diumenge, 17 de novembre del 2013

Una crítica de Alberto López Bargados a propósito de lo nuevo y lo viejo en las movilizaciones sociales, hoy

La foto es de Yanidel y está tomada de yanidel.net/
De una tiempo a esta parte, ya sea en sus alegatos contra el ciudadanismo, en su deconstrucción de la noción de espacio público o, como ahora, en su ataque al concepto spinoziano de multitud y sus actuales correlatos, Manuel Delgado ha situado la irrupción de formas contemporáneas de subjetividad, en particular en el campo político, en el primer plano de una crítica sistemática y, como acostumbra a ocurrir en su caso, estupendamente sostenida. Como quiera que se trata de un problema -siento la tentación de emplear el término problematización- que también me interesa, me gustaría simplemente adjuntar algunas reflexiones que, espero, señalen algunos de los puntos débiles que encuentro en la argumentación de Delgado.

En síntesis, la descripción que Delgado hace del campo político contemporáneo aparece presidida por la pujanza, el regreso en realidad, de formas de subjetividad que parecían haber sido derrotadas, pero cuyo renacimiento es responsable de la germinación de una nueva morfología de los movimientos sociales que se remonta a Seattle -aunque, como él mismo dice, remita sus fuentes al contexto de la contracultura norteamericana de la década de 1960 y a la implosión burguesa de 1968. Esa subjetividad domesticada, plegada sobre sí misma e incapaz del sacrificio y sacramento que supone su disolución -por bien que efímera- en la masa para cristalizar así el cuerpo social y desencadenar una fuerza telúrica impredecible, ha adquirido protagonismo precisamente porque su emergencia guarda coherencia con la hegemonía económica, simbólica e intelectual lograda por el paradigma liberal, bajo cuya égida habría crecido. Esas multitudes teorizadas por los herederos del operaismo italiano no serían en realidad sino mónadas autónomas inmersas en una trabajosa búsqueda de consensos, sujetos agraviados pero inermes ante el propio campo político que los constituye como tales, al mismo tiempo hijos y víctimas de la pospolítica. En una palabra, el 15M. 


Curiosamente, en este terreno, Delgado parece abandonar su condición de antropólogo y renunciar a la capacidad explicativa de una realidad descrita que es siempre -como no podía ser de otra manera- fruto de un proceso histórico para abonarse a una suerte de crítica escolástica que tiene algo de melancólica. Efectuando un diagnóstico que muchos podríamos considerar certero, y que se remite, al menos tácitamente, a las transformaciones operadas en las últimas décadas sobre las fuerzas productivas -el advenimiento del capitalismo tardío, la emergencia del precariado, etc.-, Delgado reduce a ese plano su voluntad de etnografiar una realidad dada para centrarse en adelante en lo que parece ser su objetivo, esto es, una crítica severa a las formas de movilización contemporáneas, acometidas por liberales malgré eux, cuyo pecado queda al menos minimizado por el hecho de que lo perpetran en la feliz inconsciencia de quienes son simples marionetas de las fuerzas de la historia, meros ejecutores de un orden que les sobrepasa. De los impulsores del movimiento antiglobalización y de las nuevas gramáticas de la movilización, a Delgado parece interesarle mucho más su condición de signos que de actores, por lo que se limita a trazar las reglas lógicas de esa gramática, las correspondencias paradigmáticas entre Spinoza, Hegel o Negri -por no poner sino un ejemplo de la brillante arquitectura intelectual que edifica-, olvidando con ello que su emergencia no es únicamente una excrecencia espontánea auspiciada por el capitalismo global, sino también la opción reflexiva tomada por quienes habían experimentado el agotamiento y los callejones sin salida de un modelo de movilización abocado una y otra vez al fracaso. 


Para Delgado, que adopta en este punto una actitud, digamos, estructuralista, las ideas parecen sólo bastarse a sí mismas, empeñadas en tejer fascinantes juegos de oposiciones a lo largo del tiempo, pero sin diálogo alguno con una realidad engañosa que deben juzgar innecesaria. Porque aquí las cosas parecen resumirse en el rango que demos a esas ideas, y en la autonomía que les concedamos ante los acontecimientos que las contrapuntean. Si el renacido advenimiento del sujeto como actor político de primer orden no puede ser más que una coartada liberal para imponer determinadas reglas sobre el terreno de juego sin poner en riesgo el sentido mismo del campo, también podríamos decir por lo mismo que toda apelación a la masa como sujeto revolucionario guarda dentro de sí un alma totalitaria que se debate por aflorar en cuanto las condiciones del ejercicio del poder se lo permitan. Si la nueva subjetividad política es liberal porque en el fondo toda subjetividad lo es, sólo conviene recordar que Gabriel Tarde o Gustave Le Bon, primeros promotores de la categoría sociológica de "masa", no eran precisamente filántropos abnegados en la defensa de los derechos del pueblo.

Si practicáramos una etnografía menos prisionera de esa apología dadaísta de lo telúrico que acaba por reducir lo social a la fuerza proteica e incontenible de la masa, podríamos comprender que esa nueva subjetividad política antagonista tiene su propia historia interior, y que ésta refleja las experiencias de una tradición que, si desconfía de las virtudes movilizadoras de la masa, es porque ha sufrido en incontables ocasiones el peso de su bota sobre el cuello. Si la subjetividad ha irrumpido en el campo político del antagonismo, y eso es absolutamente necesario recordarlo para no caer en las trampas retóricas del pensamiento autorreferencial, para escapar a la angustia de las influencias, se ha debido al desastre provocado por la experiencia totalitaria de la Europa de entreguerras y por los regímenes burocráticos -y no menos totalitarios- del llamado "socialismo real". Ha irrumpido en escena igualmente tras las amarguras saboreadas en la lucha guerrillera de Sudamérica en las décadas de 1950 y 1960, y no es casual que se aluda en muchas ocasiones a la emergencia del EZLN y en general del movimiento zapatista a la hora de encontrar un referente ineludible para la comprensión de esa nueva morfología política de la resistencia. Y ha irrumpido, en fin, como depositaria de una larga, fecunda y diversa herencia legada por el anarquismo europeo, corriente de acción política que, entre otras cosas, prestó gran atención a la cuestión de la alienación -problema, por cierto, que interesó, y mucho, al joven Marx- y la conciencia enajenada, así como al cultivo personal de una moral nueva y revolucionaria.


Tal vez, todo pasa por reconocer el empeño de los actores sociales por ser dueños de su propia historia, un empeño tenaz que se mueve por un campo lleno de minas, pero también un empeño que se niega a disolverse en el puro solipsismo del yo, opuesto a esa única alternativa que sería la redención efímera de las masas. Si los llamados "movimientos antiglobalización" y sus recientes corolarios son hijos de su tiempo, bien haremos en observar con atención su dinámica interior en relación con el horizonte coetáneo de formas de gobernabilidad en el que emergen, sin apelar, para proceder a su juicio, precisamente a aquellos programas de acción social cuya crisis pasada los ha investido de sentido y esperanza.



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