Foto Saeed Achakzai/Reuters |
Pocos días después del atentado del 11-S en Nueva York, el 24 de septiembre de 2001, publicaba este artículo en El Mundo, sobre alguno de los lugares comunes que se estaban prodigando sobre el Islam. Me pareció pertinente apuntar algunas apreciaciones al respecto de hasta qué punto un cierto islamismo literaturista se ha constituido en instrumento doctrinal para la incorporación a la modernidad.
LOS TALIBÁN Y LA MODERNIDAD
Manuel Delgado
Por desgracia, lo que se está diciendo a raíz de la supuesta relación del régimen talibán afgano con los recientes ataques terroristas contra Estados Unidos advierte de las graves dificultades de los occidentales a la hora de comprender la complejidad del mundo islámico. De entrada, parece que no estemos dispuestos a renunciar a ver la imposición violenta de la sharia por los movimientos islamistas como el talibán más que en tanto que expresión de fobias contra el progreso y atavismos feudalizantes. Si estuviéramos dispuestos a pensar un poco más a fondo el contenido doctrinal del islamismo escriturista descubriríamos en él una ideología a la que se confía la realización de ese proceso homogeneizador al que damos en llamar modernización –no confundir con occidentalización–, una meta en relación a la cual otras propuestas ideológicas habían fracasado, como sucedió, en el caso afgano, con el prooccidentalismo de Amān Allāh y sus «jóvenes afganos», o, más tarde, con el marxismo de Karmal o el islamismo moderado de Najibullah.
Es decir, si de algo no se puede calificar al radicalismo islámico de los talibán es de tradicional. Para los talibán –como para todo el dogmatismo suní– la eficacia doctrinal del islam depende de una religiosidad depurada de todo ritualismo mágico, de toda blasfemia mística y de cualquier influencia filosófica extraislámica. Es por apartarse del mensaje del Profeta y abrazar prácticas y convicciones paganas –yahiliyya–, fueran tradicionales o importadas, que el mundo musulmán se había mantenido atado al pasado, con la complicidad de un Occidente que procuraba por todos los medios mantener a los pueblos islámicos bajo el influjo de herejías y supersticiones.
El movimiento talibán aparece como manifestación de aquel modelo de islamización cuya aplicación ya había merecido la confianza de los países occidentales y que había servido para amparar doctrinalmente los procesos más exitosos de modernización económica o política. Estos consistieron en colocar el centro de la religión en un texto escrito al que se atribuía una condición inapelable en cuanto a fuente de verdad, es decir, lo mismo que hicieron las revoluciones puritanas que en Europa, y a partir del siglo XVI, abren las puertas a la Edad Moderna. En efecto, el dogmatismo suní repite la misma dinámica que protagonizó el protestantismo europeo, que, como el islamismo, se basó en formas de piedad fundadas en la intención interior como requisito para la validez de las acciones religiosas, así como en la implantación de formas de religiosidad basadas en las versiones autorizadas de un texto canónico descontextualizado y generalizable. No menos moderna es la orientación ética que se imprime a la acción desde el salafitismo –el modelo teológico del que beben los talibán, en concreto de la escuela deobandí–, según la cual lo que convierte a un ser humano en musulmán no es sólo la aceptación de un credo, sino el compromiso activo con una empresa colectiva para «ordenar el bien y prohibir el mal».
En otras palabras, la materia primera doctrinal que permitió la revolución cultural calvinista –antirritualismo, antisacramentalismo, interiorización de las normas sagradas, privatización de la relación con lo sobrenatural, literalismo– ya estaba en el islam, que postulaba una rectitud trascendente, inalterable, pero no por ello menos concreta, fundada en la obediencia ciega a un texto divino. Lo que ocurrió en la práctica es que esa predisposición quedó limitada a una elite de musulmanes cultos y urbanizados, conocedores de los preceptos sagrados y de los que los talibán –o estudiantes– serían un excelente ejemplo, mientras que las mayorías sociales continuaban fieles a prácticas y creencias paganas que habían sido superficialmente islamizadas.
