dimarts, 21 de juny del 2022

Sociología del petardo

La foto es de Rober Solsona

En agosto de 1989 se produjo un accidente pirotécnico en San Juan, en Alicante, que produjo ocho muertos. Un coche cargado de cohetería para una boda estalló en el aparcamiento de un hipermercado. A raíz de aquel suceso publiqué este artículo en El Periódico de Catalunya, el 30 de agosto de 1989.

SOCIOLOGÍA DEL PETARDO
Manuel Delgado

¿Para qué sirven las fiestas? Porque para algo servirán cuando no se conoce sociedad humana alguna que no se haya dotado de ellas. Hay varias respuestas: afirmación de la identidad colectiva, ruptura de la vida cotidiana, catarsis liberadora, signo de puntuación en el calendario, forma de ritmar el tiempo individual y colectivo, etcétera.

Pero hay una función importantísima que la fiesta cumple en toda sociedad: la de evocar la fundación del mundo social, es decir, el episodio extraordinario con el que el orden social vigente quedó instaurado. Para ello, la colectividad escenifica lo que había antes del cosmos creado: el caos creador. Ésta es la causa por la que todas las fiestas incluyen momentos dominados por el desenfreno, el exceso…, en los que se consumen sustancias euforizantes - en nuestro caso, bebidas alcohólicas-, se relaja el comportamiento sexual y, completando esta puesta en escena de lo infernal, se registra un fuerte protagonismo del fuego y del ruido.

Estos dos últimos ingredientes, universales en los hábitos festivos de la humanidad a lo largo de toda su historia, son aportados en numerosas culturas y desde hace siglos por la pólvora. Un ejemplo, en cuanto a intensidad y exuberancia, lo tenemos en nuestro litoral mediterráneo, donde se encuentra generalizada la utilización de derivados pirotécnicos para fines rituales. La pólvora es empleada para enfatizar lo que la frase caótica de la fiesta debe tener de imperio del estruendo y de lo apocalíptico, pues es la destrucción misma de la sociedad lo que está siendo ilustrado. Se tolera entonces que, en el pequeño periodo de dominio que se les concede antes de ser derrotadas, las fuerzas antisociales ejerzan una suerte de terrorismo basado en lo que podríamos llamar agresión petardesca.

En nuestro caso, este tipo de ataques de violencia controlada pueden ser ejercidos por alegorías del enemigo externo –moros, demonios, dragones u otros monstruos- o, de forma preferente, por grupos precariamente integrados bajo el control social –los niños y los jóvenes- sobre todo.

Lo que se produce entonces es un auténtico simulacro de insurrección armada por parte de elementos que se suponen desafectos a las reglas sociales comúnmente aceptadas. Lo que no es una exageración si se recuerda que las industrias bélica y pirotécnica han evolucionado paralela e inseparablemente. El uso que los abertzales le están dando últimamente a los cohetes de feria y la afición de nuestros independentistas locales a correfocs y exhibiciones de dracs i diables son pruebas cercanas de ese valor sucedáneo del petardo.

Pero en realidad todo esto no es más que una trampa y un engaño. De hecho, esa rebelión que el petardismo expresa sólo puede producirse dentro del espacio físico y temporal que la colectividad le asigna. Es más, en la práctica ese espacio existe precisamente para que se produzcan en él los falsos disturbios, bajo la vigilancia y con el beneplácito del poder social. Como si de una vacuna se tratase, la sociedad se autoinyecta una dosis controlada de desorden, precisamente para protegerse contra sus efectos y prevenirlos. En ese sentido, las fiestas son siempre, al final, en exaltación del orden establecido: las fuerzas del día acaban por reinstaurar su dominio, las normas sociales quedan restablecidas y la amenaza subversiva es obligada a exiliarse o a volver al redil.

Pero todo esto implica ciertos problemas. En primer lugar, de competencias con el Estado, a quien, por el monopolio que ejerce sobre la violencia y el orden público, le resulta difícil asumir la ocupación tumultuosa e indisciplinada de la calle, y menos por gentes que, por si fuera poco, se dedican a manipular material explosivo o a ir por ahí ostentando y haciendo uso de armas de fuego.

Otra cuestión importante que ha cobrado estos días trágica actualidad es la de lo que estas ostentaciones festivas tienen de riesgo cierto para las personas y cuáles deben de ser los límites legales de su ejercicio. Participar en este país en una celebración tradicional suele implicar jugarse de algún modo el físico. La solución del tema se plantea entonces en algún punto intermedio entre dos opciones extremas: de un lado, la de que el Estado ejerza al máximo su vocación de control más o menos paternalista y acabe por prohibirlo todo, y, por el otro, la de que se permita a la sociedad pagar el precio que crea preciso, en vidas o miembros para satisfacer la necesidad inconsciente que la impulsa a estas fiestas como mínimo una vez al año.

Lo que no está justificado es decir que esa apoteosis del petardo sea el fruto de un capricho o de una estúpida irracionalidad. Ese estrépito que llena calles y plazas en esos días sagrados que son las fiestas es uno de los pocos tonos de voz mediante los cuales la sociedad puede pronunciar la grandiosidad y el delirio de su propia muerte y resurrección.



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