Una de las doce ilustraciones de Joseph Highmore para la primera edición de la Pamela de Richardson |
Fragmento de la conferencia “Tauromaquia y
castidad en la literatura puritana inglesa del XVIII”, pronunciada en el
simposio Toros y razón, celebrado en el Centro de Investigaciones Ángel
Ganivet de Granada en mayo de 1992, invitado por su director José Antonio
González Alcantud. El texto fue
luego publicado con el título La pasión administrada, en la revista Fundamentos de Antropología, Granada, 3 (1993), pp. 58-68
EL TORERO COMO HEROINA
SEXUAL PURITANA
Manuel Delgado
Se antoja duro de
aceptar que la génesis ideológica del toreo -visto siempre como una metáfora de
la seducción de lo masculino con fines racionalizadores -en la noción
calvinista de la femineidad, y podría ser contemplada mi conjetura como una
cabriola más o menos ingeniosa, pero en exceso temeraria. Pero, lo cierto es
que la idea de que la mujer es una entidad de cuya virtud y habilidad depende
la redención amorosa de un toro furioso y sediento de satisfacciones
instintuales no hay que buscarla en ningun tratadista español de moral o de
toros, puesto que se encuentra inequívocamente explicitada en acaso la obra más
emblemática de la ideología sexual puritana, y también acaso la más leída a lo
largo del siglo XVIII. Aludo, como se habrá podido adivinar, a Pamela o la virtud recompensada, la
famosa obra de Samuel Richardson (Planeta), publicada por primera vez en 1741 y
que se considera la expresión más notable del género sentimental que tanto
ascendente educativo tuvo en su época. A hacer notar que Gil Calvo también
hubiera podido encontrar su modelo explicativo -absolutamente compatible con
el que aquí esbozo, por lo demás- en ese mismo marco de la literatura burguesa
de la Inglaterra del XVIII, en particular en la no menos popular novela del whig Defoe Robinson Crusoe. En efecto, el torero no deja de ser un “robinson”
que, a solas frente a las dificultades, consigue salir adelante con éxito a
partir de la inteligente administración de sus propios recursos, dominando a
una naturaleza rebelde y hostil que en su caso está representada por el toro,
para lo que cuenta con la ayuda de eos “Viernes” que son sus auxiliares en la
lidia.
Volviendo al desarrollo
de nuestra sugerencia de puesta en paralelo entre Pamela y el personaje del matador, no se pierda de vista que la
noción de que el masculino era el más instintualmente vulnerable de los sexos y
que la mujer debía reconducir y administrar sus impulsos desordenados nace en
la Inglaterra del XVII y se puede considerar ya como ampliamente aceptada por
amplias capas sociales europeas al siguiente siglo. En contra de lo que se
supone, no fue Francia sino la Inglaterra puritana la que representó la
potencia intelectualmente hegemónica y motora en el XVIII, y fue allí dónde se
produjo preferentemente y dónde se aceleró la gran revolución sexual puritana
cuyos efectos en el comportamiento amatorio alcanzan, ya de forma generalizada
y exenta de cuestionamiento, hasta el momento actual. No se olvide que el
asunto al que aquí estamos otorgando un lugar preferente, el de las relaciones
entre amor y matrimonio, en el sentido de la unión conyugal como asociación
monógama basada en los sentimientos mutuos, es proclamado por primera vez en
Inglaterra ya finales del XVI, con expresiones tan sobresalientes como la del
propio teatro de Shakespeare. Y lo mismo podría decirse de la idea de que el
enamoramiento permite que se lleve a cabo legítimamente la experiencia de la
relación carnal entre los amantes. Desde Inglaterra, esta nueva moral acerca de
las pasiones amorosas llega a trastocar paulatinamente las ideas al respecto en
toda Europa, y lo hace en el siglo XVIII sobre todo por medio de una literatura
fuertemente centrada en los temas del sentimiento y la virtud femenina como
factores estratégicos de culturización y desnaturalización.
El autor más destacado
de ese ambiente revolucionario es Samuel Richardson, del que Hauser resaltaba
su mérito en haberse constituido en el más mediocre de los escritores de máxima
influencia. En concreto, Arnold Hauser dice: “Nunca un artista de tal
mediocridad ha ejercido una influencia tan profunda y duradera: en otras
palabras, la significación histórica de un artista nunca ha tenido motivos tan
completamente ajenos a su propio genio artístico (Historia social de la literatura y el arte, Guadarrama, vol. II).
