dijous, 16 d’octubre del 2025

El público contra la masa como fusión

Apuntes de la asignatura Antropología de los espacios urbanos, máster en Antropología y Etnografía de la Universitat de Barcelona. Clase del 6/11/14


La fotografia es de Phil Dolby

El público contra la masa como fusión
Manuel Delgado

Pero es de la mano de Gabriel Tarde y su La opinión y la multitud (Taurus) que esas nociones fundamentales para la ilusión liberal de público y opinión pública son empleadas no sólo, como hasta entonces, para hacer referencia a determinados procesos abstractos de comunicación en el seno de una sociedad concebida como constituida por propietarios privados, sino ante todo para oponerlas a la realidad física que implicaban las masas reales —"de carne y hueso", por así decirlo— que se apoderaban inamistosamente de las calles en aquellos mismos momentos en todas las ciudades industrializadas del mundo. 

Si esas comunidades instantáneas y efímeras que se conformaban de la nada, actuaban enérgicamente y se esfumaban de inmediato resultaban abyectas era porque eran amalgamas de individuos fundidos en una sola unidad de acción y pensamiento con tendencia a comportarse de manera irresponsable, puesto que en tales condiciones su singularidad moral quedaba inhibida. Si la masa era siempre inferior intelectual y moralmente al individuo, puesto que la alimentaban átomos inconsistentes, amorales y sin comprensión, aquello que Tarde presentaba como su alternativa, el público opinante, suponía la posibilidad de una acción colectiva racional y sobre todo casi siempre aquietada, que determinara la actuación de las instituciones políticas desde el ejercicio de la ponderación que corresponde a personas privadas que intercambian pareceres desde su respectiva autonomía moral e intelectual.

A Gabriel Tarde se le suele incluir en el epígrafe de la psicología de masas de entresiglos, pero corresponde sin duda atribuir a su teoría un punto mucho mayor de profundidad y alcance. Para Tarde la característica especial del público moderno, como colectivo surgido en buena medida de la capacidad de los nuevos medios de comunicación de crear estados de ánimo y opinión compartidos por una parte importante de la población, es su condición dispersa y extensiva, es decir de coincidencia a distancia, sin que quienes comparten un determinado espíritu se codeen y las sugestiones que les unen no se contagien por contacto físico inmediato, ni por el intercambio de miradas. La multitud es la suma de moléculas; el público, una combinación. 

Por supuesto que el público puede convertirse en multitud en ciertas oportunidades de ardor, incluso compartir eventualmente sus tendencias al alboroto y a la actuación en tropel, pero la generación de masas sería mucho más frecuente y más ruidosa si no existieran esas otras agrupaciones surgidas a partir de la aparición de la prensa y de su correspondiente colección de lectores –es decir su público– educados intelectualmente y, por ello, mucho menos proclives a caer en el estado de turba. 

El público supone, respecto de la masa y en términos generales, un paso adelante en el proceso evolutivo, pero ante todo su irrupción en la historia tiene sentido en tanto que instrumento de alivio del pavor burgués ante el desgobierno de ciudades que parecen caer periódicamente bajo el control de muchedumbres airadas, a cuyo amparo recurren esos "asesinos de la calle" cuyos crímenes y desmanes son atribuibles al veneno que vierten personajes como, por citar aquellos que el propio Tarde menciona, Marx y Kropotkin. La irrupción del público en tanto que nuevo sujeto colectivo propio de la edad contemporánea supone, por tanto, una transformación social que nos acerca al ideal kantiano de una convivencia ordenada a partir de principios morales, es decir "en el sentido de la unión y la pacificación finales de la sociedad".

Es derivada de la conceptualización que Tarde propone de ese nuevo sujeto colectivo que es público que nos encontramos con una aportación que merece ser puesta de relieve. Se trata de la tesis doctoral de Robert Ezra Park, discípulo directo de Dewey, William James, Simmel y Windelband y, como se sabe, uno de los fundadores de la Escuela de Chicago, la matriz de lo que luego han sido todas las corrientes de sociología y antropología urbanas. El título de su disertación doctoral es La masa y el público, se presenta en alemán en 1903 en Heidelberg y contiene una serie de apreciaciones que deberían ser reconocidas como estratégicas en la evolución y el sentido actual de la noción de masa. 

Haciendo balance y dialogando con los aportes de la psicología de masas precedente, Park abre el camino para lo que serán lecturas en clave interaccionista de la actividad colectiva, al ver la multitud-masa como una forma de dependencia recíproca, una forma de atención social en la que un grupo influye sobre sí mismo, de manera que la energía que emite resulta de una intensificación del acomodo recíproco entre sus miembros, siguiendo una lógica circular; es más, como si los individuos reprimiesen cualquier tipo de estímulo social que no fuera el generado por la interacción pura, como si la masa funcionase como algo parecido a un colosal acelerador de partículas. Os adjunto la traducción que hizo la Revista de Investigaciones Sociológicas.

Todas las especulaciones teóricas procuradas por la psicología de las masas tenían en común su descalificación grosera por causa de la naturaleza que se les atribuía como delirantes, salvajes o criminales. Al procurar de estas teoría una síntesis, Park va mucho más allá: arrancando sobre todo en la de Tarde, las conecta con la problemática más compleja de la posibilidad misma de un sistema democrático que requiere de la individuación del ciudadano, esa mónada dotada de luz propia que la mística liberal considera irrenunciable en orden a orientar la convivencia en sociedades complejas y diferenciadas, es decir en sociedades esencialmente urbano-industriales. Eso permite a Park incorporarse a un tema central, casi obsesivo, en la saga intelectual que arranca sobre todo con Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill y que es el de la compatibilidad entre el régimen liberal y esa sociedad que precisamente se va a calificar pronto como de masas. 

La ambición analítica de Park es de mucho mayor calado que la provista por sus predecesores en el tema, como lo demuestra que convoque para su reflexión la autoridad de los grandes maestros del pensamiento político moderno –Hobbes, Locke, Kant, Hegel, Rousseau, Fichte..– a propósito de cómo se conforma la "voluntad general" y como esta funciona como un mecanismo de control del aparato político del Estado y como un regulador del que debe depender cualquier forma de dominación consentida por los dominados.

De ahí la importancia de la oposición masa-público. No hay entre ellas una diferencia de forma, sino de contenido: tanto una como otra son modalidades de conciencia colectiva; en ambas encontramos interacción, es decir determinación recíproca de impulsos humanos, y también una voluntad compartida que se impone a los intereses de los individuos. Ambas de producen de espaldas a las estructuras sociales tanto controladoras como controladas, o lo hacen en sus intersticio. Es más, de algún modo la masa y el público son asociaciones individualistas, en la medida en que interpelan a la persona individual, aunque sea en un sentido antagónico, arrancándola de lo que había sido sus vínculos y recomponiéndola en otros nuevos, y lo hacen de manera bien para que sobresalga como pieza soberana de un público o para suspenderla en el seno de una masa cualquiera. Además, son esencialmente ambos formatos intrínsecamente modernos, resultado adaptativo del tipo nuevo de vida derivado de los procesos de metropolización, por cuanto "son un tipo de unión social que se desarrolla a partir de los otros, yendo más allá de ellos, y que sirven para sacar a los individuos de los viejos vínculos y llevarlos a otros nuevo. En cualquier caso la relación masa-público continua siendo evolutiva: el público es una fase perfeccionada, superior y posterior a la masa, de tal manera que el proceso de mejora social debe consistir en avanzar hacia él, en convertir —léase elevar— a la masa en público.

El diferencial entre masa y público estriba en que en la primera esa reciprocidad y esa voluntad común son, por así decirlo, instintivas y están dominadas por imperativos prácticos inmediatos, mientras que en la segunda la mutua influencia y las puestas en común son de índole racional y resultan del consenso acerca de los principios teóricos abstractos a que conviene someterse. El público reúne por difusión —es decir por contagio sin contacto— a individuos con perspectivas diferenciadas, pero que definen, discuten de manera racional y acuerdan cómo resolver problemas comunes. En la medida en que es una colección de seres humanos dispersos y no un agregado de cuerpos copresentes, el público hace emerger todas las cualidades volitivas e intelectuales del individuo que la masa reprime para existir; es más, el público no solo tolera las singularidades que alberga, sino que las intensifica, obtiene, por así decirlo, lo mejor de ellas. 

El público está hecho, según Park, de discusiones que los individuos mantienen a propósito de asuntos de interés compartido, mientras que la masa no tiene tiempo para pensar y menos para debatir, puesto que se mueve en un nivel de percepción inmediato, que hace que reaccione ante los hechos poniendo en marcha resortes automáticos. "Cuando el público deja de ser crítico, se disuelve o se transforma en una masa. Precisamente ahí reside la característica esencial que distingue a una masa de un público: la masa se somete a la presión de un impulso colectivo al que obedece sin crítica alguna".

A hacer notar que la distinción entre masa y público propuesta en principio por Gabriel Tarde y desarrollada luego por la tradición pragmática —Park, Dewey, Blumer—, está anticipada en el ya mencionado Las multitudes argentinas, donde Ramos Mejía —dos años antes que Tarde, en 1899— propone ese mismo contraste en términos de masa versus grupo: "El hecho fundamental en la psicología del grupo, es que el individuo conserva su personalidad, no se ha verificado todavía la operación mental que funde su voluntad dentro de la masa colectiva. El grupo tiene algo de contrato bilateral por las reciprocas y voluntarias concesiones que se hacen sus asociados para un objeto fijado de antemano, y sin abdicar su autonomía. 

