirir
sus significados cuenta con una coartada científica para su exilio, pero la
incomodidad sobre la que en su día vino asentarse su extraña vocación es de la
misma especie que aquella que, antes, a otros que no gozaron de un pretexto tan
sólido como el de una misión académica encomendada, les impuso la necesidad
imperiosa de partir. No es sólo una manera de narrar experiencias exóticas lo
que el antropólogo viviendo sobre el terreno adopta del viajero novelesco, ni
lo que, en el sentido contrario, éste, sin saberlo, presagia de la mirada
etnográfica. Cabría decir, más bien, que se trata de puentes recíprocos que dos
formas de conocer la variedad humana –la científica y la poética- se tienden,
como para confirmar sobre lo escrito lo que de una contiene la otra.
Figuras del resentimiento y la expiación, hubo quienes, nacidos en una
sociedad que se había arrogado el derecho a imponerlo por la fuerza sus modelos
a todas las demás del planeta, llegaron a la conclusión que ni su mundo ni su
tiempo eran en verdad los suyos. Intuyeron que en algún lugar del presente
debían haber encontrado un refugio en la decencia y la bondad que echaban en
falta en torno suyo, y por ello decidieron emprender, a veces tan sólo con la
fantasía, un viaje, no muy distinto de aquel otro que tuviera como protagonistas
al Ulises homérico, que le llevara al encuentro a los restos de una humanidad
añorada, aunque nunca vivida jamás por nadie. En unos casos fue lo único con
que contaron, su experiencia real o imaginada de viajeros, lo que fue a parar a
las hojas de libros clasificados luego como “de viajes”. En otros, un desacuerdo
idéntico a ése fue a cobijarse en una profesionalidad reconocida, en cuyo
nombre se tejieron piezas en que, como en este Tristes trópicos, las observaciones
del naturalista interesado en la variedad de las culturas se hilvanaban con el
testimonio de unos desajustes con la vida que sólo escribir sobre otros
universos humanos había conseguido aliviar.
Ninguno de ellos, viajeros que, como Lévi-Strauss, odiaban loa viajes
a los que su malestar les arrojaba, dio con lo que buscaba. Todos encontraron
en los remotos parajes a donde fueron a parar, dibujándose sobre seres extraños a cuyo interior nunca pudieron
asomarse del todo, la sombras de la patria y la era que aborrecían y que
creyeron haber dejado atrás. Todos acabaron descubriendo que su mundo y su
tiempo no existían, ni habían existido antes, existirían jamás.
De su vano intento sólo quedaron relatos de aventuras y viajes llenos
de desolación o libros de estudios saturados de datos y elucubraciones teóricas
a propósito de civilizaciones lejanas, o, a veces, como en este Tristes
trópicos, el fulgor que se produce al cruzarse ambas formas de representar
de modo distinto una misma cosa. Todas esas obras, cada una a su manera, nos
invitan todavía hoy a compartir lo más valioso de sus personajes y de quienes
los concibieron: su propio fracaso. NiTristes trópicos ni ninguno de los
libros de los que recibe y repite su luz es en realidad lo que parece: todos
asemejan un libro de viajes, cuando son en realidad la crónica de un naufragio.
He ahí la más cara de sus lecciones, la que nos evoca lo aprendido y lo que se
quiere olvidar, ese tesoro de sabiduría encontrado que, no siendo el que
partiera un día a hallar, no es por ello menos precioso, y que es tan sólo un
silencio, una distancia ya irreversible hecha de ignorancia y de ternura.