Prólogo para el libro Edmon Roch, "Películas clave del cine bélico", publicado en 2009 por Man Non Troppo.
TODAS LAS PELÍCULAS SON DE GUERRA
Manuel Delgado
No debería considerarse casual que a tantos de quienes amamos el cine nos fascinen de manera especial las películas de guerra. Acaso la explicación deba antojarse sencilla: “cine bélico” no deja de ser una especie de pleonasmo, puesto que todas las películas son en sí mismas, cada una de ellas, una guerra en miniatura. Lo apreció lúcidamente de esta manera el gran Samuel Fuller, en aquella fiesta a la que Jean-Luc Godard le invitara en “Pierrot le fou” y en la que podíamos oírle sentenciar ese mismo principio: “El cine es como un campo de batalla: amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra, emoción”. Eso fue lo que hizo que “Salvad al soldado Ryan” –y aquella secuela televisiva que fue la serie “Hermanos de sangre”– nos entusiasmara de forma tan especial a no pocos de nosotros, fanáticos de eso que se da en llamar séptimo arte. El mismísmo Spielberg tomaba la palabra en nuestro nombre para rendirle un justo homenaje pendiente a este tipo de películas, en las que, como nosotros, reconocía el valor último de un género cinematográfico en el que la acción recibía la máxima consideración en tanto que materia prima de un tipo específico de lenguaje: el cine, como dijera Pasolini, lenguaje de la acción o acción como lenguaje.
Es en la senda de esa vindicación que cabe alegrarse de la aparición de este libro de Edmond Roch, en el que se nos invita a compartir glosa y halago de un buen puñado de inolvidables –pero algunos olvidados– films bélicos. Por supuesto que ese elogio del cine de guerra es completamente ajeno a cualquier juicio positivo sobre la matanza de unos seres humanos a cargo de otros seres humanos en que consiste toda guerra. Tampoco es por azar que las mejores películas de guerra –aquellas que más nos hipnotizan– suelan ser películas antibelicistas. Las películas que hacen la apología de la guerra suelen ser malas películas –por ejemplo “Boinas verdes”, de John Wayne, o cualquiera de las mamarrachadas de Chuck Norris o Sylvester Stallone. En cambio la crítica de la guerra nos ha brindado pruebas de hasta qué punto puede contener belleza la representación cinematográfica del soldado que mata o que muere. Pensemos, por ejemplo, en “Apocalyse Now”, entre cuyas escenas inmortales destaca sin duda la del ataque con helicópteros contra la aldea vietnamita, o “La delgada línea roja” y su secuencia del ataque al campamento japonés en la jungla. Más ejemplos: el asalto a las trincheras de la acaso la más beligerantemente pacifista de las películas bélicas de su época: “Sin novedad en el frente”, o la carnicería en la aldea rusa en “Masacre”. En estos casos –y en tantos otros de los que se podría hacer inventario– la violencia que se condena es la misma cuya puesta en escena nos conmueve estéticamente, en tanto descubrimos en su despliegue algo parecido a la belleza. Una paradoja, si se quiere.
De ahí la pertinencia de este libro en que Edmond nos conduce de la mano por un camino hecho de magníficos títulos de guerra, que, como se verá enseguida, se dividen entre los que hemos visto y los que deberíamos haber visto ya. Repasarlos y reconocer su valor supone la posibilidad de tomar consciencia de esa elocuencia que desprende este género. Es más, nos permite y nos invita a ir más lejos y preguntarnos a qué corresponde esa radical verdad que detectamos implícita en este tipo de películas. Porque no se trata sólo de su valor como documentos históricos más o menos fidedignos para entender el devenir del mundo contemporáneo. Ese sería un aspecto importante, pero no el fundamental. Claro que podemos hacernos una idea de lo que fueron la Primera o la Segunda Guerra Mundial, la guerra del Vietnam o incluso las más recientes de Bosnia o Irak a través de las películas en que esos conflictos han aparecido escenificados. Incluso ha sido gracias al cine que hemos podido hacernos una cierta idea de en qué consistieron la guerra del Congo (“Último tren a Katanga”), la de Indochina (“Dien Bien Phu”), la de las Malvinas (“Iluminados por el fuego”) o la rebelión de los mau-mau kenyatas (“Las raíces del cielo”), por poner ejemplos de guerras más bien exóticas. Pero en ese nivel podríamos discutir si el valor del cine bélico ha de buscarse en su naturaleza como fuente de información histórica fiable. Es demasiado evidente que la visión que nos brindan estas películas está demasiado mediada por quién ejerce el control político en cada momento y todas vuelven a demostrar que, como escribiera Orwell, quién controla el pasado controla el presente y quien controla el presente controla el pasado, no sólo en los libros de historia, sino también a través de las películas presuntamente históricas. Me viene a la cabeza el contraste entre la visión que del maquis español dio el cine franquista (“Carta a una mujer”, “Torrepartida”, “La paz empieza nunca”, “Casa Manchada”...) y el antifranquista (“Y llegó el día de la venganza”, “Los días del pasado”, “Silencio roto”, “El laberinto del fauno”...). Por otra parte, no puede ser sino decisivo que la mayoría de cine bélico haya sido generado por la industria de Hollywood, que, como todo el mundo sabe, produce las peores películas del mundo, aunque también las mejores, reconozcámoslo, pero que tanto en un caso como en otro no puede dejar de imprimir en sus productos un determinado marchamo ideológico.