El grupo delibera y la multitud no; porque procede por impresiones y reflejos. En el primero, la mutua desconfianza pone vigilante la voluntad y la enardece, por eso el individuo conserva su relativa independencia. La suma de influencias sugestivas que gravitan sobre cada uno, son necesariamente menores que en la multitud, donde aquél está atado por fuerzas mayores, y baja sus facultades al diapasón moral que impone la mayoría, que tal es lo que la constituye. En el grupo, la vinculación está en la analogía del propósito, cualquiera que sea la heterogeneidad de su organización moral, mientras que en la multitud es la semejanza de estructura mental más que la mancomunidad de los fines lo que los atrae entre sí

Dado que el público, para Park, "es un producto de las actitudes críticas individuales, se expresa de modo diverso en los distintos individuos", modo diverso que quienes lo detentan viven como subjetivo, autoconsciente, puesto que implica la "distinción de uno mismo como individuo que siente y quiere de otros individuos que sienten y quieren". Para el público las cosas son las mismas para todos sus miembros, pero valen diferente para cada uno, mientras que en las masas las cosas son y valen lo mismo para todos sus componentes. El público se rige por normas teóricas abstractas a las que, mediante la deliberación, los individuos aceptan someterse, sin perder con ello el sentido de su particularidad, puesto que de algún modo saben que esos principios abstractos que aceptan son la fuerza que anima y hace posible la vida colectiva. Esa asunción de valores normativos abstractos, asumidos por cada cual en sus propios términos, es inconcebible en la masa, a la que sólo mueve la urgencia por obtener sus fines inmediatos, objetivo para el que ha sido necesario que los individuos renuncien a su criterio personal.

El público está compuesto por individuos que son y se reconocen diferentes, aunque acuerdan superar sus diferencias sin perderlas nunca de vista; en la masa, en cambio, se renuncia a la diferencia en nombre de la unidad resultante. El otro contraste que Park enfatiza es el ya planteado por Tarde oponiendo una forma de ajuste recíproco basado en la coincidencia sensible de actores en un momento y en un punto —la multitud coagulada que ocupa una calle o una plaza— y otro basado en la simultaneidad de puntos de vista que se influyen mutuamente por difusión a distancia, a la manera del público y sus corrientes de opinión. El contraste masa-público es, por tanto, del tipo homogeneidad-heterogeneidad, unidad-multiplicidad, singular-indiviso..., hoy diríamos analógico-digital, etc., al tiempo que coincidencia física-coincidencia intelectual. Fundamentales ambas comparaciones, por cuanto establecen que lo contrario de lo público no es –como sostendrían Arendt o Habermas– lo privado, sino lo fusional.




dimecres, 15 d’octubre del 2025

Las cadenas del corazón y el descrédito de lo externo

Foto de Oliver Wilke

Notas de la clase de l'asignatura Nous entorns religiosos, del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB, del día 22/4/13

LA SECULARIZACIÓN COMO SUBJETIVIZACIÓN 
Manuel Delgado

Por secularización entendemos, en primer lugar, el proceso que lleva a los individuos a sustraerse de la dominación de símbolos e instituciones sagradas, haciendo que la religión se repliegue del vasto territorio hasta entonces bajo su control en las sociedades tradicionales –la vida de la comunidad en su totalidad– a ese nuevo espacio restringido que era la propia conciencia personal, y ya no bajo la forma de rituales externos sino de la vivencia emocional de lo sobrenatural. La secularización es, entonces, idéntica al proceso de acuartelamiento de lo sagrado en lo que Hegel llamaba el ser consigo mismo del individuo, esto es en el sujeto y su subjetividad, que quedan eximidos de la obediencia hasta entonces debida a los principios que la religión vehiculaba en sus ritos y mitos. Secularización es, así pues, subjetivización.

La subjetivización, la inmanencia de los sentimientos íntimos y la búsqueda de una autencidad personal son los factores discursivos que cimentan los valores del individualismo, sistema jurídico-filosófico propio de las sociedades modernizadas que coloca al individuo psicofísico como fundamento y fin de todas las leyes y relaciones morales y políticas. La premisa de la individualización es, desde el Renacimiento, la de que la persona debe dirigir su conducta al margen de los presupuestos morales heredados de la tradición y cuya obediencia la comunidad a la que pertenece vigilaría. Para que se diese ese proceso de subjetivación e individualización, del que dimanará la figura moderna del ciudadano, era indispensable que lo sagrado –es decir el determinante último de la existencia humana– abandonase el que había sido su carácter factible y objetivo, ya que su realidad no podía resultar de un acuerdo intersubjetivo, cuyo tema era el cosmos social, sino de una vivencia puramente íntima, cuyo asunto fundamental iban a ser ahora los estados de ánimo personales. La creencia se despliega en un nuevo territorio: el de la psicología o ciencia de la vida interior, aquella cuyas necesidades y requerimientos pasarán a ser la nueva competencia de la piedad religiosa. La religión en el plano de lo público se reduce a una pura retórica o, como mucho, a un humanismo secular, mientras que sólo es reconocida como significativa y pertinente en su nueva localización: la «experiencia del corazón». La dicotomía sagrado/profano pasa a equivaler a la de privado/público, o mejor, intimo/público.

La renuncia de la religión a continuar llevando a cabo lo que había sido su tarea en los sistemas sociales no modernos –aglutinar a los miembros de una comunidad en torno a determinados valores y pautas para la acción– dejaba en libertad a los individuos para elegir sus propias reglas morales, puesto que la vida social había dejado de tener un sentido único y obligatorio. Se rompía con la identificación comunidad-religión, ya que esta última aparecía restringida a producir estructuras de plausibilidad fragmentarias y con una eficacia que sólo podía funcionar a nivel individual o, como mucho, familiar o de comunidades muy restringidas y encapsuladas, pero nunca del conjunto de miembros de una sociedad cada vez más globalizada.

Es contra esa institución religiosa de la cultura que el movimiento anticlerical actúa en la España contemporánea, con lo que se conduce como una versión contemporánea de aquella misma violencia que el proceso de secularización había desplegado en tantas ocasiones como había sido preciso contra las formas premodernas de religiosidad, basadas en los ritos públicos, en el poder atribuido a las imágenes y en la autoridad de los sacramentos. Es más, en cierto modo el anticlericalismo no sería sino una ideologización politizante de la lucha contra los sacramentos emprendida tanto por la Reforma como por sus precedentes medievales, incluyendo ahí la propia revolución islámica, que eran ya de algún modo anticlericales, por mucho que el término fuera acuñado por el librepensamiento burgués del XIX.

La fun­ción de las personas, objetos y lugares agredi­dos por los icono­clastas estaba siendo la de consagrar, es decir sancionar y dar a conocer de una manera incontestable, un estado de cosas cultural, y por tanto transpolítica. Ese orden a desbaratar debía ser ocupado por otro cuya autoridad no se vehicularía ya por la acción ritual, sino por medio de inte­riorizaciones éticas que pres­cindirán para su cumplimiento de cualquier fiscalización que no procediese de la propia conciencia personal y del ejercicio del libre arbitrio. La tipifica­ción del ritual como una pauta de símbolos que hace patente la estructura social conduce a una comprensión alterna­tiva de las hasta ahora ofrecidas respecto del fenómeno anti­clerical e icono­clasta español, que permite conceptuali­zarlo ahora como una modali­dad en especial virulenta del impul­so antisacramental que car­ac­teri­za el advenimiento de la Razón Moderna.

El aparato litúrgico y funcionarial católico aparecía a disposición del hipostatamiento de los viejos modelos de sociedad y como factor de resistencia frente a los grandes propósitos del proceso modernizador, al servicio de la imposición del sistema capitalista y de las formas socio-políticas que le eran propias. Esos grandes objetivos se traducían en tres dinámicas no menos esenciales, las de secularización, subjetivización y politización. Esas tres dimensiones que se acaban de citar son en realidad una sola. La secularización es subjetivización, en la medida que implica la renuncia de lo sagrado a encontrar otro espacio en que manifestarse que los territorios que la psicología reclamará como su jurisdicción: la vivencia emocional e íntima de lo sobrenatural. A su vez, la subjetivización es el requisito más innegociable de la politización. La supresión de los lugares y las conductas sacramentalizadoras, que hacían incontestablemente reales la comunidad, sus límites y sus leyes, era fundamental para transitar del la vieja congregación de las consciencias a la moderna congregación de las emociones y las experiencias, un vínculo éste último que no vulneraba el principio cristiano reformado, adoptado por la moral política secular, de la autonomia de las consciencias en la fe y la gracia. 

El individuo quedaba liberado así de las cadenas que el ritual le imponía, quedando a merced de la elección de su propio camino moral y a la espera de merecer esa luz interior con que el Espíritu Santo alumbra el corazón de los elegidos. Marx entendió muy bien ese paso dado por la Reforma: «Lutero [...] venció a la servidumbre por la devoción, porque la sustituyó por la servidumbre en la convicción. Quebró la fe en la autoridad porque restableció la autoridad de la fe [...]. Liberó al hombre de la religiosidad externa porque hizo de la religiosidad el hombre interior [...]. Emancipó de las cadenas al cuerpo porque cargó de cadenas el corazón».

