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diumenge, 19 de novembre del 2023

La gramática secreta. Antropología y vanguardia

"Au rendez-vous des amis", de Max Ernst

Artículo publicado en la revista Diagonal, número 87, abril 1987

LA GRAMÁTICA SECRETA
Antropología y vanguardia
Manuel Delgado

Hay lugares que están justamente en la frontera que separa el mundo de lo otro. Esa frontera puede ser visible, cuando aquello de lo que nos preserva es de la alteridad exterior, esto es, de todo aquello que perteneciendo a un orden ajeno es percibido como irracional y estólida o perversamente ingenuo. Al otro lado del límite se encuentran aquellos que hemos llamado primitivos, bárbaros o salvajes, pero también nuestros rústicos, los hacedores de la cultura folk. Todos ellos pueblan la inmensa e impalpable jungla que rodea la ciudad, y que la ciudad teme, desprecia y ambiciona digerir entre sus cada vez más hambrientas murallas. Ellos son los moradores de la naturaleza. 

Pero hay otra frontera, ésta invisible. Los espacios que separa son plásticos y delimita territorios imperceptibles, que se sobreponen y confunden en el seno mismo de las ciudades y de cada uno de sus habitantes y de cada una de las experiencias que configuran su textura cotidiana. La vieja razón de la polis ha sabido desde siempre que la fortaleza del mundo que generó es sólo una ilusión y que, aliadas con las potencias que acechan desde fuera, las fuerzas de lo distinto y no comprendido coexisten con nosotros dentro mismo del caparazón y asedian desde el interior la imposible sensatez del día. Paul Eluard había constatado ya la presencia de otros mundos en el mundo, esto es, en aquello que los que hablan por los altavoces habían decidido que era el único mundo posible, el único orden lógico, la única razón razonable. A todo ello le habían llamado lo real, aún sabiendo que las voces de los otros, de dentro y de fuera, desmentirían aquella artificial unidad del cosmos que ellos necesitaban para establecer su imperio. Eran ahora las inaudibles palabras de los dementes, de la infancia, de las mujeres, de las multitudes, de la sexualidad, de todas las locas de la casa, que vociferaban por los pasillos y las calles su discurso alucinado y obsceno. 

Como una pústula repugnante, todas esas voces formaban un murmullo informe y atronador en que se desplegaban todos los poderes de la alteridad y la disidencia. Aún más allá, en los propios dominios de la personalidad, la conciencia parecía predispuesta a la deslealtad, y los sueños y el deseo, la fantasía y las pasiones venían a contribuir al trastorno de la armonía ficticia del orden que un día mostraron como el destinado a dominar el orbe. Al otro lado de la frontera los monstruos inconcebibles de la diferencia contestaban orgullosos y testarudos las propuestas de unificación y resistían incombustibles todos los intentos de destrucción o de domesticación. Eran la irrupción de los discursos extraños de la gestualidad del caos exterior o de todas las discordancias que desdecían la coherencia interior. Una sedición constante se pronunciaba con la risa, el paroxismo, el terror, la fascinación... Noticias recientes de lo irracional, deslizamiento hacia un reino desquiciado, caligrafía del delirio, vehemente expresión de un poder que no era el de los poderosos. 

Esas fórmulas de la alteridad, designadas como lo exótico para su variante exterior, lo maravilloso, lo mágico, lo extraordinario, lo espantoso... para sus expresiones en el seno mismo del mundo dominante, recibieron, a partir de finales del siglo pasado, la atención de dos maneras particulares e inconfundibles de estar ante las cosas. Esas maneras correspondían a los cultivadores de una ciencia que había decidido especializarse en el estudio de lo extravagante y extraño, la antropología, y a los que, desde la vanguardia creativa, se habían propuesto explorar los arcanos de la experiencia. Ambos habían decidido irse a vivir y a trabajar en los territorios de la frontera, fuera de la visible o de la invisible. Sabiendo que en este lugar sólo puede hacerse de aduanero o de contrabandista, habían optado inequívocamente por poner su mirada al servicio de la segunda de las alternativas. 

De manera inevitable los vanguardistas del arte habrían de acabar desembocando de una forma u otra, en la reflexión etnológica. De manera remarcable, el surrealismo protagonizaría un curioso fenómeno de maridaje con la antropología, que vendría a reemplazar el amor imposible y jamás correspondido que sintieron un día por aquella visión que, en un momento dado (después tal vez menos), había compartido con él la vida fronteriza: el psicoanálisis. Desdeñoso de aquel indeseado cortejo, el freudismo preludiaba con su desinterés y su desprecio hacia los surrealistas la que acabaría siendo una relación con vocación redentora hacia la alteridad. 

