dissabte, 28 de setembre del 2024

La fiesta como tiempo muerto

La foto es de Marcelo Aurelio, está tomada de https://www.marceloaurelio.com/nocturama/ y corresponde a la Festa Major de Terrassa de 2019

Respuesta a un comentario de Pedro Gabriel, colega del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà, enviado en agosto de 2019

LA FIESTA COMO TIEMPO MUERTO
Manuel Delgado

Yo creo que, al margen de sus contenidos simbólicos –que corresponder considerar en términos de función social y que son, en efecto, contingentes–, yo creo que la fiesta asume un papel también, acaso sobre todo –y de ahí su universalidad– intelectual. Piensa en, por ejemplo, la relación intensa entre fiesta y temporalidad. Los momentos festivos, vividos, como dices, de forma distinta, excepcional, contrapuesta al orden de lo cotidiano, implican un despliegue de este dispositivo al mismo tiempo psicológico y social que distribuye cualidades diferenciadoras al transcurrir del tiempo. Las fiestas son una especie de habitáculo sagrado en el seno del tiempo, el equivalente del templo o del monumento en la dimensión espacial, un refugio –o una turbulencia– en que el ser humano dramatiza el sentido último de su existencia como ser social, las condiciones que la hacen posible, aunque sea a la vez que en cierto modo la niegan.

Eso implica que la fiesta implica una manipulación del tiempo que lo anula, en el sentido de que lo convierte en reversible, lo ahueca, lo agujerea, lo suspende. La fiesta, como el intervalo musical o como la propia partitura, es lo que permite percibir la duración y ocupan sin duda un tiempo, pero, en cambio, no nos equivocaríamos si dijéramos que no tiene duración, implica una puesta en suspenso del mismo devenir del que son la exaltación misma. La fiesta implica algo así como un tiempo muerto –en el sentido que se emplea esa expresión en el lenguaje deportivo– cuya toma en consideración haría de la fiesta una concreción, a nivel colectivo, del papel de los "instantes sin duración" que Bachelard oponía a la duración bergsoniana como instrumentos de una "discontinuización" del tiempo y que eran síntesis no medibles de ser, núcleos de acción, memoria de energía, momentos complejos capaces de reunir heterogéneas simultaneidades.

Sometido a la ritualidad por la acción festiva, el tiempo queda domesticado, socializado, pasa por el fuego de la cocina que hace que un tiempo silvestre pase a ser tiempo domesticado. La deshomogeneización del tiempo que la fiesta opera permite que la sociedad pueda estructurar la sucesión del tiempo de una forma que encontraría un símil  en la música. De igual forma que lo que escuchamos de una melodía no es tanto el sonido como el silencio que se produce entre dos sonidos, la fiesta permite compasar, ritmar, la temporalidad, de manera que la interrupción festiva funciona como un paréntesis o intervalo que formaliza el flujo aparentemente continuo de la vida cotidiana. O, como escribía Georges Condominas en Lo exótico es cotidiano, “perlas en un collar de cuentas de plomo”.

Se habla, pues, de una función diastemática, una labor en última instancia de índole intelectual que trasciende sus contingentes tareas sociológicas para atender una compartimentación lógica del tiempo basada en la separación, esto es en la inserción de pausas que convierten en inconstante lo constante en el transcurrir del tiempo. Un ejemplo musical que, si aceptamos la analogía, resultaría adecuado para describir la acción de la fiesta sobre el tiempo sería el de la fuga barroca o el de la música minimalista contemporánea, es decir, formas musicales basadas en la utilización sistemática de la imitación periódica de un mismo tema, dentro de un marco sometido a leyes tonales relativamente simples.

Musicalizándolo, la fiesta permite intelectualizar el tiempo y rescatarlo de la indistinción. Si no hubiera fiesta, el tiempo no podría ser escuchado, es decir, sería percibido como un interminable rumor. La fiesta, en cambio, permite socializar el tiempo haciendo de él algo parecido a una melodía polifónica que vuelve una y otra vez a un número pequeño de temas, sobreponiéndolos, confundiendo una y otra vez, como en la stretta de la fuga, principio y final, quizás para dar a entender que hay algo en ambos que los hace una sola y única cosa. Si no hubiera tiempo sagrado, tiempo de fiesta, lo que oiríamos entonces no sería el silencio, que niega y a la vez posibilita la música. Lo que se escucharía entonces sería como un colosal e insoportable murmullo, el ruido enloquecedor de un tiempo al que la habría sido extirpado el sentido.




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