diumenge, 19 de gener del 2020

Mastodontes culturales

Paul Gehry ante el Guggenheim de Bilbao
Consideraciones para Paula Alejandro, estudiante de arquitectura en la Universitat de Girona.

MASTODONTES  CULTURALES
Manuel Delgado

Imposible entender la urbanización del capitalismo en los últimos tiempos, sin reconocer el papel icónico que en ellas han jugado el alzamiento de grandes instalaciones culturales, muchas veces en forma de clusters, conglomerados de instituciones de un mismo ámbito —en este caso el cultural—, ubicadas cerca unas de otras y que tienen establecido algún tipo de cooperación en orden a mejorar su competitividad. Este tipo de instalaciones  se ve rápidamente rodeado de residencias, comercios y lugares de ocio destinados de manera preferente a una llamada clase creativa, siempre vinculada a actividades que son tipificadas como culturales. El resultado final son barrios o distritos culturales, por los que pulula un público ávido de ocio y consumo "de nivel" y donde solo una minoría selecta de inquilinos y propietarios puede ir a vivir en un ambiente de bohemia cool e incluso rebozado de una suave capa de transgresión alternativa o de multiculturalismo dosificado. Imposible entender lo que es o se ha querido que fuera el barrio de Abando, en Bilbao, sin el lugar dominante sobre amplias parcelas de territorio urbano asignado al Guggenheim; o Lavapiés, en Madrid, sin el Centro de Arte Reina Sofía; o el Raval barcelonés sin el MACBA; etc.

La macroinstalación cultural se erige para maravillar con la osadía de sus formas. Está ahí para ofrecer el espectáculo de una grandeza que empequeñece su envoltorio social y morfológico; también para hacer insignificante lo que fuere que hubiera habido ahí antes de convertirse en el solar que vino a ocupar. Pero, además de eso, también está para intimidar y para amedrentar, porque no se antoja que nada pueda inquietar la grandiosidad de su presencia. Para ello esos mamuts culturales aseguran un perímetro de seguridad a su alrededor que ha de permanecer en todo momento controlado para garantizar el confort de asiduos y turistas, produciendo escenarios insípidos en los que no puede caber motivo alguno de  inquietud o de sorpresa.

La nueva valoración del espacio intervenido culturalmente está directamente asociada a la generación de espacios-negocio. El componente cultural es estratégico para la legitimación de grandes operaciones de reconversión de antiguos terrenos industriales, la colonización de lo que fueron terrains vagues o la revalorización de barrios antiguos previamente dejados degradar. Todas esas operaciones son luego puestas en manos de técnicas de marketing que están sirviendo para que las ciudades resulten atractivas a las grandes inversiones internacionales en sectores como el de las nuevas tecnologías, el turístico y, por descontado, el inmobiliario. Ahora bien, todas esas macroiniciativas de reordenación del territorio construido y su promoción escamotean su verdadero rostro en tanto que inversiones de capital y búsqueda de ganancias cuando aparecen exaltadas a un nivel superior de dignidad por la implantación de grandes polos de atracción simbólica, que transfiguran la materialidad de los intereses empresariales que hay tras ellas y acaban mostrándolos como concreción majestuosa de valores metafísicos.

Es eso lo que justifica ese requisito que parece exigir toda reforma urbanística importante —y sus consecuencias en forma de expulsión de vecinos y privatización del espacio— de incorporar esos grandes volúmenes "de autor" —un foster, un calatrava, un gehry...— destinados a albergar arte y cultura. Más allá de su función directa o indirecta ­­—generar dinero— la eficacia de los mastodónticos equipamientos culturales es de orden simbólico, lo que quiere decir que ejercen la virtud de imponerle sentidos al paisaje sobre el que literalmente se imponen, no solo por su altisonancia formal, sino porque impregnan su entorno con la verdad incontestable y poderosa que materializan y desprenden. Asumen una tarea, por decirlo así, mediúmica, puesto que nos hacen posible el contacto con instancias invisibles y trascendentes que, sin su presencia, nos serían del todo inaccesibles.

Se cumple así la lúcida apreciación de Adorno: "La cultura no puede divinizarse más que en cuanto neutralizada y cosificada" (Crítica cultural y sociedad, Sarpe). Magno espectáculo de la cultura, que parece capaz de hacer hoy el prodigio de convertir en ídolo cuanto muestra, que enaltece lo que antes ha sustraído a la vida, que convierte ese saber y esa belleza secuestrados en lo que son hoy: al mismo tiempo, un sacramento y una mercancía.




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