Otro elemento que podría explicar el valor y la vigencia del cine de guerra es su capacidad para plantear cuestiones éticas profundas. Y es cierto que algunas de las películas recogidas en este libro –y otras, porque es imposible que en las páginas que siguen quepan todas– son verdaderas reflexiones sobre la condición humana, y sobre una condición humana colocada en situaciones extremas. En estos casos, las películas de guerra pueden dar a pensar acerca no sólo de la guerra como abominación –los ejemplos aquí serían abundantísimos y Edmond Roch recoge para nosotros un buen puñado de ellos–, sino, pongamos por caso, acerca de la ambigüedad de una sociedad que convierte a los criminales en héroes sólo porque aquellos a quienes asesinan atrozmente han sido declarados enemigos, como vemos en “Doce del patíbulo”. Interesante ahí la paradoja de un cine como el de Fuller que, pudiéndose antojar de entrada incluso belicista, contiene planteamientos al respecto casi turbadores: “Verboten”, “Invasión en Birmania”, “Casco de acero”, “Uno rojo, división de choque”... O cuáles son los límites más allá de los que los enemigos más acérrimos pueden tomar consciencia de que, en última instancia, se necesitan unos a otros, como vemos que sucede en “Infierno en el Pacífico”. En ese orden de cosas, bien podríamos decir que el cine bélico es un cine esencialmente moral, en el sentido de que suele contener consideraciones esenciales sobre el bien y el mal, aunque sea para advertirnos de lo fluctuantes que resultan sus fronteras en situaciones excepcionales como las que el estado de guerra representa. Pero también esa explicación sería insuficiente para dar cuenta del magnetismo que el cine bélico viene ejerciendo desde hace tanto sobre tantos.
Así pues, la capacidad de seducción de las películas de guerra no cabe buscarla sólo en la potencia extraordinaria de algunas de sus imágenes, ni en su virtualidad como recurso historiográfico o como vehículo ideológico, ni tampoco en la dimensión moral que recogen sus mejores expresiones. Más bien podría intuirse que ese atractivo que despierta este tipo de cine tiene que ver con la virtud que la guerra –toda guerra– y sus representaciones asumen a la hora de constituirse en metáforas inmejorables de las relaciones sociales en general. No es que la vida social sea violenta, sino que es, por naturaleza, polémica, que es un calificativo que, como se sabe, procede del griego polemos, guerra. Esto implica que los individuos o segmentos sociales que comparten un tiempo y un espacio están unidos por aquello mismo que los separa, que son intereses e identidades que los hacen total o parcialmente incompatibles entre sí. Esa base antagonista de todo vínculo social hace que la vida en cualquier forma de comunidad, de la que conforman las naciones a la que constituyen los vecinos o los amantes, está animada por un disenso constante que los mantiene permanentemente enfrentados y, por ello, indisolublemente unidos.