Tenemos ahí los cimientos de la imagen calvinista del ciudadano cristiano, materia prima del pensamiento político moderno. La desactivación de la eficacia simbólica permitía el proyecto de disolución de aquel reino espiritual de Cristo que espacial y temporalmente se encarnaba en las figuras intercambiables de la comunidad social y de la comunidad de los fieles. Es más, que hacía de la comunidad social la expresión visible, transubstanciada, de la presencia de Cristo en la tierra, a la que los individuos psicofísicos debían plegarse sumisamente, negando incluso una inmanencia subjetiva de la que el despotismo de la costumbre impedía la emancipación. La iconoclastia de los reformadores, y su expresión laica contemporánea, el anticlericalismo, dirigían toda su energía destructora contra el principio sacramental que la práctica religiosa ordinaria había extendido a la totalidad de los objetos, lugares y funcionarios sagrados. Esas cosas, esos sitios y esas personas veían arrebatada su capacidad salvífica y se veían limitados, en el mejor de los casos, a ser reconocidos como signos visibles de una fe trascendente que, puesto que sólo puede ser interior, ellos estaban contribuyendo a profanar. Ese Reino de Cristo ya no se reconocería más en la comunidad, considerada como un todo objetivado, sino sólo en la privacidad del corazón humano sólo ante Dios. La congregación de los creyentes pasaba de ser la presencia física sacramental de Cristo, para devenir una mera reunión de sujetos solitarios que buscaban consuelo ante la intangibilidad absoluta de la divinidad.

La politización se asienta en la proyección a nivel del gobierno de las cosas humanas del mismo principio que había urgido una modificación radical en las relaciones con lo sagrado, a partir de la reforma protestante, esa misma modificación que se planteó como prioritaria la supresión del poder de los sacramentos. Se denunciaba la presunción de que los rituales podían trascender de la condición de actos de admisión y conmemoración que la Reforma les había aceptado, para alcanzar una eficacia instrumental en la constitución y la institución de lo real. La radical división cartesiana y protestante entre los ámbitos de lo externo-mundo y lo interno-espíritu, la misma que había servido para descalificar la pretensión católico-popular de que el principio de la transubstanciación eucarística era ampliable al conjunto de cultos materiales, serviría para dividir tajantemente los planos de la invisible comunidad de los santos y la visible corporeidad del Estado, entre el Reino espiritual y el Reino Civil o Político. Nos hallamos, así pues, en el fundamento teológico del núcleo duro de la laicidad: la división entre Iglesia y Estado, que oculta la radicalización absoluta del corte sociedad civil-poder político.

Toda la teología reformista no hace más que insistir en una división: la que establece el enfrentamiento dialécti­co entre el «interior» y el «exterior». Lo «exterior» es lo corporal, lo social, lo visible, la naturaleza, y todo ello se expresa naturalmente en las declinaciones del rito. Lo «interior» es lo espiritual, lo subjetivo, lo inefable, la fe, la esencia, todo lo que sólo puede existir bajo la fisca­lización de la soledad del individuo y la moral introyectada en lo más inconmovible de su ser. De un lado, el ordenamiento de la fe espiritual, del otro la corrupción de la materiali­dad corporal. Es la negación de la sensibilidad por la sen­timentalidad, la religión del corazón.

Los usos sagrados del espacio y del tiempo eran, por ello, un asunto de vital importancia en ese drama civilizatorio del que el anticlericalismo contemporáneo no dejaba de ser un episodio más. La desacralización del espacio debía conducirse no sólo como una secularización, sino también como una desacramentalización: lo santo no podía reconocer una dimensión espacial ni temporal para ejercer su eficiencia, tal y como los rituales y enclaves católicos pretendían. Lo inefable no tiene, no puede tener un lugar o un momento en el plano mundano, a no ser por la vía de lo alegórico-representacional. Por definición el espacio y el tiempo pertenecían, en el dualismo cartesiano y en la teología protestante, al campo categorial de lo exterior, asociado al cuerpo, a la materia, es decir a aquellas vías por las que lo único sobrehumano que podría manifestarse serían potencias malignas. El interior –el corazón, la casa– es el lugar de la norma, de la regla, de lo cálido, de lo alto, de lo moral y de la verdad .

El exterior –el cuerpo, la calle– lo es de lo desregulado, lo desordenado, lo bajo, lo negativo, lo hostil, lo pulsional, lo frío, lo inmoral y la mentira. El interior es el lugar de esa nueva forma de fiscalización que se presenta en tanto que autocontrol. En el exterior en cambio la vigilancia siempre es complicada. Afuera ni los restos de la comunidad social ni los nuevos poderes de la centralidad política tienen nunca asegurada la obediencia. En cuanto al sujeto, la vulnerabilidad de lo verdadero, la necesidad de mantenerlo preservado de un mundo extrínseco por definición maligno, hace improbable que el proyecto personal se pueda confundir con un desplazamiento en los nuevos espacios hipercomplejos de la modernidad urbana. Debe buscarse siempre en el sagrario personal.

El Maestro Eckehart lo planteaba con claridad: «Nada estorba tanto al alma a la hora de conocer a Dios como el tiempo o el espacio». O: «Si el alma quiere percibir a Dios, ha de estar por encima del tiempo y del espacio». Por su parte, tampoco la comunidad espiritual puede materializarse, puesto que la Iglesia es invisible e inefable y los creyentes deben aceptar que el mundo objetivo y sensible es un domino sometido a la constante amenaza del pecado, el desorden y las pasiones, amenaza que sólo la obediencia al Estado civil puede mantener a raya. El poder de Dios ya no sería más un poder geográfico, como tampoco sería un poder cronológico. Actúa en y sobre el espacio y el tiempo, pero no está, no puede estar ni en el espacio ni en el tiempo.




dimarts, 14 d’octubre del 2025

Nadie es indescifrable

La foto procede de photocritique.us/2006/10/25/street-photography-101-charmed-life/
Estos son los párrafos finales de un texto que Maria Garcés y Santi López Petit me pidieron para un número de Espai en Blanc a propósito del anonimato.. Apareció con el título de Sociedades anómimas. Las trampas dela negociación, en Marina Garcés, Santiago López Petit i Amador Fernández-Savater, eds., La fuerza del anonimato, Espai en Blanc/Editorial Bellaterra, Barcelona, 2009, pp. 73-101. 

NADIE ES INDESCIFRABLE
Manuel Delgado

Ser anónimo es básicamente ser ser secreto o ser de secretos, y de secretos que esperamos que los demás no sepan, al tiempo que hacemos lo posible para conocer, adivinar o intuir los secretos del otro. ¿Y qué es lo que ocultamos o se oculta? Lo que se oculta es precisamente aquello que no nos haría aceptables o pertinentes, lo que haría manifiesta la presencia, también en cada uno de nosotros, de motivos para la descalificación. Lo que se oculta es lo imperdonable, o, como escribiera Georges Bataille, lo que no es servil, es decir lo inconfesable.  Esa es la labor fundamental del anonimato como factor estructurante de la relación en público, permitir una indefinición de partida que permita ganar tiempo antes de interpretar correctamente qué es lo que el orden de la interacción –recuérdese: el orden social en el plano de la interacción– nos está urgiendo a que entendamos, acatemos y reproduzcamos. Se supone que mientras que al estigmatizable en primera instancia –aquel que no puede disimular los motivos de su inhabilitación– se le niega el derecho a la complejidad, el resto, los “normales” –en tanto ganamos la posibilidad y por tanto el derecho a la mentira, a los dobles lenguajes y al disimulo–, sí que podemos asumir aquel de nuestros aspectos que está siendo literalmente llamado a escena.

Ahora bien, tanto la pretensión que nos hacemos de que los demás nos toman por quienes queremos parecer –y que suele deber ser lo que ellos esperan que parezcamos–, al igual que nuestra convicción de que queremos mantener en reserva lo que de desprestigiable hay en nosotros, son igualmente ficticias. Ese “mundo de extraños” del que hablan teóricos del espacio público como Lofland es bastante menos de extraños de lo que presuponemos. En realidad, el anonimato no deja de ser una ilusión, un efecto óptico. Es más, cada personaje de cada cuadro escénico social sabe bien que el mínimo desliz, la menor salida de tono o paso en falso delataría de manera automática el fraude que toda identidad representada implica, aunque esa identidad sea la de individuo inindentificable, a la manera como la arrogante figura del cosmopolita o ciudadano del mundo aspira a llevar hasta su máximo nivel de pretenciosidad. Lo que oculta o cree ocultar en su puesta en situación no es sólo su verdadera identidad social, sino cualquier otra información susceptible de generar desconfianza o malestar en el interlocutor. Es eso lo que convierte a todo ser mundano en un ser apegado a su línea de fuga, un traidor, un agente doble, alguien que sufre un terror de la identificación, un impostor crónico y generalizado, ser sociable en tanto que es capaz de simular constantemente, exiliado de sí mismo, siempre en situación crítica –a punto de ser descubierto–, adicto a una moral situacional, en todo momento indeterminada, basada en la puesta entre paréntesis de todo lo que uno es más allá del contexto local en que se da el encuentro.

