Foto personal del edificio del Parlamento en Sarajevo, tomada en julio de 2005 |
Texto para el catálogo de una exposición de Eduardo Cordoba sobre Sarajevo, en preparación en Pamplona para octubre de 2017
MEMORIA DE SARAJEVO
Manuel Delgado
Llegué a Sarajevo diez años después del fin del asedio, en julio de 2005. Iba con mi familia en una furgoneta viajando desde Banja Luka, la capital de la República Srpska, atravesando paisajes en los que poco a poco, a medida que nos acercábamos, podíamos reconocer las marcas de la guerra. Nos hospedábamos en un pequeño hotel en Dolac Malta y caminábamos hasta el centro por Marijin Dvor, en un paseo presidido por el edificio chamuscado del Parlamento, las verjas agujereadas por las balas del campus universitario y el Holidays Inn, lo único aparentemente intacto que encontrábamos de camino. La ventana de nuestro cuarto daba a una casa en que eran visibles los boquetes causados por los obuses. Recorríamos Mula Mustafe Bašeskije, cuyas fachadas estaban llenas de mellas provocadas por la metralla de las bombas. La biblioteca nacional estaba en ruinas. Algunos días recorríamos el monte Treveric, donde se apostaban los francotiradores que jugaban a hacer diana sobre los transeúntes que se aventuraban a salir a la calle durante el sitio. Por doquier había avisos de minas. Una vez, viajamos hasta Pale, a unos minutos de Sarajevo, que había sido el lugar de residencia de los asediadores de la ciudad. Excepto el entorno de la fuente de Slivj, recuperado para el turismo, el resto de la ciudad estaba repleto de huellas del horror vivido pocos años atrás.
En cambio, aparte de esas marcas, la vida era normal en Sarajevo. Era una ciudad moderna, con gente moderna que hacía cosas modernas. Nada había que pudiera asociarse a las imágenes que los medios de comunicación nos brindan del llamado "tercer mundo" y sus guerras, que eran como naturales en ellos. Las personas con las que nos cruzábamos por la calle, la patrona de nuestra pensión, los compradores de los centros comerciales de los alrededores con quienes nos mezclábamos, eran "gente normal", como nosotros, que te costaba creer que había vivido una lluvia constante de balas y bombas. Nadie diría que los amables camareros que nos servían un café en Pale habrían podido estar apostados en cualquier alto a la espera de un viandante desprevenido de Sarajevo, una ciudad a un par de horas de avión de la Barcelona de la que procedíamos. Eso es lo que dolía de Sarajevo, lo cerca que estaba, lo fácil que era identificarnos con los habitantes de una ciudad sin duda occidental y sin duda europea.
Entro ahora en las páginas de promoción turística de la capital de Bosnia-Herzegovina y me encuentro con una oferta convencional, llena de restaurantes típicos, edificios históricos y monumentales, calles pintorescas, incluso la museificación de restos de la guerra.
Y me pregunto, ¿la gente de Sarajevo todavía tiene memoria de sí misma y de su sufrimiento? ¿Le recuerdan a sus hijos y les recordarán a sus nietos todo lo que fue aquello, lo que tuvieron que padecer? ¿Habrá en las calles algo más que placas y pebeteros que remitan a lo que fue una ciudad-infierno? ¿Alguien se acordará y dará a acordar la sangre en las calles, los cuerpos rotos tendidos en la acera? ¿Quedará una memoria que, en tanto que memoria, solo podrá ser colectiva? ¿Se tendrá presente lo que pasó? ¿Nos acordaremos nosotros de lo cerca que estuvo y podría estar de nuevo, en cualquier momento, la guerra? ¿O no? ¿O solo quedarán crónicas y cronistas? ¿Lo que pasó dejará de ser memoria para convertirse simplemente en historia?
Interesante la propuesta de Eduardo Córdoba no sobre, sino a partir de Sarajevo, para darnos cuenta de lo absurdo que resulta hablar de "memoria histórica". La memoria -o las memorias; como estas que recorren todavía ahora las calles de Sarajevo– es una especie de enhebramiento en el que la memoria de uno y de otro es van trabando, buscando en las memorias ajenas a lo que la propia le falta. El producto es una especie de ruido de fondo, un murmullo a veces ensordecedor, del que podrían surgir decenas, cientos, miles, quizá millones de líneas de recuerdo. En cambio, la historia, a diferencia de la memoria, no es cosa de la gente. La historia la hacen los historiadores, la memoria las personas. La historia no es que pueda ser manipulada; es toda ella, en su totalidad, una manipulación. La memoria, en cambio, no; sobre todo porque no podemos elegir qué recordamos y que no. La historia es un producto, algo que se ofrece siempre acabada y con un resultado contundente que se presume final; la memoria en cambio es más bien una producción, un trabajo incansable e interminable. Quien hace la historia –el historiador- tiene la posibilidad de controlarla. Quien recuerda, no. Quien recuerda es quien no puede olvidar.
Todavía hay y habrá gente en Sarajevo y aquí que no puede olvidar y que le hablará y le hablaremos a quienes les sigan y nos sigan para que tampoco ellos ni puedan ni quieran olvidar.