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Nota para Esther Fabregat, estudiante del Máster en Antropología y Etnografía de la UB
LO SOCIAL COMO AGUJERO NEGRO
Manuel Delgado
Creo sinceramente que debes seguir en la línea que adivinabas la otra tarde. Tenías razón. Es como si aún estuviera todo por hacer. La vida humana presenta todavía un inmenso continente apenas explorado que conforma toda esa profusión poco menos que infinita de residuos que deja tras de sí la vida social antes de cristalizar y convertirse en no importa qué. La labor de la incongruencia, todo lo inconstante, lo que oscila negándose a quedar fijado. Todo lo imprevisto y lo imprevisible. No hay una historia, ni una sociología, ni una geografía de lo irrelevante, de lo sobrante luego de haber acotado debidamente objetos de conocimientos sumisos al método, obedientes al discurso, dóciles al lenguaje.
Es lo que te decía.
Alguien, alguna vez, debería consagrarse a recoger todos los descartes
etnográficos –el equivalente de lo que Foucault llama los descartes enunciativos
en cualquier campo del saber–, todo lo que no cupo en los informes finales;
todo lo que, aun estando ahí, no se pudo o no se quiso tomar en cuenta. Cabría
preguntarse acerca de cuál es el lugar que asignamos al azar en nuestros
análisis, y hasta qué punto su irrupción no nos obligaría a cuestionarnos las
premisas desde las que partimos a la hora de elaborar teoría o de desarrollar
nuestro trabajo de campo. ¿Qué supondría la toma en consideración del lugar de
la ambivalencia en las expresiones concretas de un orden social de pronto
inordenado, la puesta en temblor de esos axiomas teóricos y metodológicos que
nos permiten reducir la complejidad de lo real? ¿Y si reconociésemos el papel
que juega en las relaciones humanas la indeterminación, la disolución que las
prácticas le imponen a las pautas culturales más presuntamente sólidas?
Se antoja que esa
pérdida masiva de información –lo que se resistió, en su día, a darle la razón
a nuestras hipótesis, todo lo que estuvo a punto de desmentir la infalibilidad
de nuestros diseños formales de investigación o simplemente lo equívoco de
ciertas informaciones– resulta especialmente abundante en marcos definidos por
una intensificación al máximo de la complejidad. Por ejemplo, y volvemos a
nuestro asunto, lo urbano, con su crónica tendencia a la saturación perceptual,
con su aspecto estocástico y en perpetuo estado de alteración. La sociología y
la antropología clásicas se han centrado en las estructuras estables, en los
órdenes mas firmes y en los procesos positivos, siempre en busca de lo
determinado y sus determinantes. No ha habido lugar para lo pequeño, lo
“insignificante”, las migajas de lo social.
La cuestión, en
cualquier caso, ha sido siempre la misma. ¿Cómo superar la perplejidad que
despierta ese puro acontecer que traspasa y constituye eso que estamos llamando
lo urbano o moderno? ¿Cómo captar y plasmar luego las formalidades sociales
inéditas, las improvisaciones sobrevenidas, las reglas o códigos
reinterpretados de una forma inagotablemente creativa, el amontonamiento de
acontecimientos, previsibles unos, improbables los otros? ¿Cómo sacar a flote
las lógicas implícitas que se agazapan bajo tal confusión, modelándola? Son
esos asuntos los que han hecho el abordaje de la sociedad pública una de las
cuestiones que más problemas ha planteado a las ciencias sociales, que han
encontrado en ese ámbito uno de esos típicos desequilibrios entre modelos explicativos
idealizados y nuestra competencia real a la hora de representar –léase reducir–
determinadas parcelas de la vida social, sobre todo aquellas en que, como es el
caso de la actividad social que vemos desarrollarse en las aceras de cualquier
ciudad, pueden detectarse altos niveles de complejidad lejos del equilibrio.
En cambio, ello no
debería querer decir que no es posible llevar a cabo observaciones, ni elaborar
hipótesis plausibles que atribuyan a lo observado una estructura, ni tampoco
que no sea viable seguir los pasos que nos permitirían actuar como científicos
sociales en condiciones de formular proposiciones descriptivas, relativas a
acontecimientos que tienen lugar en un tiempo y un espacio determinados, y, a
partir de ellas, generalizaciones tanto empíricas como teóricas que nos llevan
a constatar –directa e indirectamente, en cada caso– la existencia de series de
fenómenos asociados entre sí. Lo que tenemos, y tú intuyes, es que son
particularmente agudos los problemas suscitados a la hora de identificar,
definir, clasificar, describir, comparar y analizar una especie de hechos
sociales. Ante eso, las
proposiciones y las generalizaciones deben ser mucho más modestas y
provisionales, pero no como consecuencia de lo que las tradiciones idealistas
han sostenido como una singularidad de la naturaleza humana, sino porque las
organizaciones sociales cuya lógica deberíamos establecer están sometidas a
sacudidas constantes y presentan una formidable tendencia a la fractalidad.
Curiosamente, esa
condición alterada de la vida urbana –que confirma radicalmente la apertura a
lo impredecible de las conductas sociales humanas en general–, lejos de
apartarnos del modelo que nos prestan las ciencias llamadas naturales, hace
todavía más pertinente la adopción de paradigmas heurísticos a ellas asociados,
sobre todo a partir de la atención que los estudiosos de los sistemas activos
en general han venido prestando a las dinámicas disipativas presentes en la
naturaleza. De ahí el interés que debe merecerlo lo que los teóricos de los
sistema complejos —el caos— nos pueden enseñar, aunque sea como metáforas.
Son esas disciplinas
las que han percibido la importancia de atender y adaptarse a unidades de
análisis que, como las sociedades humanas en momentos de tránsito o umbral, las
que nos interesan, tienden a conducirse de manera discontinua, acentral. En la
calle, en efecto, siempre pasan cosas, y cada una de esas cosas equivale
a un accidente que desmiente –a veces irrevocablemente– la univocidad de
cualquier forma de convivencia humana, cuando su fragilidad aparece más
evidente que de común. A merced de una exuberancia informativa poco menos que
ilimitada y a la incansable tarea de zapa de los continuos avatares, esa complejidad
acelerada de la comunicación que conoce la actividad en las calles se comporta
como un atractor/imán que está siempre a punto de convertir lo social en un
auténtico agujero negro. Esa debe ser tu conclusión, no porque te lo diga yo,
sino porque era esa a la que llegabas la otra tarde.