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Conferencia pronunciada en el Colegio de
Arquitectos de Madrid, invitado por el Centro Social Comunitario
"Casino de la Reina", el 27 de febrero de 2016.
LA MUJER Y LOS DESCONOCIDOS
Manuel Delgado
La calle no puede siempre oponer eficazmente su vocación igualitaria a las
flagrantes asimetrías que las mujeres deben sufrir en el mercado de trabajo, en
el hogar, en la distribución de la justicia, en las jerarquizaciones políticas
o en el sistema educativo. Las potencialidades democráticas del espacio
público, como espacio de todos y para todos, no se han realizado, puesto que se
resienten de los lastres de un sistema global que se funda, por definición, en
la desigualdad en el acceso y el usufructo de los recursos sociales. Eso
implica que todas las segregaciones espaciales y guetizaciones basadas en la
desigualdad de clase o de etnia afectarán siempre más a las mujeres del
segmento excluido que a sus hombres. Las asimetrías reinantes en la sociedad no
pueden dejar de encontrar una inscripción topográfica, incluso en aquellos
escenarios en los que en principio deberían dominar las identidades abstractas
–ajenas en principio a la división sexual– en que se debería fundar la
convivencia democrática, esto es las de ciudadano
y usuario.
Ese marcaje espacial de las mujeres se traduce igualmente en un escamoteo
del derecho a disfrutar de las ventajas del anonimato y la individuación que
deberían presidir las relaciones entre desconocidos en espacios públicos. La
naturaleza neutral y mixta del espacio público es, no nos engañemos, mucho más
una declaración de principios que una realidad palpable, como también lo es la
promiscuidad relacional que se supone que en él rige. Paradójicamente, si se
quiere, en la calle esa misma mujer que vemos invisibilizada como sujeto social
sufre una hipervisibilización como objeto de la atención ajena. Las mujeres –o
ciertas mujeres consideradas codiciables por los hombres– son constantemente
víctimas de agresiones sexuales expresada en sus niveles más elementales –el
asalto con la mirada, la interpelación grosera bajo la forma de piropo. En la
calle, más que en otros sitios, las mujeres pueden descubrir hasta qué punto es
cierto lo que aprecia Pierre Bourdieu de que son seres ante todo percibidos,
puesto que existen fundamentalmente por y para la mirada de los demás lo que
cabe colocar en la misma base de la inseguridad a que se las condena.
Debe recordarse aquí que todo el entramado teórico interaccionista se
genera a partir del concepto, propuesto por G.H. Mead, de otro generalizado,
que da por supuesto que ese otro –u otra– con quien se negocia en cada
situación ha visto realizada la utopía de una consideración desafiliada de
cualquier contingencia que no sea la de la propia presencia física en tanto que
ser libre e igual que merece los mismos deberes y derechos de que nos creemos
depositarios.
Por descontando que ese principio de igualdad formal y reciprocidad que se
supone que rige institucional y universalmente las relaciones en público, y que
distribuye de manera equitativa respeto y dignidad, es una mera ilusión puesto
que las relaciones de opresión, discriminación y explotación que rigen las
relaciones sociales reales están presentes en cada situación concreta cara a
cara. Y dado que la
estructura social está presente en el núcleo mismo de toda interacción, para
las mujeres, sin discusión, el disimulo, las verdades a medias, las
renegociaciones y las retiradas a tiempo –condiciones previas consustanciales a
los encuentros efímeros– son mucho más difíciles, arriesgados y comprometidos
que para los hombres, que han recibido, desde su nacimiento, el derecho a la
aventura, esa expresión extrema de la capacidad autoorganizadora de la situación
pública. Para ellos los peligros de la negociación social son considerablemente
menores que para las mujeres, y menor también el precio a pagar por los
deslices y malentendidos que de manera constante generan las relaciones entre
desconocidos totales o relativos.