Fue la popularización del islamismo de las elites urbanas lo que encontramos en la base de los grandes experimentos modernizadores que ha conocido el mundo musulmán. Los ejemplos más significativos corresponden –no por casualidad– a naciones que han resultado ser las más fieles aliadas tanto de los Estados Unidos como de los talibán. Por un lado, Arabia Saudí, cuya fundación se lo debe todo al wahhabismo, la corriente suní que ahora reencontramos animando las revueltas independentistas de Chechenia y el Daguestán. El modernismo saudí fue el que más útil resultó para hacer frente, en los años 60 y 70, al socialismo árabe o al nasserianismo, en nombre de un «orden económico islámico». Sus bases: libre propiedad de los medios de producción, derecho a la explotación de grandes superficies agrícolas en régimen terrateniente y prohibición de la usura en el crédito –préstamos sin interés fijo– así como una interpretación de la zakat o limosna ritual en términos de sistema impositivo.
Por otro lado, el principio wahhabí del interés común –«dónde esté el interés común está la ley de Dios»– ha sido fundamental para que en Arabia se registrase una centralización estatal que superó las estructuras segmentarias premodernas. De ahí también la convicción de que es necesario o viable un estado no musulmán, sino islámico, algo fundamental en el pensamiento político derivado del alto sunismo salafita, es decir, el islamismo más antitradicional que representan Abu al-Ala Mawdudi, Rashid Rida y los Hermanos Musulmanes. Es esa virtud politizadora del rigorismo islámico la que han aplicado los talibán, venciendo por la fuerza el secular faccionalismo tribal afgano –que pugna por sobrevivir de la mano de los mujahidines contrarios al régimen de Kabul–, a la vez que sometiendo a las minorías que podrían obstacularizar la homogeneización política del país: los chiís y los sunís de lengua persa del norte. Paradójicamente, las alternativas que los norteamericanos barajan para sustituir a la actual república afgana son tan poco modernas como la reinstauración de la monarquía –de la mano del depuesto Zaher Shah– o el potenciamiento de las disgregadoras tribus norteñas
El otro referente es el vecino Pakistán. No se olvide que el modelo de organización social de los talibán está adoptado del de los patanes de la zona montañosa fronteriza con esa país, sobre todo por lo que hace a la exclusión absoluta de las mujeres. La fundación de Pakistán se debió a la preeminencia de los muwahhidun o unitarios islámicos sobre el islamismo liberal y occidentalizado de Sir Sayyid Ahmad Jan. La vía paquistaní encontró en teóricos como Iqbal o el citado Mawdudi las fuentes doctrinales con que justificar, a la vez, el rechazo a la europeización, a las tradiciones paganas propias, a la herencia helénica y a la presencia tanto budista como hindú. Son idénticas obsesiones las que están reproduciendo los talibán, con medidas como la persecución contra los predicadores cristianos, la obligatoriedad para los hindúes de usar distintivos que los identifiquen o la destrucción del patrimonio artístico y monumental de la gran civilización greco-búdica que conoció su esplendor precisamente en lo que hoy es Afganistán.
En el país de los talibán se reedita la búsqueda utópica de la restauración universal de la inicial comunidad mediní –la Umma o el Dar-el-Islam–, orientada por el ejemplo de Mahoma y del islam puro e incorrupto de los cuatro Califas Bien Guiados, los Julafa al-rashidun: Abu Bakr, Omar, Utnan y Alí. Pocas cosas más modernas que ese afán por implantar el monocultivo ideológico y cultural, eso que aquí conocemos como pensamiento único. Esa así que el islamismo más fanático intenta imponer en medio mundo lo que Lévi-Strauss advirtió que Occidente ya había impuesto en el otro medio: la radical división entre lo natural y lo sobrenatural, el desprestigio de las mediaciones simbólicas mediante las cuales se aceptaba el carácter interlocutor del mundo sensible, la producción de conflictos morales insuperables en los individuos y la más absoluta aversión hacia cualquiera que no pensase en idénticos términos que uno mismo.