La fotografía es de Sergio Béjar |
Fragmento de la intervención en el ciclo de conferencias que acompañó el proyecto Barraca Barcelona, organizado por el FAD, y que comisariaron Daniel Cid y Josep Bohigas en Barcelona, en octubre de 2006
DONDE VIVIR
Manuel Delgado
Cada cual vive en su casa. Esa evidencia asume como natural
la evidencia de que lo que cada cual hace en su casa es ciertamente vivir, lo
que automáticamente permite inferior que lo que hace fuera no era vida. Habitar
se convertía así en sinónimo de vivir. No tener casa no es, desde
entonces, no tener vida privada, sino no tener vida, a secas. El techo del
hogar protege de este modo no de la intemperie física, sino también de otra
intemperie, aquella a la que se ve sometido el viandante, que es aquel del que
en el fondo no sabemos nada que no sea que ya ha salido, pero todavía
no ha entrado, ser del puro umbral, poseído por una liminaridad que hace de
él un ser desapacible y perdido que sólo es concebible como permanentemente
pendiente de volver a casa, es decir de reintegrarse a ese hogar que
damos por supuesto que le espera.
De ahí que resulte simbólicamente elocuente la figura del sin
techo, el homeless, aquel que se caracteriza por no tener casa fija,
sino por haber adoptado el espacio público como lo que este no podría bajo
ningún concepto ser: una cierta forma de hogar. Su imagen nos resume de manera
visible el drama de aquel que lo ha perdido todo, que no tiene punto fijo al
que volver y que, por ello, vive a tiempo completo la experiencia desubicada,
dislocada del peatón. Ese individuo vive en la calle, a diferencia del
resto de urbanitas, que en la calle podemos hacer cualquier cosa, menos vivir,
puesto que nuestra actividad en temblor se parece no a la muerte, pero sí a una
forma de limbo sin forma, sin marcas claras, sin certidumbres, un espacio
neutro parecido al que atraviesa el recien nacido o el moribundo, seres de la
frontera absoluta entre cualquier modalidad de dentro y de afuera.
El sin techo es aquel que lleva a las últimas consecuencias la naturaleza
nomádica del urbanita, tal y como lo denunciara Oswald Spengler. A la vez, es
quien lleva al extremo la condición que el espacio público se arroga de espacio
de y para los usos, puesto que le saca el máximo provecho a elementos del
mobiliario o a instalaciones que en principio sólo podrían ser empleadas de
paso.
La visiblidad del sin techo es, entonces, la del un
personaje absolutamente público, puesto que está en estado de permanente
exhibición. Resume la idea misma de marginación social, que se aplica a quienes
han sido expulsados de cualquier punto estable del orden social de posiciones.
Han perdido sus referentes primarios situados en el interior, y ya no
tienen un puesto laboral, ni un hogar. Borrados, dados de baja en la vida
social, su lugar es el no lugar y ocupan precisamente esos espacios que suelen
servir como ejemplos de ese sitio que es la negación misma del sitio: los
vestíbulos de las estaciones de tren o de metro, los bancos públicos, los
cajeros automáticos, los zaguanes, las antesalas de los comercios...
Ese ejército de sin techo lo conforman personas que han perdido
su empleo, alcohólicos, drogadictos, expresidiarios, desahuciados, ancianos,
enfermos mentales, inmigrantes, ancianos, pero cada vez más personas que han
sido desahuciados de sus hogares
"culpables" tan solo de ser pobres. Hombres, mujeres, niños, en
algunos casos familias anteras, que forman una forma específica de sociabilidad
paralela y subterránea. En extremo vulnerables, son acosados por la policía y
víctimas de todo tipo de ataques por parte de simples gamberros o de grupos que
asumen la tarea de “limpiar” la ciudad de lo que es percibido como un desecho,
un detritus humano que ha sido lanzado a la calle, como un mueble viejo o un
electrodoméstico inutilizado. El paralelo con el perro callejero se hace
inevitable, puesto que, como él, carece de hogar y se ve obligado a vagar por
las calles, viviendo de las sobras, sin el afecto que, como de algún modo
concebido para la vida domiciliaria, le correspondería.
Carecer de domicilio es entonces carecer de identidad
reconocible, verse convertido en un merodeador profesional que acaba deviniendo
parte del paisaje urbano de las grandes ciudades. Por descontando que no es un
fenómeno nuevo y la historia registra la presencia de vagabundos, mendigos y
“malentretenidos” siempre y en todos sitios. En las ciudades de los países
pobres, los sin techo son una población flotante cuyo número puede alcanzar los
cientos de miles. En las grandes urbes de los países ricos, en cambio,
constituyen una suerte de accidente, un exabrupto o pústula que desmiente la
condición plenamente integrada que presume su sociedad y la competencia del
sistema sociopolítico para garantizar el bienestar de todos, sin excepción.