Richardson encarnó de forma inmejorable el espíritu de aquel público burgués
tan determinado por las versiones de Bullinger y Beza de la Biblia, que ahora
se agrupaba en las distintas denominaciones en que se había fragmentado el
calvinismo inglés. Sus obras, abundantemente recomendadas por los predicadores,
no eran más que novelitas ejemplarizantes, hechas de sentimientos y
subjetividades más bien vulgares, a la manera de sus herederos, las novelas
rosas o -¿por qué no?- los culebrones televisivos actuales, pero que se
encuentran en la base misma de repuritanización general de la sociedad inglesa
que se completa a finales del XVIII, lo que se debe relacionar con la
indisimulada vocación didáctica de su confección.
Pamela es, sin
duda, el exponente más claro de este preromanticismo inglés que tanto influyera
en Goethe o Rousseau, y es por medio de esta obra que Inglaterra confía a los
continentales los nuevos conceptos, por mucho que los detalles hogareños se
divulguen más atenuadamente. En la novela de Richardson el problema del mutual love pasa al centro de la
literatura, como ocurre también con la figura de la mujer suave y delicada que
encuentra su plenitud humana en el matrimonio, al que accede, por encima de las
diferencias sociales de su amado, gracias al estímulo de la libidinosidad
masculina y el simultáneo autocultivo de la virtud femenina. Pamela es, por otra parte, la apoteosis
de la profesionalización de la mujer en tanto que tal, esto es de la idea de
que la mujer podía alcanzar modalidades de éxito -básicamente entonces en el
campo del amor y el matrimonio- a partir de su pureza y que la decencia era un
medio para un fin. Mi tesis, como recordará quien la conozca, era la de que
precisamente era ese el juego relacional que imponía el torero al toro, una
idea que ya estaba recobida de algún modo en las prácticas galantes del rococó
español, como aquel célebre baile, la “contradanza del marido”, en la que los
hombres debían irrumpir violentamente en la sala imitando la acometida de los
toros en la plaza contra las damas. Véase la referencia que hace a esta danza Carmen
Martín Gaite en su Usos amorosos del
dieciocho en España (Anagrama).
Pero lo que la lectura
de Pamela pone de manifiesto es que
ese símil no era en realidad mío sino que podemos encontrarlo nada más y nada
menos que centrando uno de los momentos claves de la obra de Richardson, y el
exponente más claro del éxito ideológico de la moral amorosa de extracción
calvinista en toda Europa.
En efecto, y muy
resumidamente, Pamela es la joven sirvienta que es asediada sexualmente por su
patrón, Mr. B., que se ha enamorado perdidamente de ella y que la dese con
todas sus fuerzas. Después de intentar seducirla, disuadirla para que sea su
amante, incluso de intentar violarla, comprende que la única forma de hacerla
suya es proponerle matrimonio, a lo que la chica, naturalmente, accede. Al
final, la “virtud” de Pamela y su capacidad para sortear y rentabilizar las acometidas
de su pretendiente acaban por llevarla a alcanzar su objetivo : casarse
con Mr. B. Se puede reconocer aquí, en la virginidad que Pamela utiliza a la
manera del “bien escaso” de la mentalidad capitalista, la misma red de
atracciones y quiebros que el torero despliega en su lidia. Esto es algo que
Richardson, de algún modo, “sabe”, como lo demuestra el que, para subrayar y
amplificar literariamente el peligro que representa la masculinidad no
controlada de Mr. B., emplée la alegoría de un encuentro de Pamela con un toro
escondido en una de las propiedades del dueño del lugar -B.-, del que se dice
que “ya ha atacado a la pobre cocinera”. En primer lugar, Pamela -que explicita
su convicción de que el toro representa las ansias de Mr. B. por poseerla sexualmente-
intenta huir, pero finalmente opta por mantener la serenidad y enfrentarse al
animal. Es entonces cuando se da cuenta de que no era más que “una pobre vaca”
a la que resulta bien fácil someter. Lo que, por cierto, se adecúa a la
perfección a la tesis de Julian Pitt-Rivers, acerca del proceso de cambio de
sexo a que el ritual de la corrida somete al toro hasta convertirlo, en efecto,
en una “inofensiva vaca” (“El sacrificio del toro”, Revista de Occidente, 36 (mayo 1984), pp. 27-49).