Pasamos de la negociación como trama a la negociación como trampa. Ninguno de los participantes en cada situación esporádica pierde de vista esos elementos apenas perceptibles que permiten detectar lo que los otros pretenden camuflar acerca de quiénes son en realidad, es decir cuál es lugar que ocupan en una estructura social que nunca deja de estar ahí, a pesar de que se juegue a olvidarse o a prescindir de ella. Eso ocurre incluso en los casos en que el interactuarte está bien entrenado y ha desarrollado una cierta habilidad a la hora de “dar el pego” social. Esa labor de rastreo de rasgos identificadores estratégicos se pone en marcha no sólo cuando las relaciones en contextos urbanos pasan de no focalizadas a focalizadas, es decir cuando la interacción obliga al otro a salir de su anonimato, sino incluso cuando ese otro cree estar en segundo plano o incluso al fondo del escenario. Hemos visto que el rabillo del ojo se ha ocupado de clasificar a ese ser anónimo justamente para hacer del enigma que pretende encarnar algo más bien relativo, puesto que ya lo ha tipificado, como mínimo, en tanto que digno de confianza o motivo de alarma. Esa capacidad para captar indicativos desacreditadores o incluso amenazantes puede demostrar una extraordinaria agudeza, sobre todo cuando los eventuales signos externos no son suficientemente esclarecedores sobre la identidad social de un interlocutor o cuando éste ha conseguido imitar formas de conducta consideradas adecuadas desde la cultura pública dominante. Es entonces cuando podemos comprobar hasta qué punto puede ser hábil esa máquina de hacer inferencias en que los microscopia social ha demostrado que nos convertimos en nuestras relaciones con desconocidos.
           
La lingüística interaccional ha advertido como la igualdad comunicacional –y con ella la esfera política en la que se institucionaliza– es, en el fondo, una quimera. Claro que individuos pertenecientes a subgrupos sociales distintos –y desiguales– pueden pactar encuentros supuestamente improvisados en los que demuestran su capacidad para conmutar sus códigos, por emplear una figura teórica tomada de la gramática generativa. Pero esa convergencia conversacional no puede ocultar, incluso en el seno de su propia historia natural, la divergencia social que hace por enmascarar. La ideología está ahí, como lo están todo tipo de disparidades estructurales, impregnando una situación discursiva cara a cara que nunca deja de estar guiada –incluso de la manera inconsciente– por pautas de interpretación e inferencia, si se nos permite expresión, con “denominación de origen”. Hasta cuando los aspectos más descarados de una identidad social inferiorizada han podido ser “perdonados” e incluso en el caso de que los interactuantes reproduzcan una estructura gramatical común, sus socilolectos no podrán evitar colocarlos en desventaja a la hora de dominar unas maneras de hacer y de hablar estandarizadas, que están estipuladas siguiendo cánones de conducta propios del estilo cultural dominante. A la hora de la verdad, el conversador más ordinario deberá demostrar la sofisticación retórica y el conocimiento de postulados con frecuencia no formulados que hagan de él un verdadero personaje anónimo, todo y sólo comunicación, en la medida que ha sabido superar, aunque sea por un momento y en situación, la fragilidad de su ser social real.

Ha sido Pierre Bourdieu quien ha puesto de manifiesto cómo los gestos más automáticos e insignificantes pueden brindar pistas sobre la identidad de quien los realiza y el lugar que ocupa en un espacio social estructurado. Bourdieu descalifica “la ilusión subjetivista que reduce el espacio social al espacio coyuntural de las interacciones, es decir a un sucesión discontinua de situaciones abstractas”. En efecto, el error de interaccionistas y etnometodólogos consiste en definir la situación no como un episodio en el que se encuentran ubicaciones reales en lugares reales de una estructura objetiva, sino como avatares irrepetibles en que seres singulares generan oportunidades no menos singulares. Pero esa virtud poco menos que portentosa del encuentro casual, que es en lo que consiste ese rasgo especial de la vida en las ciudades que es la serendipia, es una superstición. Los cruces en apariencia espontáneos nunca dejan de estar orientados por la percepción de indicadores objetivos, por tenues que resulten, que se desprenden de una inspección que, ya a primera vista, procura pistas indicativas de una desventaja social preexistente. Pueden ser éstas pequeños rasgos relativos al cuidado personal o vestimentario, por supuesto, pero también conductas que advierten de una falta de autocontrol que predomina en los sectores sociales más débiles, como fumar o padecer sobrepeso. Bourdieu llama la atención acerca de cómo esa función identificadora indirecta puede venir dada por los gustos personales que se detentan o proclaman, a partir de los cuales los ineteractuantes podían ser localizados en un esquema clasificatorio capaz de distinguir adhesiones ideológicas, inclinaciones culturales, pero sobre todo emplazamientos estratégicos del organigrama social en vigor.

No vale llamarse a engaño. No existen sociedades anónimas, es decir formas de vínculo social cuyos componentes humanos sean totalmente extraños unos a otros. Quizás existan espacios del anonimato, pero no puede haber seres espaciantes –permítase evocar a Heidegger– anónimos, es decir individuos que desarrollen en esos espacios vínculos completamente desafiliados. Sólo en mera teoría nos corresponde el  derecho a ser reconocidos como no reconocibles. Puede ser que existan territorios sin identidad, pero no cuerpos sin identificar, es decir sin enclasar. Ni los espacios públicos o semipúblicos urbanos –la calle, la plaza, el vestíbulo, el parque, el transporte público, el café, la discoteca...–, ni los supuestos no-lugares –aeropuerto, hotel, centro comercial...– son excepciones de ese mismo principio que Durkheim y Mauss, en un artículo ya clásico e indispensable, advirtieron vigente en las sociedades más remotas: pensar es pensar socialmente y pensar socialmente es clasificar socialmente, es decir aplicar sobre la realidad circundante una trama o parrilla taxonómica que no tolera la ambigüedad y la exorciza.

Nadie es un desconocido total. Hay quienes ni siquiera pueden intentar serlo. Otros consiguen prolongar un poco más su intriga, aunque no se tarde en desenmascararlos demasiado y, como suele decirse, “ponerlos en su lugar”. Es a quienes somos capaces de mantener por más tiempo una apariencia de clase media que nos es dado gozar de comarcas en las que reina sólo la comunicación, en algunos casos hasta exaltada por todo tipo de emociones compartidas. La ecúmene del lenguaje nos ha rescatado de lo real, nos ha deparado la ilusión de que era posible ser nadie, ser cualquier, ser todos; perder nombre y domicilio; no haber nacido antes de ese momento. Habíamos creído que nos era dado esconder nuestra vida, pero no hemos podido; nunca podemos del todo. Siempre brindamos más información sobre nosotros de la que nos imaginamos y de la que desearíamos. 

Seguramente tenía razón Ortega y Gasset cuando afirmaba que nuestra pretensión de que podemos ocultar algo que nos conviene que los demás no conozcan está del todo injustificada: “somos transparentes los unos a los otros”. Benjamin llegó a una conclusión parecida cuando, en su famoso ensayo sobre Baudelaire, reconocía que “nadie es del todo indescifrable”. Por eso es inútil resistirse a la identificación, porque nos pasamos el tiempo aplicando sobre los demás lo que los demás aplican sobre nosotros: un entramado preexistente de categorías, algunas de las cuales excluyentes e incapacitadoras. Porque los participantes en cualquier encuentro aplican esquemas perceptuales y reproducen principios normativos que determinan la definición y el transcurso de cada secuencia de acción, no podemos evitar que los pequeños detalles nos delaten. Podemos sacrificar nuestra identidad en orden a ser aceptables para los otros, pero falta que los otros acepten y den por buena la ofrenda. No existen, salvo en el campo de lo virtual o de la fantasía, sociedades desencarnadas, relaciones inmateriales entre seres sin un cuerpo. Más tarde o más temprano aquellos con quienes estamos reconocerán las marcas visibles o invisibles que detentamos sin querer y en las que está inscrito quiénes somos, cómo hemos llegado hasta aquí y a dónde queremos ir a parar.


Tú 'étnico', yo normal

Foto de Andrew Winning/Reuter

Este artículo, aparecido en la edición catalana de El País del 23-12-1996, fue uno de los que publiqué en relación con la exposición "La ciutat de la diferència", que en aquellos momentos comisariaba en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona.

TU "ETNICO", YO NORMAL
Manuel Delgado

Entre los móviles que animaron La ciudad de la diferencia, la exposición que puede visitarse en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, estuvo el de denunciar como la xeno¬obia adopta con frecuencia formas sutiles, hasta tal punto astutas que pueden hacerse pasar por aportaciones a la causa antirracista. Así, por ejemplo, nociones como "multiculturalismo", "interculturalidad", etc., pueden acabar dándole la razón a quiénes dan por sentado que las diferencias culturales son irrevocables. Algo parecido pasa con la pretensión de que existen "minorías culturales", que pueden delimitarse con claridad a partir de rasgos de una singularidad extrema e irreversible. Se trata, al fin, de un perspicaz dispositivo de estigmatización, en tanto el grupo "minoritario" es catalogado aparte no a partir de cualidades que posee, sino de atributos que se le asignan. Es decir, toda catalogación como "minoría" minoriza automáticamente a quien se adjudica. Esto se agrava todavía más cuando se invoca la condiión "étnica" de esta minoría, puesto que en el imaginario social vigente lo "étnico" está asociado a lo inferior.


