La foto es de Marcelo Aurelio, está tomada de https://www.marceloaurelio.com/nocturama/ y corresponde a la Festa Major de Terrassa de 2019 |
Respuesta
a un comentario de Pedro Gabriel, colega del Observatori d’Antropologia del
Conflicte Urbà, enviado en agosto de 2019
LA
FIESTA COMO TIEMPO MUERTO
Manuel
Delgado
Yo creo que, al
margen de sus contenidos simbólicos –que corresponder considerar en términos de
función social y que son, en efecto, contingentes–, yo creo que la fiesta asume
un papel también, acaso sobre todo –y de ahí su universalidad– intelectual.
Piensa en, por ejemplo, la relación intensa entre fiesta y temporalidad. Los
momentos festivos, vividos, como dices, de forma distinta, excepcional,
contrapuesta al orden de lo cotidiano, implican un despliegue de este
dispositivo al mismo tiempo psicológico y social que distribuye cualidades
diferenciadoras al transcurrir del tiempo. Las fiestas son una especie de
habitáculo sagrado en el seno del tiempo, el equivalente del templo o del
monumento en la dimensión espacial, un refugio –o una turbulencia– en que el
ser humano dramatiza el sentido último de su existencia como ser social, las
condiciones que la hacen posible, aunque sea a la vez que en cierto modo la
niegan.
Eso implica que la
fiesta implica una manipulación del tiempo que lo anula, en el sentido de que
lo convierte en reversible, lo ahueca, lo agujerea, lo suspende. La fiesta,
como el intervalo musical o como la propia partitura, es lo que permite
percibir la duración y ocupan sin duda un tiempo, pero, en cambio, no nos
equivocaríamos si dijéramos que no tiene
duración, implica una puesta en suspenso del mismo devenir del que son la
exaltación misma. La fiesta implica algo así como un tiempo muerto –en el
sentido que se emplea esa expresión en el lenguaje deportivo– cuya toma en
consideración haría de la fiesta una concreción, a nivel colectivo, del papel
de los "instantes sin duración" que Bachelard oponía a la duración
bergsoniana como instrumentos de una "discontinuización" del tiempo y
que eran síntesis no medibles de ser, núcleos de acción, memoria de energía,
momentos complejos capaces de reunir heterogéneas simultaneidades.
Sometido a la
ritualidad por la acción festiva, el tiempo queda domesticado, socializado,
pasa por el fuego de la cocina que hace que un tiempo silvestre pase a ser
tiempo domesticado. La deshomogeneización del tiempo que la fiesta opera
permite que la sociedad pueda estructurar la sucesión del tiempo de una forma
que encontraría un símil en la música.
De igual forma que lo que escuchamos de una melodía no es tanto el sonido como
el silencio que se produce entre dos sonidos, la fiesta permite compasar,
ritmar, la temporalidad, de manera que la interrupción festiva funciona como un
paréntesis o intervalo que formaliza el flujo aparentemente continuo de la vida
cotidiana. O, como escribía Georges Condominas en Lo exótico es cotidiano,
“perlas en un collar de cuentas de plomo”.
Se habla, pues, de
una función diastemática, una labor en última instancia de índole intelectual
que trasciende sus contingentes tareas sociológicas para atender una
compartimentación lógica del tiempo basada en la separación, esto es en la
inserción de pausas que convierten en inconstante lo constante en el
transcurrir del tiempo. Un ejemplo musical que, si aceptamos la analogía,
resultaría adecuado para describir la acción de la fiesta sobre el tiempo sería
el de la fuga barroca o el de la música minimalista contemporánea, es decir,
formas musicales basadas en la utilización sistemática de la imitación
periódica de un mismo tema, dentro de un marco sometido a leyes tonales
relativamente simples.
Musicalizándolo,
la fiesta permite intelectualizar el tiempo y rescatarlo de la indistinción. Si
no hubiera fiesta, el tiempo no podría ser escuchado,
es decir, sería percibido como un interminable rumor. La fiesta, en cambio,
permite socializar el tiempo haciendo de él algo parecido a una melodía
polifónica que vuelve una y otra vez a un número pequeño de temas,
sobreponiéndolos, confundiendo una y otra vez, como en la stretta de la fuga, principio y final, quizás para dar a entender
que hay algo en ambos que los hace una sola y única cosa. Si no hubiera tiempo
sagrado, tiempo de fiesta, lo que oiríamos entonces no sería el silencio, que niega
y a la vez posibilita la música. Lo que se escucharía entonces sería como un
colosal e insoportable murmullo, el ruido enloquecedor de un tiempo al que la
habría sido extirpado el sentido.