De este modo, esa naturaleza conflictual de las relaciones sociales hace que todas las historias que se puedan contar sobre seres humanos que están juntos sean relatos, por así decirlo y evocando el título de un cómic que marcó toda una generación, de hazañas bélicas. Es así que podemos volver a afirmar, ahora con un nuevo sentido, que toda película es una película de guerra. Ni que decir tiene que eso es obvio en todas los géneros en los que el fundamento es el enfrentamiento armado entre bandos, de manera que las películas de romanos, las del oeste, las de ciencia-ficción, el cine social y político o el cine policiaco son, a su manera, cine bélico, puesto que siempre en esos géneros hay individuos o grupos que “se la tienen jurada” y se acosan mutuamente con tal de eliminarse o cuanto menos de dañarse unos con otros, de tal forma que uno aparezca como vencedor y otro u otros como derrotados. Por su lado, casi todo el cine fantástico o de terror se plantea como una guerra contra energías malignas o enemigos extrahumanos procedentes de cualquier forma de más allá. Hasta sería difícil encontrar una inocente película infantil cuyo argumento no recoja choques, enfrentamientos, luchas. En cuanto al melodrama éste se conforma a base de personajes que luchan contra sí mismos y contra sus sentimientos, de manera que todo ellos viven, como diría Machado, “en paz con los hombres y en guerra con sus entrañas”. Incluso las películas de risa pueden ser pensadas como expresiones de esa guerra que desde el principio de los tiempos los humanos tienen emprendida con circunstancias cuya lógica aparece súbitamente desbaratada, contra las acechanzas de lo absurdo y lo irracional. Piénsense en esa clave las llamadas comedias de situación o de enredo, que tantas veces remiten a lo que no en vano se ha dado en llamar “guerra de los sexos”. Por no hablar de los gangs de cualquier película de Chaplin, Buster Keaton, los hermanos Marx o Jerry Lewis, todos ellos tributos rendidos al enfrentamiento crónico entre los humanos y los objetos, siempre dispuestos a revelarse contra nosotros.
Pero si algún género disimula sin derecho su naturaleza larvadamente bélica es sin duda el amoroso, incluyendo en él su variante musical. Todas las películas que se desarrollan siguiendo el canon “chico encuentra chica-chico pierde chica-chico recupera chica” son, a su manera, películas de acción bélica. Lo son las malas comedias románticas, pero sobre todo las grandes historias de amor que el cine nos ha brindado. De entrada por la frecuencia con que esos romances tienen una conexión directa con circunstancias bélicas, aunque aparezcan éstas como un trasfondo más o menos lejanos. Amores de película como los de “Casablanca”, “Adiós a las armas”, “Las flores de Harrelson”, “Jules et Jim” o “Lo que el viento se llevó”, por citar algunas muestras, sólo tienen sentido con un telón de fondo bélico. Y al señalar como esa relación se produce también en sentido contrario, salta a la vista enseguida lo injustificada que es el tópico que supone a las mujeres excluidas del género bélico. A veces aparecen en lugares centrales de la acción –pienso de pronto en la francotiradora vietcong de la batalla de Hue en “La chaqueta metálica”, o en la enfermera de “Johnny cogió su fusil”–; pero, aunque no se vean, las mujeres siempre están. Siempre hay un soldado que añora a una mujer de la que habla, que recuerda o cuyas cartas lee, demostrando de ese modo que no hay cosa más presente que ciertas ausencias. Es como si las películas de guerra y las de amor tendieran no a sobreponerse, sino a complementarse, como si unas mostraran un aspecto u otro de una historia que es, en el fondo, la misma.
Aunque lo que hace naturalmente bélicas las películas de amor es que todo juego de seducción es siempre un juego de guerra. Es bien significativo que Chonderlos de Laclos, el autor a finales del XVIII de “Las amistades peligrosas”, fuera un militar. Él entendió perfectamente que lo que lleva a cabo el seductor no se puede pensar mejor que en términos de estrategia castrense: maniobras, ataques por sorpresa, contragolpes, planes, victorias y derrotas..., en una dinámica en la que lo peor que le puede pasar a los contendientes no es morir, sino caer prisionero en manos de su enemigo, es decir enamorarse.
Y es que es probable que tuviera razón Hobbes y los humanos vivimos permanente y perpetuamente en guerra unos con otros. De eso hablan las películas de guerra: de una variable concreta de esa guerra general de todos contra todos, aquella en la que esa naturaleza inevitablemente polémica del vínculo social deriva en daño, sufrimiento y muerte. Por eso su valor metafórico tiene algo de advertencia. Nos reconocemos en la acción bélica representada porque plantea en su radicalidad aquella sustancia conflictiva de que están hecha las relaciones de los seres humanos con otros seres humanos o inhumanos a los que aman, odian, de los que se defienden o a los que quisieran someter o conquistar; con todo tipo de potencias invisibles, pero determinantes, que les acechan –los dioses, los demonios, el azar, el destino...; con esa naturaleza que, creyéndonos demasiado frágiles, nos condenó a desaparecer hace milenios, o con ese mismo universo al que asaltamos a diario para que nos desvele sus significados. Pero también las catastróficas consecuencias que tendría y que tiene que esa lucha constante acepte otras armas que las palabras, las ideas, los gestos y hasta los besos. Porque casi todas las películas bélicas –desde luego todas las mejores, las que este libro recoge– acuden a darle la razón a Miguel Hernández, cuando, en uno de sus poemas del "Cancionero de ausencias", nos recordaba lo tristes que son las guerras, si no es el amor su empresa.