Para los etnólogos y para los diccionarios, "etnia" sencillamente qui¬ere decir "pueblo": un grupo que se considera diferente de los demás y que aspira a continuar siéndolo. Para que esa reducción a la unidad se lleve a término, una comunidad subraya ciertas marcas históricas, religiosas, costumbrarias, lingüísticas..., que pueden ser parte manipulada de un patrimonio ya disponible o consecuencia de una invención reciente. Toda etnia es consecuencia de una red de relaciones, en la que intereses contrapuestos encuentran en una presunta personalidad colectiva mecanismos de cohesión y coartadas legitimadoras. En realidad, las etnias no son lo que alimenta la compartimentación étnica, sino, al contrario, la realidad virtual que resulta de aplicar sobre la población de un territorio dado un esquema clasificatorio hecho de identidades. La diferenciación es, así pues, la causa, que no el resultado, de las diferencias.

Prescidiendo de esa definición rigurosa, lo étnico sirve, entre nosotros, para definir una situación de minusvalía cultural, ya que se restringe a colectivos o/y producciones culturales "no modernos". Una danza sufí es "étnica", un vals vienés, no. Un restaurante sirio es "étnico", una hamburguesería o una pizzería, no. Conflictos claramente étnicos Bélgica, Irlanda del Norte, País Vasco jamás son presentados como tales, en la medida que el calificativo "étnico" sólo puede destinarse periodísticamente a pueblos no homologados como "avanzados".

En la práctica, tal y como el crucigrama de este mismo diario recuerda periódicamente, "etnia" se emplea como sinónimo del ya de por sí racista concepto de "raza", que divide a los seres humanos en función de su fenotipo. Para la mayoría de personas, en efecto, las principales minorías étnicas presentes en Catalunya son los moros, los negros y los gitanos. Aplicada a los inmigrantes, son "minorías étnicas" las formadas por individuos procedentes de países pobres y en situación ilegal o precaria, y dan pie a grupos inexistentes "magrebíes", "subsaharianos", "asiáticos" , ignorando distinciones fundamentales para los propios afectados, tales como, por poner algún caso, fang-bubi o árabe-bereber. Por supuesto que no se aceptaría algo tan evidente como que los franceses o los extremeños son, aquí, tan "minoría étnica" como puedan serlo las chachas filipinas o los indios peruanos.

En resumen, la noción de "minoría étnica" funciona para organizar jurídica y policialmente la marginación social y la mano de obra barata. En la fantasía política dominan¬te, la "minoría étnica" distingue a aquellos que han sido insta¬lados abajo, en el límite o más allá del sistema social, a los que podemos eventualmente hacer objeto de nuestra misericordia, "tolerándoles" existir en su rarez. El propio movimiento antirracista cae en la trampa, organizando festivales en los que los inmigrantes se folclorizan a sí mismos, preparando convulsivamente platos de cus-cus o entregándose a todo tipo de danzas más o menos "tribales". Pidiendo perdón por sus extrañas costumbres, dan por bueno el supuesto de que sus dificultades tienen que ver con su "cultura" y no con las injusticias de ese orden socioeconómico que les ha mandado llamar y que ahora les man¬tiene a la intemperie.

Por todo ello, no deja de ser una pena que, en nombre sin duda de las mejores intenciones, el III Congreso de Periodistas Catalanes hayan reclamado un lugar bajo el sol mediático para el "étnico" el moro, el negro, el gitano , a la manera del asiento que se reserva en los transportes públicos para los discapacitados. Como si una chispa de exotismo en los telediarios o en las telenovelas fuera capaz de redimir las deportaciones, las detenciones, las palizas y la explotación con que muchos de nuestros vecinos pagan su condición de "étnicos".

Una pena también que, puestos a contribuir a hacer un poco más amable nuestra sociedad, los periodistas no hayan sido capaces de ver como, día a día, alimentan de leyendas la imaginación de los intolerantes, las nuevas formas de inquisición y las políticas oficiales de exclusión. Que se hubieran puesto a pensar en serio qué están diciendo cuando, como sin querer, van y dicen: "problema de la inmigración", "tribu urbana", "secta destructiva".





Sobre el orden social en el plano de la interacción

La foto es de Yenthem

Fragmento de la conferencia "El espacio público y otras ficciones urbanas", pronunciada en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia en Medellín, el 3 de febrero de 2011.

SOBRE EL ORDEN SOCIAL EN EL PLANO DE LA INTERACCIÓN 
Manuel Delgado

La presunción relativa a la autonomía de los acontecimientos que se producen en el transcurso del flujo de los encuentros, es decir a la consideración en tanto que realidad exenta de la situación comunicacional, se desvela un espejismo cuando se pone de manifestó que el espacio de los entrecruzamientos sociales por excelencia, esto es el espacio público urbano, no es tanto el proscenio de la puesta en escena de las diferencias, como el de la puesta en escena de las desigualdades. En efecto, en cada cuadro dramático que se desarrolla en contextos públicos los intervinientes pueden perder la protección que les concede hipotéticamente el anonimato al verse delatados por indicios que denotan en ellos un origen socioestructural o una desviación de la norma susceptibles de provocar desazón o embarazo en sus interlocutores. Quién notó y colocó en primer término esa problemática –la de la manera como la situación no se produce en ningún caso de espaldas o al margen del orden social en cuyo marco se produce– fue Erving Goffman, que se instalaba de ese modo fuera del campo del interaccionismo simbólico para proponer una línea microsociológica más afín a la tradición estructural-funcionalista en la que se formara. Para Goffman, la atención por la versatilidad y dinamismo de los microprocesos sociales era del todo compatible con la puesta en evidencia de que la interacción está gobernada por regulaciones sociales ajenas y anteriores a la situación. Es más, es a él a quien cabe el mérito no sólo de contemplar como la acción situada encarna el orden social establecido, sino la manera cómo los intervinientes en cada interacción están contribuyendo de forma activa a su mantenimiento, aviniéndose en todo momento a colaborar y luchando por mantener a raya cualquier factor que lo amenace.

La perspectiva interaccionista –como ocurre con la etnometodológica, las teorías de la conversación y otras variables de construccionismo cognitivista– trabaja a partir de un supuesto troncal que otorga a los intervinientes en cada encuentro la capacidad de determinar o intentar determinar en el curso mismo de la acción lo que en ella va a suceder. Esa perspectiva no niega que ciertos determinantes estructurales –por ejemplo los derivados de una estraficación clasista, étnica o de género o cualquier otra forma de jerarquización social– tengan un papel importante en la coproducción de consenso y en las transacciones comunicacionales, pero éstas no son una mera reverberación de esas relaciones asimétricas, sino “otra cosa”, y otra cosa para la que libertad de decisión y acción de los individuos es decisiva. Ese supuesto que los interaccionistas asumen permite distinguir entre contexto estructural y contexto de negociación. El contexto estructural pesa sobre el de la negociación, pero éste remite a condiciones y propiedades que son específicas de la propia interacción y que intervienen decisivamente en su desarrollo. Es tal distinción la que Goffman no reconocería como pertinente, puesto que la autonomía de la interacción respecto de la estructura social en que se produce es una pura ficción, en tanto presume una improbable capacidad de los seres humanos para superar o incluso vencer las constricciones ambientales de las que proceden, desde las que han ingresado en la interacción y la han definido, y que pueden ocultar o disimular, pero que en ningún momento abandonan. En efecto, para Goffman, en cada negociación los individuos trasladan y encarnan los discursos y los esquemas de actuación propios del lugar del organigrama social desde el que y al servicio del cual gestionan a cada momento su presentación ante los demás. 

Siempre ha resultado comprometido encasillar a Goffman en una corriente determinada. La génesis y la composición de un pensamiento como el suyo es un tema controvertido y al propio sociólogo o antropólogo canadiense –su propia adhesión disciplinar ya es incierta– le disgustaba profundamente que se le aplicaran etiquetas. Goffman asume las preocupaciones de la Escuela de Chicago; aprende de sus representantes –sobre todo de Thomas, Park, Warner y Hugues– y centra su atención en asuntos que ya habían sido axiales para los pragmáticos; recoge el protagonismo que Simmel le asigna desde la sociología clásica al trenzamiento infinito de pequeñas formas de socialidad; dialoga intensamente con G.H. Mead y adopta de él como central la idea de self y es adoptado como alumno por quien inventa el interaccionismo simbólico como corriente sociológica, Harold Blumer... La perspectiva de Goffman es sin duda situacional, pero su apuesta por el microanálisis aparece atravesada por un énfasis preferente en el orden social, por cómo éste busca preservarse a toda costa y hacer reversible cualquier dinámica que pudiera afectarle; por la complicidad activa que los individuos aplican a la hora de que reprimir o suprimir los factores que alterarían la disposición del mundo social; por la manera como los miembros del grupo sacralizan aquello de lo que de algún modo dependen... Lo que parece preocupar a Goffman no es cómo los individuos pueden cambiar el orden de sus relaciones y la estructura en que se mueven, sino, al contrario: cómo, conscientes de esa virtualidad, la neutralizan y se obligan a sí mismos a ofrecer permanentemente muestras de que no piensan ejercerla, puesto que conocen y temen el precio en forma de desaprobación o castigo que habrán de pagar por ello.

