dissabte, 15 de juny del 2024

El torero como heroína sexual puritana


Una de las doce ilustraciones de Joseph Highmore para la primera edición de la Pamela de Richardson

Fragmento de la conferencia “Tauromaquia y castidad en la literatura puritana inglesa del XVIII”, pronunciada en el simposio Toros y razón, celebrado en el Centro de Investigaciones Ángel Ganivet de Granada en mayo de 1992, invitado por su director José Antonio González Alcantud.  El texto fue luego publicado con el título La pasión administrada,  en la revista Fundamentos de Antropología, Granada, 3 (1993), pp. 58-68

EL TORERO COMO HEROINA SEXUAL PURITANA
Manuel Delgado

Se antoja duro de aceptar que la génesis ideológica del toreo -visto siempre como una metáfora de la seducción de lo masculino con fines racionalizadores -en la noción calvinista de la femineidad, y podría ser contemplada mi conjetura como una cabriola más o menos ingeniosa, pero en exceso temeraria. Pero, lo cierto es que la idea de que la mujer es una entidad de cuya virtud y habilidad depende la redención amorosa de un toro furioso y sediento de satisfacciones instintuales no hay que buscarla en ningun tratadista español de moral o de toros, puesto que se encuentra inequívocamente explicitada en acaso la obra más emblemática de la ideología sexual puritana, y también acaso la más leída a lo largo del siglo XVIII. Aludo, como se habrá podido adivinar, a Pamela o la virtud recompensada, la famosa obra de Samuel Richardson (Planeta), publicada por primera vez en 1741 y que se considera la expresión más notable del género sentimental que tanto ascendente educativo tuvo en su época. A hacer notar que Gil Calvo también hubiera podido encontrar su modelo explicativo -absolutamente compatible con el que aquí esbozo, por lo demás- en ese mismo marco de la literatura burguesa de la Inglaterra del XVIII, en particular en la no menos popular novela del whig Defoe Robinson Crusoe. En efecto, el torero no deja de ser un “robinson” que, a solas frente a las dificultades, consigue salir adelante con éxito a partir de la inteligente administración de sus propios recursos, dominando a una naturaleza rebelde y hostil que en su caso está representada por el toro, para lo que cuenta con la ayuda de eos “Viernes” que son sus auxiliares en la lidia.

Volviendo al desarrollo de nuestra sugerencia de puesta en paralelo entre Pamela y el personaje del matador, no se pierda de vista que la noción de que el masculino era el más instintualmente vulnerable de los sexos y que la mujer debía reconducir y administrar sus impulsos desordenados nace en la Inglaterra del XVII y se puede considerar ya como ampliamente aceptada por amplias capas sociales europeas al siguiente siglo. En contra de lo que se supone, no fue Francia sino la Inglaterra puritana la que representó la potencia intelectualmente hegemónica y motora en el XVIII, y fue allí dónde se produjo preferentemente y dónde se aceleró la gran revolución sexual puritana cuyos efectos en el comportamiento amatorio alcanzan, ya de forma generalizada y exenta de cuestionamiento, hasta el momento actual. No se olvide que el asunto al que aquí estamos otorgando un lugar preferente, el de las relaciones entre amor y matrimonio, en el sentido de la unión conyugal como asociación monógama basada en los sentimientos mutuos, es proclamado por primera vez en Inglaterra ya finales del XVI, con expresiones tan sobresalientes como la del propio teatro de Shakespeare. Y lo mismo podría decirse de la idea de que el enamoramiento permite que se lleve a cabo legítimamente la experiencia de la relación carnal entre los amantes. Desde Inglaterra, esta nueva moral acerca de las pasiones amorosas llega a trastocar paulatinamente las ideas al respecto en toda Europa, y lo hace en el siglo XVIII sobre todo por medio de una literatura fuertemente centrada en los temas del sentimiento y la virtud femenina como factores estratégicos de culturización y desnaturalización.

