dijous, 15 d’abril del 2021

Espacio público: idealismo y verdad

La foto procede de flickr.com/photos/cubagallery/

Final de la intervención en el Congreso Internacional de Arquitectura y Diseño Arquine, México DF, 11-12 de marzo de 2013, al que acudí invitado por los arquitectos Miquel Adrià y Andrea Griborio.

ESPACIO PÚBLICO: IDEALISMO Y VERDAD
Manuel Delgado

A la materialización del espacio público teórico se le asigna la tarea estratégica de ser el lugar en que los sistemas nominalmente democráticos ven o deberían ver confirmada su falsa verdad igualitaria, el terreno en que se ejercen los derechos de expresión y reunión como formas de control sobre los poderes y desde el que esos poderes pueden ser cuestionados. Lo que antes era tan solo una calle o una plaza son obligados ahora a convertirse a toda costa en lo que se supone que deben ser: ámbitos en que reina una ininterrumpida y generalizada negociación de todos con todos, a cargo de seres humanos que han alcanzado el derecho al anonimato y que juegan con los diferentes grados de la aproximación y el distanciamiento, pero siempre sobre la base de la libertad formal y la igualdad de derechos, todo ello en una esfera de la que todos pueden apropiarse, pero que no pueden reclamar como propiedad; marco físico oficial de lo político como campo de encuentro transpersonal y región sometida a leyes que deberían ser garantía para la equidad. En otras palabras: lugar para le mediación entre sociedad y Estado –lo que equivale a decir entre sociabilidad y ciudadanía–, organizado para que en él puedan cobrar vida los principios democráticos que hacen posible el libre flujo de iniciativas, juicios e ideas.

Todo ello no es ajeno a que la incorporación en las tres últimas décadas –y no mucho más allá– del concepto de espacio público al discurso teórico y la práctica profesional de urbanistas y arquitectos haya implicado una suerte de solapamiento o confusión entre el espacio público hiperconcreto que son la calle y la plaza como quintaesencias del espacio social, y el espacio público metafísico provisto por la filosofía política, asociado al proyecto republicano de sociedad civil. La realización de esa síntesis es una misión asignada por los detentadores del espacio público legal –la administración política y las elites cuyos intereses económicos y de legitimación simbólica ejecuta– en orden a elevar el tono moral de los territorios urbanos de su propiedad, crecientemente puestos a la venta como suelo o como paisaje. Todo ello enmarcado en las grandes dinámicas de gentrificación, terciarización y tematización que han vivido las ciudades contemporáneas, procesos cuyo arranque coincide precisamente con la irrupción con fuerza de la noción de espacio público tanto en los discursos políticos oficiales sobre el hecho urbano como en los dialectos técnicos con los que urbanistas  y arquitectos  han acompañado sus intervenciones sobre huecos urbanos en las últimas tres o a la sumo cuatro décadas.

En resumen. El diseño de ciudades desde la arquitectura y el urbanismo ha recibido de las autoridades y las minorías dirigentes el encargo de caracterizar, diferenciar y calificar formalmente los mismos territorios sobre los que ellas actuaban pedagógica, jurídica y, en última instancia, policialmente. Su tarea ha sido la asignar y distribuir plusvalías simbólicas, una serie de valores de alguna manera superiores a los espacios urbanos, rescatándolos de su opacidad crónica, redimiéndolos de lo tenían de paradójico, contradictorio, fragmentario… Objetivo: convertir lo que era –la maraña gestionada desde dentro de aconteceres que conoce la calle– en lo que debía ser, esto es la sustantivización espacial de los ideales del igualitarismo democrático oficial. Consecuencia al fin de la percepción de que ese espacio público como marco de y para lo social no como estructura, sino como proceso permanente e inacabado de estructuración, es justo casi lo contrario del espacio público al que se refiere la ilusión ciudadanista, que no puede ser más que una quimera que nadie ha visto ni verá jamás en realidad, sueño imposible de una clase media universal que desearía vivir en un mundo todo él hecho de consensos negociados y de intercambios comunicacionales puros entre seres libres, iguales y responsables, un mundo sin desasosiegos, sin sobresaltos, sin luchas.

El espacio público que está y siempre ha estado ahí afuera –la calle, la plaza– no es el mero resultado de una determinada morfología, sino ante todo de una articulación de cualidades sensibles que resultan de las operaciones prácticas y las esquematizaciones tempo-espaciales en vivo que procuran sus usuarios. En ese espacio el conflicto es un ingrediente casi consustancial. Es más: vive de él, se alimenta de lo mismo que no deja nunca de alterarlo. En el idealismo del espacio público que manejan las retóricas filosófico-políticas –y al que remiten la mayoría de intervenciones sobre la ciudad a cargo de profesionales— el conflicto es inconcebible, puesto que ese espacio público en que sueñan, sobre el que legislan y que planifican, existe para negar y mostrar como monstruosa su mera insinuación. En él sólo caben aquellos que estén en condiciones de confirmar la ficción de un terreno neutral en el que segmentos sociales con identidades e intereses incompatibles han decretado una tregua indefinida en sus antagonismos.

Por supuesto que, en ese contexto, las operaciones proyectuales destinadas a generar “espacios públicos de calidad” no hacen sino brindar un nuevo vehículo de expresión y actuación a la antigua agorafobia de los poderes, siempre ávidos por domeñar lo urbano como máquina azarosa e imprevisible, verdad palpable siempre predispuesta al desacato, nunca plenamente gobernable. Se sabe que una ciudad sólo puede ser puesta a la venta si se ha sido capaz de pacificarla antes, de demostrar que está dispuesta a someterse y obedecer. Para ello ha sido dispuesto ese nuevo artefacto categorial que es el “espacio público”, del que políticos y filósofos brindan la ideología y al servicio del cual, en orden a su reificación física como lugar, los diseñadores de ciudad conciben formas, imponen jerarquías, distribuyen significados, determinan o creen determinar usos. Pero, indiferente a teorías, planos y planes, a ras de suelo, afuera, mientras tanto, nada puede impedir que continúen multiplicándose los trasiegos y entrecruzamientos infinitos de cuerpos y miradas, el merodeo de las multitudes, la amenaza de lo inconstante.


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