Son esos elementos nodales en su análisis los que convierten al autor de La presentación de la persona en la vida cotidiana, por muy sintética o ecléctica que se quiera ver su aportación teórica, no tanto un interaccionista sino más bien como alguien marcado por la sociología de Durkheim –de ahí el protagonismo otorgado a las ritualizaciones– y cercano al estructural-funcionalismo de Radcliffe-Brown, a quien Goffman reconoce con orgullo que  estuvo a punto de conocer un día, tal y como reza la dedicatoria a él dirigida con que se abre su Relaciones en público (Alianza). En cuanto a su relación con el interaccionismo simbólico, con el que un cierto lugar común tiende a emparentarlo, fue el propio Goffman quien se encargó de desmarcarse de esa corriente. Compartía con ella el mismo acento en la importancia de contingencias situacionales, pero no podía compartir el presupuesto que concedía a los individuos capacidad de pactar su realidad más allá de marcos de referencia –ese concepto de resonancias cinematográficas y tomado de Gregory Bateson, que tan esencial resulta para entender la madurez teórica de Goffman– que siguen lógicas y mecanismos impersonales, ajenos a la voluntad de quienes participan de y en ellos y que éstos no pueden sino acatar, dando permanentemente señales inequívocas de que piensan hacerlo. Recuérdese que, para Goffman, los marcos de referencia primarios son los principios de organización que gobiernan objetivamente y dan sentido subjetivo a los acontecimientos. La voluntad, la inteligencia, la astucia o el esfuerzo de los agentes que participan pueden manipularlos, transformarlos, moverse en ellos, incluso vulnerarlos, de igual modo que los intereses de cada cual pueden motivar interpretaciones y respuestas distintas relativas a su significado,  pero todo ello de forma parcial y relativa, puesto estos marcos funcionan a la manera de una pauta natural que guía y controla correctoramente en todo momento la experiencia y la acción sociales.

Como se ha puesto de relieve, el microanálisis goffmaniano es situacional. Para Goffman la situación es un orden social en sí mismo, una entidad que puede y debe ser percibida –tal y como quería Durkheim para cualquier forma de colectividad– como una realidad sui géneris, dotada de sus propias leyes y de sus correspondientes transgresores, de sus principios de organización, de sus jerarquías, de sus propias funciones y estructuras. Pero poco que ver con la pretensión de interaccionistas y etnometodólogos de que la situación es un orden surgido a instancias de la propia iniciativa de los concurrentes. Es decir, y por emplear las palabras del propio Goffman en su discurso de investidura en American Sociological Association, “el orden de la interacción es el orden social en al plano de la interacción”. En ello Goffman, repitámoslo, no se aparta de la tradición sociológica clásica –Parsons, por ejemplo–, para la que las actuaciones y las percepciones recíprocas están orientadas por modelos normativos preestablecidos. Las propiedades situacionales son las propiedades de la situación, pero no las que aporta la tarea interpretativa e intencional de los sujetos, vistas desde su propio punto de vista, sino aquellas otras en las que encontramos la huella de las reglamentaciones que estructuran los momentos  desde fuera y que los actuantes asumen la tarea actualizar. Todo ello escrutado desde una óptica casi naturalista –émic, diríamos los antropólogos–, para la importante no son los actores, sino en las acciones, y acciones en las que, para Goffman, no hay actores, sino más bien personajes. En cada encuentro lo que se trenza no son sólo subjetividades autónomas y creativas que negocian qué está pasando, sino sobre todo objetivizaciones estructurales, puntos y roles en el organigrama social, que encuentran en cada coyuntura la oportunidad de ponerse a prueba y salir finalmente victoriosos. El grueso de la actividad de quienes construyen la sociedad de los encuentros públicos no es producir mundos inéditos e irrepetibles, sino justamente evitar que los avatares de la vida, la ambivalencia y la incertidumbre que no dejan de suscitar, desgasten, desmientan o desacaten la presunción que todos comparten de que el orden social que encarnan es más consistente e imperturbable de lo que realmente es.

Y eso es así en tanto esa sociedad en miniatura hacia la que Goffman conduce nuestra atención –la situación– no es un simple reflejo mecánico y fiel de los marcos macrosociales en que se desarrolla. Al contrario, en lugar de ver confirmada la estabilidad y la predictibilidad de que en principio debería proveer el trasfondo estructural de la situación, lo que nos encontramos es algo que Talcott Parsons ya había notado como semioculto en el orden social: un universo de inestabilidades, turbulencias e incongruencias, que no hacen sino advertir de hasta qué punto el orden social nunca está del todo ordenado, nunca tiene garantizada su solidez e irrevocabilidad e insinúa en todo momento, más cuanto más de cerca lo contemplamos, su fondo incierto y su temblor continuo. Es entonces que descubrimos lo que a los concurrentes en cada situación les cuesta contribuir a que esa miniatura de orden social en el que participan no estalle, no se derrumbe o se hunda, y lo hacen restituyéndolo una y otra vez, en una labor casi sisífica, por medio de numerosos y constantes rituales minimalistas que van corrigiendo, reparando, reestructurando los constantes desperfectos que sus propias acciones y omisiones y las de los otros no pueden dejar de provocar.

Es en esa obra fundamental para las ciencias sociales de la desviación que es Estigma donde Goffman más enfatiza el peso que sobre la situación ejercen estructuras sociales inigualitarias. Ese mundo de extraños se sostenía a partir de la radical actualidad de la situación y de la competencia –y el derecho– de los participantes en ella para no definirse y permanecer en el anonimato. En cambio, a la mínima oportunidad, una serie de tabulaciones clasificatorias que hasta aquel momento podrían haberse limitado a distinguir entre la pertinencia o no de las actitudes percibidas inmediatamente y de su resultado inminente, pueden, en cuanto se desencadena la focalización, dejarse determinar por una identidad social reconocida o sospechada en aquel o aquellos con quienes se interactúa. El identificado como portador de un rasgo minusvalorizante –pertenencia a un segmento social considerado bajo o peligroso, adhesión cultural inaceptable, discapacidad física o mental– pierde automáticamente los beneficios del derecho al anonimato y deja de resultar un desconocido que no provoca ningún interés, para pasar a ser detectado y localizado como alguien cuya presencia –que hasta entonces podía haber pasado desapercibida– acaba suscitando  malestar, inquietud o ansiedad. Un relación anodina puede convertirse entonces, y a la mínima, en una nueva oportunidad para la humillación del preinferiorizado, para un rebajamiento que puede adoptar diferentes formas, que van de la agresión o la ofensa a una actitud compasiva, tolerante e incluso “solidaria”, no menos certificadoras de cuán ficticia era la tendencia ecualizadora de la comunicación entre desconocidos en contextos públicos urbanos.




Identidades en acción


Fragmento del prólogo para Arianna Re, Identidades en proceso de construcción. Reflexiones sobre la auto-identificación totonaca en los estudiantes de la Universidad Intercultural El Espinal, Veracruz, México, UNAM, México DF, 2015

IDENTIDADES EN ACCIÓN
Manuel Delgado

Bien está que se nos vayan aportando evidencias fundamentadas de hasta qué punto es preciso descartar la presunción teórica para la que a toda identidad étnica o de cualquier otro tipo le correspondería una concepción del mundo cerrada y completa, alterable por fenómenos de contaminación o decadencia. El excelente informe de investigación que Arianna Re nos presenta a continuación insiste en que la antropología explica las culturas, pero no por ello defiende que las culturas expliquen algo. Las revisiones que en los años 60 y 70 del siglo pasado reconsideraron el concepto de identidad cultural desde el marxismo —Balandier, Riberiro—, el estructuralismo —Lévi-Strauss— o el interaccionismo simbólico —Barth— ya le negaron a esta toda sustantividad y reconocieron su valor real más bien como incierto nudo entre instancias, irreales en sí, inencontra­bles cada una de ellas por separado, y a las que no les correspondería ningún contenido específico o, mejor dicho, a las que les podrían corresponder unos contenidos específicos cualesquiera. 

De esa razón son los presupuestos que le permiten a la autora seguir cómo los estudiantes totonacos de una de las universidades interculturales mexicanas construyen su identidad como indígenas como una categoría adscriptiva que resulta de su interacción con otros y con el Estado. El caso estudiado pone de manifiesto cómo una unidad identitaria supuestamente discreta —la totonaca— no nutre la clasificación que la clasifica, sino que resulta de ella, demostrando una vez más que no nos diferenciamos porque somos diferentes. sino que somos diferentes porque nos diferenciamos o nos diferencian. 

Como señala y va ilustrando la investigadora a partir del objeto de su indagación, las afirmaciones identitarias, incluso su exacerbación, solo se pueden entender, tal y como se dan hoy, como consecuencia de procesos asociados a la globalización al tiempo cultural y económica del planeta. Es la promiscuidad cultural, la proliferación de espacios abstractos como los cibernéticos, el flujo de capitales y verdades, el aumento de las interrelaciones y las mixturas, lo que lleva a desvanecerse toda ilusión de pureza y a buscar el contrapeso de tal frustración en autenticidades que, ajenas al mundo, no pueden ser más que puramente teóricas y encontrar su confirmación sólo en el convicción ideológica o en la efusión sentimental. Sólo en ese plano del pensamiento y la emoción puede restablecerse una verdad identitaria nunca conocida, pero que se puede sentir como perdida o enajenada. Frente al desorden y la fragilidad de lo real, sólo queda ya la estabilidad inmutable de identidades que no pueden ser sino imaginarias, es decir construidas en el fragor del conflicto y la crisis, como materias primas y al mismo tiempo resultado ineluctable de las grandes dinámicas de mundialización.

