Texto para el catálogo de la exposición Islas y horizontes. Obras de la colección Es Baluard, Centro de Artes Tomás y Valiente, Fuenlabrada, septiembre-noviembre 2016
HORIZONTES PERDIDOS
HORIZONTES PERDIDOS
Manuel Delgado
Lost horizons es, sin duda, una
de las mejores y más influyentes películas de Frank Capra. Estrenada en 1937,
narra la historia de unos viajeros que se extravían en plena tormenta en el
Himalaya y van a parar a Shangri-la, una ciudad perdida en la gran cordillera
en la que una sociedad feliz vive libre del mal y del desorden que reinan en el
resto del mundo, un mundo que en pocos años iba a conocer formas de destrucción
y masacre inconcebibles hasta entonces. El de la realización de una comunidad
utópica como la de la película de Capra, y de la novela de James Hilton en que
se basa, es uno de los sueños más recurrentes de numerosas sociedades que han anhelado
ese horizonte perdido, en el sentido de existente en algún lugar al que llegar
luego de un camino duro, pero necesario.
Esa imagen del ser
humano contemplando un horizonte soñado, alcanzable o que merecía la pena
acercar, no es, pero, común a toda la humanidad. La encontramos en sociedades
que han concebido el tiempo como lineal y organizado de acuerdo con un
principio teleológico que da sentido a su existencia, entendiendo sentido en una doble acepción: como racionalidad y como dirección, flecha que apunta a un futuro ideal, en otro sitio o aquí,
pero siempre en un pretérito por definición perfecto. El uso alegórico del horizonte
como algo hacia lo que se marcha, es ajeno a casi todas las culturas antiguas o
exóticas que conocemos. No se da, por ejemplo, en las sociedades orientales,
salvo el caso particular del culto budista a Mayteya o Buda futuro. En las
culturas que un día dimos en llamar "primitivas", y antes de los
imperios las devorasen, solo se conocen caso aislados, como el de los profetas
karay entre los tupi-guaraníes amazónicos del siglo XVI.
Debe decirse que la
idea de horizonte futuro la encontramos
casi en exclusiva en sociedades en las que las llamadas religiones abrahámicas
han determinado sus respectivas concepciones del tiempo, muchas veces incorporada
de la mano de fenómenos de expansión colonial. La raíz es común y la
encontramos en la escatología zoroastriana, que alcanza el centro del judaísmo
antiguo y, de ahí, el del cristianismo y el del Islam. Son las religiones
monoteístas las que conciben el tiempo humano como una expectativa de salvación
colectiva: el judaísmo, concretado en la espera del Mesías; el Islam tanto
chiita como suní, atento a la revelación del Mahdi, el Esperado, o el
cristianismo, definido por la profecía apocalíptica y la Parusía o Segunda
Venida anunciada en el versículo 21 del Apocalipsis de Juan: "Después vi un cielo nuevo y una tierra
nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, lo
mismo que el mar...".
Esa convicción de
que existe un mundo justo, libre y dichoso más allá de un horizonte hacia el
que se anda, aunque nunca se alcance, es el motor ideológico que ha animado un
número ingente de agitaciones sociales que ha conocido el devenir de la
humanidad o, mejor dicho, la humanidad entendida como devenir. Todos las convulsiones
proféticas, milenaristas o mesiánicas de las que tenemos noticia han compartido
esa misma base. Todas las utopías han bebido en idéntica fuente. Todos los
grandes movimientos históricos han vivido han participado, directa o
indirectamente, explícitamente o no, de ese mismo desasosiego por dejar atrás
los grandes defectos de su presente mediante un avance que, de manera pacífica
o traumática, aproxima esa salvación que aguarda en lontananza ser alcanzada.
Todas las grandes revueltas protagonizadas en pos de liberación de pueblos
oprimidos se han movido por esa misma seguridad en que había que emanciparse de
sus opresores en nombre de un mundo nuevo. No hay movimiento nacionalista o
anticolonialista contemporáneo que no haya compartido, explicitándolo o no, el
convencimiento de que el suyo es el pueblo elegido, destinado a hacer de su
patria la Tierra Prometida. Las grandes ideologías revolucionarias del siglo XX
—el comunismo, el anarquismo— han compartido ese objetivo de acabar tomando los
cielos al asalto. El nazismo existió para cumplir el vaticinio de que el suyo
sería el esperado imperio de los Mil Años. Si muchas de esas doctrinas estaban
dispuestas a conquistar el horizonte de manera violenta, la idea de un proceso paulatino hacia idéntica
meta es, en el fondo, la que nutre la noción misma de Progreso, que no es sino
una expresión laica de la misma lógica que entiende la historia como Historia,
es decir como proyecto trascendente de perfeccionamiento humano, persiguiendo un
horizonte inalcanzable, pero omnipresente como punto de referencia hacia el que
la sociedad debe moverse.
