dilluns, 4 de juliol del 2016

Desiertos, descampados y otros laberintos

La foto es de Emerty Wolf

Mensaje para la pintora Josefina Muslera

DESIERTOS, DESCAMPADOS Y OTROS LABERINTOS
Manuel Delgado

No sé qué está haciendo en Fossil Rock, pero la envidio. Solo vi el desierto de lejos, en Nouatchock, y me fascinó. Lejos de Dubai, yo no tengo a mano más que desiertos mucho más discretos: los descampados que rodean o salpican mi ciudad. Amo los descampados, esas regiones desalojadas en las periferias urbanas, pero también abiertas de vez en cuando entre las formas plenamente arquitecturizadas, a la manera de intermedios territoriales olvidados por la intervención o a su espera. Son lugares amnésicos a los que la ciudad no ha llegado o de los que se ha retirado y que encarnan bien una representación física inmejorable del vacío absoluto, de la absoluta disponibilidad, a la manera del desierto del que me habla. Una pura intemperie, en la que uno se va encontrando, entre una  naturaleza desapacible, escombros, esqueletos de coches, casas en ruinas y los más inverosímiles objetos perdidos o abandonados.

¿Sabe? En esos territorios residuales no hay nada: ni pasado, ni futuro, nada que no sea el presente, hecho diagrama de quienes lo cruzan. Esas zonas no domesticadas y pasionales parecen conectarse entre si a través de senderos que han trazado los propios caminantes. Un artista, Robert Smithson, también encontró en esos espacios desolados y en descomposición, una fuente de inspiración y de lucidez. No sé si lo conoce. Su earthwork, “Passaic River”, de 1967, trata de una excursión a los alrededores marginales de su ciudad, Passaic, Nueva Jersey. A esa región disgregada, “panorama cero”, la llama no en vano non-site. La obra es una pieza interminable, hecha con los objetos obtenidos en el viaje, las fotografías, los vídeos, los mapas, las anotaciones del artista, pero también de quienes acudieron a su invitación de llevar a cabo idéntico desplazamiento a ese lugar sin lugar, para gozar de sus extraños monumentos.

No es por casualidad que el grupo Stalker haya hecho suyo el nombre que reciben los protagonistas de la novela de ciencia-ficción Picnic al borde del camino, de Arkadi Strugatski y Boris Strugatski, en la que luego se inspiró la película Stalker, de Andrej Tarkowsky, basada en la novela de Arkadi Strugatski y Boris Strugatski, Picnic al borde del camino. Hay una edición en Ediciones B. Se la recomiendo. La novela narra la historia de unos extraterrestres incomprensibles que aterrizan para hacer un picnic y que al partir dejan abandonados unos misteriosos desperdicios que convierten el lugar en un sitio portentoso y terrible, dotado de conciencia y al que se le debe temor y respeto. Los stalkers son precisamente personajes que se aventuran a penetrar en ese paraje en descomposición –la Zona– en que se encuentran desperdigados los misteriosos despojos, algunos de reputadas cualidades mágicas.

Idéntica percepción del descampado como metáfora de la ciudad absoluta o no-ciudad en Pier Paolo Pasolini, en esas comarcas sin nada a las que hacía jugar un papel tan importante en films drigidos –Accatone, Mamma Roma...– o guionizados –Las noches de Cabiria, de Fellini– por él. Por allí deambulaban personajes siempre extraños y ambiguos, generando caminos y atajos por los que tenían lugar todo tipo de actividades clandestinas, amores sórdidos o geniales y los crímenes más atroces, entre ellos –no se olvide– el suyo propio. El cuerpo de Pasolini apareció asesinado el 2 de noviembre de 1975, en un paraje abandonado a unas decenas de metros de la playa de Ostia, en un escenario idéntico al que él mismo había descrito en su novela  Una vida violenta.

Me encanta el parentesco que Abraham Moles propone entre el desierto y el laberinto, que es “un desierto en conserva”. Escribe: “El laberinto aparece como posibilidad de construir comprimidos de desierto, de meter el desierto en botes de conserva”. Lo tiene en Sicología del espacio (Ricardo Aguilera). El desierto es la expresión mayor y más abarcativa del no-lugar, umbral absoluto, sin referencias, espacio que sólo puede ser atravesado por quienes antes se han perdido en él. Espacio absoluto de los más absolutos naufragios, aquellos en los que –evocando un hermoso poema de León Felipe–  reside nuestra única posibilidad de dar alguna vez con alguno de esos tesoros que no están en el seno de un puerto, sino en el fondo del mar. El desierto es el espacio nomádico por excelencia, escenario en que es inconcebible nada parecido a la jerarquía, a la función, a la trascendencia, a la solemnidad, a lo orgánico, a lo consistente. 

El desierto es, en efecto, la metáfora perfecta para esa ciudad que es no-ciudad, puesto que de ella no se pudo haber partido y nunca será destino para nadie. Es sólo recorrido, deportación. Espacio vivo y vivido en que no vive nadie. De ahí que la no-ciudad emblemática sea París. Pero no la capital de Francia, sino una parcela vacía que un individuo desorientado y sin memoria, Travis, ha comprado en medio del desierto de Mojave, en la película de Wim Wenders París-Texas. Imagen perfecta de lo urbano, que no es sino la ciudad menos la arquitectura. Un desierto. Un mar de dunas asediando pirámides.


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