La foto es de Iván Pisarneko y corresponde al Carnaval de Barranquilla |
Artículo enviado a El País el 5 de septiembre de 2012 y no publicado
MATERIAS INMATERIALES
Manuel Delgado
Están próximos a hacerse públicos los nuevos elementos que la UNESCO
incorporará a su Lista Representativa del Patrimonio Inmaterial de la
Humanidad. Interesante noción esa de “patrimonio inmaterial”. Es en torno a
ella que se está generando una notable actividad desde las instancias que en
cada país gestionan el ámbito cultural, lo que contrasta con las dificultades
que entraña su definición y establecer las materias a las que cabe asociarla.
No se va a discutir ahora la existencia de entidades de orden
metafísico, es decir carentes de sustancia. Las concepciones del mundo, los
valores morales, los diferentes tipos de capital, los códigos lingüísticos, los
derechos de propiedad o las tecnologías son ejemplos de realidades que no se
ven, ni se pueden tocar, pero que pueden ser atesoradas, intercambiadas,
distribuidas o cedidas en herencia a generaciones posteriores. Ahora bien,
cuando la UNESCO habla de cultura inmaterial
no se está refiriendo a los aspectos ideacionales o simbólicos de la cultura. La
definición oficial de la Convención de 2003 alude al "conjunto de creaciones basadas en la tradición de una
comunidad cultural expresada por un grupo o por individuos y que reconocidamente
responden a las expectativas de una comunidad en la medida en que reflejan su
identidad cultural y social." Una definición que, como se ve, se
corresponde con la cultura, la
jurisdicción científica de la cual llevan asumiéndola la antropología desde hace
siglo y medio.
Pero la
cuestión no es meramente conceptual. La noción de cultura inmaterial ocupa un lugar
cada vez más importante en las políticas culturales, genera actividad administrativa y moviliza partidas
de dinero público, todo con el fin de aplicar una denominación de origen a
realidades cuyo valor las hace dignas de ser indultadas de la colosal máquina
de depredar y destruir que es en la actualidad el sistema capitalista. Por
ello, no está de más que nos planteemos qué es lo que se está haciendo en
relación con ese asunto, en el marco de un país que, por ahora, ha aportado a
la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la
Humanidad la Patum de Berga y los castells, más, compartidas con el resto del
estado, la dieta mediterránea y la cetrería.
En ese terreno
se vislumbran dos grandes vías a seguir. Una entendería que el cuerpo de la cultura
inmaterial no es sino el del impresionismo folklórico y se traduciría en una
etiqueta a aplicar sobre ciertos productos culturales para, una vez desprendidos
de sus raíces sociales, ser promocionados de cara al negocio turístico o la
legitimación política. Si el camino es ese, el de la producción de “sabores
locales”, la selección de elementos patrimonializables va a depender de criterios
que serán los propios del marketing empresarial o de la propaganda gubernamental.
La otra opción
sería la de asignar la materialidad del patrimonio inmaterial a ciertas
realidades culturales en peligro, con lo que no se haría más que identificarlas
con lo que actualmente se designa oficialmente en tanto que Bienes Culturales de
Interés Nacional, lo que implicaría a su vez hacerlas reconocer por la legislación
vigente para esa materia, la ley 9/1993, que ya recogía el concepto de cultura
intangible, aunque sin concretarlo. La
elección de esa alternativa conlleva la de confiar la identificación y la
gestión de ese patrimonio cultural a proteger a profesionales de la materia, es
decir a antropólogos/as, tal y como ocurre en la actualidad con el patrimonio
etnológico. Es decir, si se asume que la cultura inmaterial no es otra cosa que
la cultura viva y vivida, se debería interpretar que su inventario y valoración
correspondería a una disciplina cuya oferta académica atrae a cientos de estudiantes
que, de no ser así, verían escamoteada una esfera profesional que en buena
medida les corresponde y para la que están siendo entrenados.
No se trata de
un tema corporativo. Tiene que ver ante todo con las pruebas que se pueden
requerir a los poderes públicos de que se toman en serio las cosas que
administran. Asumir competencias debe querer decir que es a profesionales
competentes a quienes se asigna su aplicación y desarrollo. De ello depende que
el llamado patrimonio inmaterial no acabe siendo un mecanismo destinado a
convertir la cultura popular en espectáculo temático para turistas o en espejo
que devuelve una imagen banal y distorsionada de cualquier identidad colectiva.