Todos los grandes
movimientos sociales de la historia, en las culturas en las que hay o ha habido
algo llamado historia, han querido ser, en efecto, movimientos hacia, es decir recorridos en dirección a un horizonte de
superación de la miseria y la injusticia reinantes en el presente de la
sociedad. El horizonte, por definición, era futuro de libertad, un mañana
distinto sin dolor ni tristeza, puesto que el horizonte era precisamente eso: la
línea que se nos aparece separando el cielo y la tierra. Alcanzarlo o caminar
hacia él, incluso como un fin infinito, significaba desmentir o cuestionar la distancia
insalvable entre las miserias terrenales y la bienaventuranza divina. El horizonte
era el lugar desde el que el sol hacía su aparición para anunciar la derrota
diaria de la noche, la metáfora perfecta de todo nuevo amanecer.
Hoy eso ha dejado
de ser así. Ahora, mucho más que cuando Frank Capra realizó su film, los
horizontes se han perdido, al menos los horizontes que fueron contemplados con
impaciencia. La cancelación de los grandes ideales de transformación de la
humanidad, la desactivación de los valores universales que un día dieron
argumento a luchas y proyectos. Nada o poco nos orienta, es decir nos invita a
contemplar el punto desde el que a lo lejos aparece la primera luz del día. En
el momento actual, las grandes religiones ya han dejado de confiar en que venga
a nosotros el Reino de Dios y descartan devolverle al planeta el edén perdido.
La salvación solo será individual y en el más allá; ni colectiva, ni aquí. Las
viejas doctrinas para el entusiasmo y la ilusión han envejecido brutalmente y
de pronto; muchas ya han muerto. La revolución socialista ha fracasado; ya
sabemos en qué acabó consistiendo y que la clase obrera no alcanzará el paraíso
que el marxismo le prometió. Los grandes movimientos de emancipación nacional en todo el mundo han acabo constituyendo
estados corruptos o ese es el porvenir que les espera a los todavía activos.
Hoy, lo progresista es luchar para que el progreso detenga su avance
devastador. La Era de Acuario del movimiento hippie no llegó, como se había
anunciado, en el 2001 y lo que queda de la contracultura es la caricatura que
de ella ha hecho la new age. Los movimientos antiglobalización de principios
del XXI se conocieron también como altermundistas porque sugerían que, en el
horizonte, otro mundo era posible. La crisis económica vino a demostrar que esa
expectativa era ingenua.
Es cierto que a
principios de la década de los 2010 se produjeron grandes movilizaciones
públicas que llevaron a miles de personas a ocupar las plazas de numerosas
ciudades del mundo —Madrid, Reijiavitz, Nueva York, El Cairo, Sāo Paulo, Hong-Kong...
Pero, a diferencia de las corrientes antimundializadoras, protestas como las de
los indignados no pretendían acelerar el paso hacia otro mundo posible, sino
para exigir que la modernidad cumpliera su compromiso de asegurar para todos
una mínima equidad política y social y de que el orden democrático lo fuera de
veras. Lo que se reclamaba no era la abolición del sistema de mundo que se
padecía, sino su clemencia, puesto que nadie parecía estar en condiciones de oponerle
alternativas. Por su parte, los estallidos de violencia social que han conocido
las periferias urbanas de otras muchas ciudades —francesas, británicas,
norteamericanas— no vindicaban nada, porque fueron revueltas sin ideas, regreso
inopinado de las viejas turbas hartas y rabiosas. Por último, la aparición de
movimientos políticos de aparente nuevo cuño va desvelándose poco a poco como la
de nuevos viejos partidos políticos.
Ahora no se espera
que amanezca, sino, como mucho, que no anochezca del todo. Como Paul Virilio
puso de manifiesto en su L'Horizon negative
(Galilée, París, 1984), lo que se perfila tras el límite del mundo, el
horizonte, ya no es otro mundo mejor, sino el anuncio de una finitud que no es
geográfica, sino la de lo humano de la humanidad. Los avances tecnológicos no
auguran la liberación del ser humano, sino nuevas formas de dominación y
servilismo. No vemos sino extenderse los efectos de la miseria, la guerra y la
desesperación, sin que el orden del mundo causante de ello tenga motivos para
inquietarse, puesto que nada hay que inquiete su hegemonía El planeta mismo ve
amenazada su supervivencia ante lo que se percibe como inminente catástrofe
ecológica. Tras el horizonte ya no está el país del arco iris, sino una proliferación
de distopias insoportables en las que no será posible o no valdrá la pena
sobrevivir. Más allá de esa línea de confín ya no hay una fuente eterna de luz,
sino un largo ocaso que anuncia tinieblas. Ya no hay albas, sino un abismo. Asusta
el horizonte y no nos cabe otro afán que mantenerlo en su sitio: lo más lejos
posible.