El autor más destacado de ese ambiente revolucionario es Samuel Richardson, del que Hauser resaltaba su mérito en haberse constituido en el más mediocre de los escritores de máxima influencia. En concreto, Arnold Hauser dice: “Nunca un artista de tal mediocridad ha ejercido una influencia tan profunda y duradera: en otras palabras, la significación histórica de un artista nunca ha tenido motivos tan completamente ajenos a su propio genio artístico (Historia social de la literatura y el arte, Guadarrama, vol. II). Richardson encarnó de forma inmejorable el espíritu de aquel público burgués tan determinado por las versiones de Bullinger y Beza de la Biblia, que ahora se agrupaba en las distintas denominaciones en que se había fragmentado el calvinismo inglés. Sus obras, abundantemente recomendadas por los predicadores, no eran más que novelitas ejemplarizantes, hechas de sentimientos y subjetividades más bien vulgares, a la manera de sus herederos, las novelas rosas o -¿por qué no?- los culebrones televisivos actuales, pero que se encuentran en la base misma de repuritanización general de la sociedad inglesa que se completa a finales del XVIII, lo que se debe relacionar con la indisimulada vocación didáctica de su confección.

Pamela es, sin duda, el exponente más claro de este preromanticismo inglés que tanto influyera en Goethe o Rousseau, y es por medio de esta obra que Inglaterra confía a los continentales los nuevos conceptos, por mucho que los detalles hogareños se divulguen más atenuadamente. En la novela de Richardson el problema del mutual love pasa al centro de la literatura, como ocurre también con la figura de la mujer suave y delicada que encuentra su plenitud humana en el matrimonio, al que accede, por encima de las diferencias sociales de su amado, gracias al estímulo de la libidinosidad masculina y el simultáneo autocultivo de la virtud femenina. Pamela es, por otra parte, la apoteosis de la profesionalización de la mujer en tanto que tal, esto es de la idea de que la mujer podía alcanzar modalidades de éxito -básicamente entonces en el campo del amor y el matrimonio- a partir de su pureza y que la decencia era un medio para un fin. Mi tesis, como recordará quien la conozca, era la de que precisamente era ese el juego relacional que imponía el torero al toro, una idea que ya estaba recobida de algún modo en las prácticas galantes del rococó español, como aquel célebre baile, la “contradanza del marido”, en la que los hombres debían irrumpir violentamente en la sala imitando la acometida de los toros en la plaza contra las damas. Véase la referencia que hace a esta danza Carmen Martín Gaite en su Usos amorosos del dieciocho en España (Anagrama).

Pero lo que la lectura de Pamela pone de manifiesto es que ese símil no era en realidad mío sino que podemos encontrarlo nada más y nada menos que centrando uno de los momentos claves de la obra de Richardson, y el exponente más claro del éxito ideológico de la moral amorosa de extracción calvinista en toda Europa.

En efecto, y muy resumidamente, Pamela es la joven sirvienta que es asediada sexualmente por su patrón, Mr. B., que se ha enamorado perdidamente de ella y que la dese con todas sus fuerzas. Después de intentar seducirla, disuadirla para que sea su amante, incluso de intentar violarla, comprende que la única forma de hacerla suya es proponerle matrimonio, a lo que la chica, naturalmente, accede. Al final, la “virtud” de Pamela y su capacidad para sortear y rentabilizar las acometidas de su pretendiente acaban por llevarla a alcanzar su objetivo : casarse con Mr. B. Se puede reconocer aquí, en la virginidad que Pamela utiliza a la manera del “bien escaso” de la mentalidad capitalista, la misma red de atracciones y quiebros que el torero despliega en su lidia. Esto es algo que Richardson, de algún modo, “sabe”, como lo demuestra el que, para subrayar y amplificar literariamente el peligro que representa la masculinidad no controlada de Mr. B., emplée la alegoría de un encuentro de Pamela con un toro escondido en una de las propiedades del dueño del lugar -B.-, del que se dice que “ya ha atacado a la pobre cocinera”. En primer lugar, Pamela -que explicita su convicción de que el toro representa las ansias de Mr. B. por poseerla sexualmente- intenta huir, pero finalmente opta por mantener la serenidad y enfrentarse al animal. Es entonces cuando se da cuenta de que no era más que “una pobre vaca” a la que resulta bien fácil someter. Lo que, por cierto, se adecúa a la perfección a la tesis de Julian Pitt-Rivers, acerca del proceso de cambio de sexo a que el ritual de la corrida somete al toro hasta convertirlo, en efecto, en una “inofensiva vaca” (“El sacrificio del toro”, Revista de Occidente, 36 (mayo 1984), pp. 27-49).




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