Ahora bien, conviene remarcar que los mecanismos que distribuyen los encapusalamientos identitarios pueden conocer diferentes razones y tener distintos efectos. Por un lado, la tendencia actual a absolutizar la diferenciación étnica o nacional se traduce en algunos casos en la sustitución del viejo racismo biológico por otro que naturaliza las peculiaridades culturales. Es cierto que hace bastante que el viejo racismo biológico dejó de ser la ideología responsable de la mayoría de situaciones de discriminación que se producen en la actualidad. Hoy por hoy, los marcos de desigualdad más importantes que afectan a comunidades diferenciadas en un sentido negativo no se justifican en razones genéticas, sino sobre todo en la presunción que ciertos rasgos culturales, valorados como peyorativos, permiten colocar al grupo que se supone que los detenta en los estratos más bajos de una determinada jerarquía al tiempo social y moral y justifica su situación de vulnerabilidad social, con frecuencia sin derechos o con menos derechos que el resto de la población. Hablamos de lo que se presenta en la actualidad como racismo diferencialista, racismo identitario, fundamentalismo cultural o racismo cultural, términos intercambiables que remiten a las nuestras estrategias discursivas de y para la exclusión social.

Tenemos por tanto que la identidad es, hoy, el instrumento discursivo mediante el que personas y grupos enteros son colocados en desventaja en la vida social, como consecuencia de su asignada incompetencia crónica e insalvable para incorporarse a la vida civil plenamente normalizada por causa de su singularidad "cultural", como ocurre con "minorías étnicas" de un determinado país o con trabajadores extranjeros "etnificados", es decir clasificados popular y administrativamente en función de etiquetas culturales casi siempre del todo arbitrarias.

Ahora bien, una vez constatado que, en efecto, tanto la exclusión como la inclusión forzosa de grupos humanos es hoy ejecutada en base a argumentos en clave identitaria, no es menos cierto que la identidad puede servir –y sirve con idéntica eficacia– para que esos mismos grupos sociales maltratados busquen en la identidad –no pocas veces aquella que se les asignó con fines estigmatizadores– un instrumento a través del cual sintetizar sus intereses particulares y la lucha por su emancipación. Sabemos bien que ese ha sido el caso de todas los conflictos antiimperialistas, de todas las guerras de liberación nacional y de todas las vindicaciones de sectores que se sienten de un modo u otro inferiorizados injustamente y plantean contenciosos vindicativos. Es el caso de comunidades nativas de todos los continentes numerosos países y, en general, por todo tipo de grupos minoritarios —léase minorizados— por sus características reales o atribuidas. Así vemos que grupos hasta ahora estigmatizados pueden reclamar su reconocimiento como diferentes y diferenciables a partir de aquel rasgo que los estigmatizada. En Europa, por ejemplo, los trabajadores extranjeros pueden asumir la catalogación "étnica" que se les ha atribuido o el epíteto siempre de algún modo despectivo de "inmigrantes" para defender sus derechos, en la línea de la vieja consigna indigenista “Como indios nos conquistaron; como indios nos liberaremos”.

Ese uso del diferencialismo como argumento para las luchas en pos de la equidad se basa en un postulado lógico, cual es que para ser reconocido alguien o algo como sujeto –colectivo, en el caso de las identidades grupales del signo que sea– es indispensable ser habilitado antes como entidad diferenciada y diferenciable. De ahí la consigna antirracista “Todos iguales, todos diferentes”. No es casual, puesto que la identidad es el requisito que todo Estado moderno exige siempre a sus interlocutores. En otras palabras, no se puede interpelar o ser interpelados por una Administración, del tipo que sea, sino se detenta algún tipo de reducción a la unidad que permita identificarse –aparecer como dotado de identidad, individual o colectiva– ante ella.

Esa versatilidad que podemos apreciar en los usos del concepto de identidad está a la altura de un mundo en que están en permanente tensión tendencias que, siento antagónica, pueden convivir en el seno de un mismo colectivo social autoconsciente de una singularidad que no puede ser sino artificial y construida. De un lado las inclinaciones heterofóbicas o alterofóbica, es decir a experimentar rechazo y miedo a la heteroge­neidad y a buscar, a veces de manera frenética y agresiva, una homogeneidad absoluta entre los individuos y los grupos que forman la sociedad de la que se participa o el propio grupo en sí mismo. Esa la base de los movimientos racistas y del nacionalismo excluyente así como de los mecanismos de estigmatización y de marginación que afectan a aquellos considerados excesivamente o inaceptablemente distintos. También sería el caso de políticas oficiales ante el pluralismo cultural de naturaleza más o menos reactivas, es decir, que se plantean estrategias para hacer frente o domesticar a las tendencias a la diversificación de las sociedades contemporáneas, procurando respuestas normativas que se plantean casi siempre en términos de asimilación forzada de los considerados extraños, que a menudo son presentados como una amenaza para la supervivencia de la cultura autóctona del país que los recibe e incluso para el conjunto global de los principios abstractos que debe regir el conjunto de todas las sociedades, es decir los derechos humanos universales. En Europa lo sabemos bien por la insistencia en mensajes en ocasiones de origen institucional que urgen a afrontar la amenaza cultural extraeuropea en orden a la preservación de la "cultura de Occidente", lo que implica la segregación de todos aquellos que se muestren recalcitrantes ante el principio de homogeneización que les imponen, la clandestinización de prácticas consideradas problemáticas y la institucionalización de guetos donde el grupo sólo puede ser lo que es en sus relaciones internas.

Pero ese clima de rechazo y desconfianza ante la heterogeneidad, se desarrolla otro no menos intenso que podríamos llamar heterofilico o xenofilico, que consistiría en una reivindicación del derecho a la diferencia cultural para el propio grupo, pero también con aquellos con los que convive en contextos siempre en una grado u otro globalizados. Esta actitud no se limita a considerar que el pluralismo cultural es enriquecedor, sino que toma conciencia de su inevitabilidad, como requisito para que se realicen con eficacia la complejidad funcional de las sociedades actuales e intuyendo que, en un plano aún más profundo y estratégico, para que la inteligencia pueda ejercer su acción ordenadora sobre la experiencia.

Tenemos entonces que la identidad justifica dinámicas contradictorias y conflictivas y, por ello mismo, creativas. Es muy posible que haya demasiados factores sociales, económicos, históricos e incluso psicológico‑afectivos complicados en la génesis de la intolerancia para pensar que la convivencia en las sociedades actuales, cualquier que sean sus dimensiones, se liberará por completo algún día de los enfrentamientos entre identidades. La capacidad de autorrenovación que presentan los discursos y las actitudes agresivas contra los que sólo pueden ser acusados de ser lo que son se ha puesto de manifiesto en el fracaso de las campañas oficiales antirracistas y en pro del derecho a la diferencia. Estas iniciativas se han centrado en vagas proclamaciones éticas y sentimentales y en simplificaciones que han reducido las cuestiones abordadas a su caricatura y que, como máximo, han servido para tranquilizar la conciencia de los sectores bienpensantes de cada sociedad. Frente a los planteamientos que diseñan sociedades armonizadas de una forma inverosímil, debemos esperar una renovación perpetua de las relaciones crónicamente problemáticas de los grupos humanos coexistentes. Algunas luchas generadas o justificadas por la diferencia cultural se apagarán, pero aparecerán otras nuevas. En cuanto al prejuicio, la marginación, la discriminación, la segregación, el racismo, el sexismo, la xenofobia y otras modalidades de estigmatiza­ción, son mecanismos que han demostrado su eficacia para excluir y culpabilizar a ciertas identidades —viejas y nuevas— a lo largo de los siglos, y sería ingenuo pensar que quienes detenten la hegemonía política o social en cada momento dejarán de ejercerlos alguna vez. Más aún, seguro que encontrarán formas cada vez más ingeniosas para expresarlos y aplicarlos.

La investigación de Arianna Re permite reconocer, a través de un caso concreto —y en ello reside su valor especial— cómo las sociedades son plurales por definición; que no hay "culturas híbridas", puesto que todas lo son. Cada porción de humanidad en que nos fijemos —por pequeña que sea­— está conformada, hoy, por humanidades diferenciadas que el desarrollo económico y demográfico ha llevado a vivir en marcos geográficos cada vez más restringidos. No hay duda de que los problemas del futuro, aún más que los del presente, tendrán mucha relación con esta situación donde la tendencia a la homogeneización cultural se compensará con una intensificación creciente de los procesos de diferenciación cultural. Para encarar estos problemas y mantener a raya las tendencias al abuso, la intolerancia y la exclusión, habrá que hacer realidad dos principios fundamentales, aparentemente antagónicos, pero que de hecho se necesitan uno al otro. Por un lado, el derecho a la diferencia, es decir, el derecho de los grupos humanos a mantenerse unidos a los demás por aquello mismo que los separa; por el otro, el derecho a la igualdad, es decir, el derecho de aquellos que se han visto aceptados tal y como son a ser indiferenciables en la lucha por la justicia.




El ciudadano del mundo como ser superior

Foto de Eleanor Hardwick

Fragmento de la intervención en el workshop internacional Pragmatiques du cosmopolitisme urbain. Épreuves, resources, interactivité, celebrado en la Université de Paris-Ouest, Nanterre-La Défense, los días 10 y 11 de abril de 2014, organizado por el Laboratoire Mosaiques. Le agradezco especialmente al profesor Pedro José García Sánchez su invitación.

EL CIUDADANO DEL MUNDO COMO SER SUPERIOR
Manuel Delgado

El mundano, el cosmopolita o "ciudadano del mundo", es un personaje abstracto que actúa en el universo de interacciones más o menos puras que imaginan las teorías hermenéuticas de la situación. Este personaje, al que se le asigna la capacidad de dar forma a voluntad la división entre lo público y privado —es decir entre lo que se decide someter a la vista y el juicio de los demás y lo que no— es el mismo que suponemos protagonista de lo que se conoce como democracia participativa.

En efecto, este héroe de la interacción como concreción de la hipotética sociedad urbana anónima es idéntico al que juega el papel central en el sistema político liberal, basado en el individuo autónomo, responsable y racional, adecuadamente calificado para manejar las interacciones en que se va viendo complicado, agente libre y consciente de su potencial para ejercer intercambio comunicativo generalizado, esa especie de rey de la creación de la democracia : el ciudadano. Más allá de la filosofía política, el democraticismo radical también bebe también una sociología de las relaciones urbanas entendidas como hilvanadas a partir de estrategias de coordinación, diálogo y cooperación que se articulan en el transcurso mismo de la interacción y que responden a lo que podríamos llamar una cierta inteligencia contextual. 

Todo esto tiene lugar en otro escenario no menos hipotético: el espacio público. El espacio público no como lugar de visibilidad y accesibilidad mutuas, en la que los individuos se someten a las miradas y las iniciativas ajenas. El espacio público, tal y como se está empleando en la actualidad el concepto, se plantea como algo mucho más trascendente ya no es solo el exterior urbano, la calle o la plaza, el marco de las prácticas cívicas concretas, sino aquel del que se espera que devenga el marco en el que la pluralidad se somete a las normas pertinentes, racionales y defendibles de comportamiento, incluyendo la generación y mantenimiento no determinadas normas legales, normas y principios abstractos que equivalen a una supuesta auto-organización significativa de las operaciones y los operadores concretos, una forma de convivencia provisional basado en disposiciones y dispositivos prácticos, que emana un cierto sentido común, a menudo siempre ad hoc.

La mundanidad y el cosmopolitismo necesitan ocultación o al menos soslayo de cualquier identidad que no esté estrictamente limitada a la construcción de la situación como sociedad endógenamente constituida. El mundano, de hecho, es el protagonista de la experiencia urbana moderna y, al mismo tiempo, fundados del concepto político de ciudadanía, atribuido a una masa corpórea con rostro humano, cuya sola presencia la hace digna de derechos y deberes, respecto de los cuales la identidad social real es insignificante, en un espacio abstracto de convivencia del que él sería rey.

Ahora bien, a muchísimas personas de nuestro entorno no les es dado conocer la suerte del pintor de la vida moderna al que Baudelaire consagrara uno de sus más conocidos textos, ese merodeador urbano, observador abandonado a la pura diletancia ambulatoria, el flânneur. Un número importante de individuos pueden modular sus niveles de discreción y en ciertos casos pueden incluso desactivar su capacidad para el camuflaje asumiendo fachadas –en el sentido goffmaniano– que indican de forma inequívoca una determinada adscripción ideológica, estética, sexual, religiosa, profesional, etc. Desde una pequeña insignia en la solapa a un uniforme completo, existen diferentes maneras a través de las cuales las personas pueden informar a los demás acerca de un determinado aspecto de su identidad que desean o necesitan que quede realzado. Pero para otros no hay opción factible. Hagan lo que hagan no podrán escamotear rasgos externos –fenotípicos, fisiológicos, aspectuales en general, aunque sean circunstanciales– que hacen de ellos seres marcados, la relación con los cuales es problemática puesto que han de arrastrar todo el peso de la ideología que los reduce permanentemente a la unidad y les fuerza a permanecer a toda costa en ella. Siempre o con frecuencia, el inmigrante, el negro, la mujer, el ciego, el pobre, la persona con alguna discapacidad, el homosexual, el joven y tantísimos seres humanos que no ha podido camuflar quienes son más allá de la interacción situada, son automáticamente colocados en un estado de excepción que los negativiza, los inhabilita total o parcialmente para una buena parte de intercambios comunicacionales. A estos individuos se les ha encapsulado en una cuadrícula clasificatoria que ha hecho de ellos lo que se supone que son y sólo lo que se supone que son y que les obliga a pasar buena parte de su tiempo brindando explicaciones sobre la desviación, el exceso o la carencia que se les atribuye.

Otros, quienes tienen el privilegio de dominar los modales y el aspecto de clase media, tienen más posibilidades de ejercer esa indefinición mínima de partida que permite escoger cuál de un repertorio limitado de roles disponibles va a desarrollarse en presencia de los otros. De los “normales” se espera que escojan el rol dramático más adecuado en orden a resultar procedentes, es decir aceptables en relación con lo que determinado escenario social espera de ellos y que ellos deberán confirmar. En eso consiste precisamente lo que se ya se ha reconocido como mundanidad, que se basa en esa deseada abstracción de la identidad, esa grado cero de sociabilidad que es el anonimato, del que se sale sólo para autodefinirse y actuar en tanto que ser de relaciones, como mundano. como cosmopolita.

Quien se postula o pretende como "ciudadano del mundo" aspira a practicar una cierta promiscuidad entre mundos sociales contiguos o interseccionados, poder trasvestizarse para cada ocasión, mudar de piel en función de los requerimientos de cada encuentro. Si nuestro aspecto no delata de forma inmediata y flagrante ningún motivo de desacreditación, si podemos negociar nuestras sucesivas copresencias sin que nuestra identidad social real aparezca como un motivo de alerta o simple incomodidad en nuestros interlocutores, entonces se entiende que seremos dignos de sentarnos a la mesa imaginaria en que de igual a igual se juega a la sociedad cosmopolita. Tal privilegio sólo es merecible si los jugadores en cada partida –cada encuentro; cada ocasión social– sabe manejar el lenguaje de ese momento, es decir las reglas del juego, el código que lo rige, lo que exige en todos los casos un apagamiento o apaciguamiento del locutor que no siempre éste es capaz de ejercer.

Es esa labor de mundanidad –a la que, como ha quedado subrayado, no todo el mundo tiene pleno acceso– la que requiere el ocultamiento o al menos el desdibujamiento de toda identidad que no sea la estrictamente adecuada para la situación. En eso consiste ser ese desconocido que vimos que se suponía conformando la materia primera de la experiencia urbana moderna y que, a su vez, se situaba también en el subsuelo fundador de la noción política de ciudadano, que no es sino eso: una masa corpórea con rostro humano cuya simple presencia es en teoría merecedora de derechos y deberes en relación con los cuales la identidad social real es o debería ser un dato irrelevante y, por tanto, soslayable. Ese desconocido es aquel que puede reclamar que se le considere en función no de quién es, sino de lo hace, de lo que le pasa o hace que pase y sobre todo de lo que parece o pretende parecer, puesto que en el fondo es eso: un aparecido, en el sentido literal de alguien que hace acto de presencia en un proscenio del que él sería el rey y señor: el espacio público, en el sentido político del término, es decir en el de espacio en el que se hacen carne entre nosotros, cobran tiempo y espacio reales, los principios esenciales de la igualdad democrática. Pero ese sistema al que se atribuyen virtudes igualadoras está pensado por y para una imaginaria pequeña burguesía universal, que es la que puede reclamar ejercer el derecho al anonimato, es decir el derecho a no identificarse, a no dar explicaciones, a mostrarse sólo lo justo para ser reconocida como concertante en situaciones mundanas, en las que el encuentro se produce con gente que también ha conseguido estar “a la altura de las circunstancias”, es decir resultar predecible, no ser fuente de incomodidad o alarma. 

Es en lo que el argot político llama espacio público, mágico e inexistente en la realidad, donde se hacen carne y habitan entre nosotros los principios básicos y la igualdad democrática deja supuestamente de ser lo que es: una quimera. Pero ese sistema está diseñado por y para una imaginaria clase media universal cuyos miembros pueden puede reclamar el derecho a no identificarse ni ser identificados, a no dar explicaciones, a mostrar sólo lo justo para ser reconocido como concertantes, todo ello en reuniones con gente predecible, que no puede devenir fuente de molestias o alarma y que en todo momento exhibe buenos modales y un comportamiento adecuado. Es esa clase media universal la que puede constituir el cosmopolitismo, que no es sino la ideología de un club de elite en que ciertas personas —y solo ellas— pueden proclamarse "ciudadanos del mundo", lo que les permite, vayan donde vayan, sentirse siempre superiores a los demás.


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