Del grupo más militantemente surrealista, aquel que encabezara André Breton, habrían de desgajarse dos de sus más indiscutidos exponentes, para ir a parar a una filosofía de claro matiz e inspiración etnológica, en el caso de Georges Bataille, o al más puro trabajo etnográfico sobre el terreno (en Brasil, en Africa), en el caso de Michel Leiris. Como había señalado el historiador del cine surrealista Ado Kyrou, “le marvelleiux est populaire”. La fascinación que sobre Bataille y Leiris ejerció no sólo como al resto del movimiento el arte y la cultura de los indios orientales o africanos sino también el vilipendiado folklore tradicional, pletórico de gestos, palabras, ritos y mitos asombrosos, portavoz de la disonancia cultural de las clases populares celosas de una sabiduría ajena e inamistosa con respecto de la “alta cultura” burguesa. 

Tanto para Bataille como para Leiris, la fiesta de los toros española pasaba a resumir todo el atractivo de los ceremoniales populares, donde se saciaba tanto la búsqueda surrealista de nuevos planos de realidad, como la atención rigurosa y metódica mediante la cual la antropología había expresado su proyecto de descubrir las leyes secretas que hacían de cualquier actividad humana la manifestación de un orden lógico, de una racionalidad profunda y distinta, que era presentado por ello como inexistente e indeseable si era sospechosa de ser desafecta al sistema oficial, de organizar la percepción del mundo. 

En España, la búsqueda de las zonas periféricas de la cultura conducía, un y otra vez, a una ritualística y a una red mítica aún extraordinariamente densa y vigente. Lorca encontrará en los gitanos, la otra raza interior, una disidencia parecida a la de su poética, como ocurrirá con los negros neoyorquinos. Por su parte, Luis Buñuel, que acaba de protagonizar dos experimentos fílmicos de gran osadía vanguardista (Le chien andalou y L’âge d’or) descubre que el más allá de todo lo dicho sólo puede venir de un documento etnográfico como Las Hurdes, una preciosa muestra del más incontestable cine antropológico. El caso de Buñuel no es en absoluto insólito. Otros muchos creadores del cine de vanguardia europeo acaban asumiendo que el documental antropológico, esto es aquel que recoge fielmente la vida cultural tal y como se da, es un vehículo de trascendencia de lo real, a través precisamente de la propia apología de la realidad. Lo que se es consciente de que la realidad de los hombres comunes contiene suficientes dosis en sí misma de elocuencia poética y también de trasparencia a la hora de poner de manifiesto lo precario de cualquier concepción de univocacidad del mundo. El cine así, puede cumplir una misión que la antropología había de convertir en su más ansiado objetivo, la de estudiar al hombre vivo, y, al hacerlo cuestionarlo. Cavalcanti, Murnau, Vertov, Ruttman, Calder, Richter, Man Ray, Ernst, Duchamp y otros muchos, procedentes la mayor parte del surrealismo, pero también de otros campos de influencia como el constructivismo o el expresionismo, contribuyen con una mirada cercanísima a la del antropólogo, a desvelar la intimidad semioculta de la realidad, mostrándola en toda su extensión significativa. 

Mucho después, y en España nuevamente, un director de la Escuela de Barcelona, Jacinto Esteva, lleva este compromiso, que hace que el cineasta de vanguardia acabe, como única forma de transfundir su propia indagación sobre el mundo, ejecutando la ceremonia de mirar lo vivo de improviso, a sus últimas consecuencias. Rueda entre 1963 y 1970 uno de los más sorprendentes filmes de toda la corriente, quizás el más crispado y también el más tierno: Lejos de los árboles, una película documental sobre el ritualismo violento en nuestro país. En otras formas de creación el proceso de tránsito se produce de manera parecida. El teatro, por su condición intrínseca de ritual, habría de descubrir también en la antropología un referente insustituible a la hora de aceptar y de vindicar lo arcaico y ancestral de su naturaleza y también de su función. Esto, que tan bien lo han comprendido gestes como la de La Fura dels Baus entre otros, lo había presagiado ya, en los umbrales de la demencia, Antonin Artaud. La experiencia que Para Leiris había significado su viaje con la expedición Dakar-Djibuti, de la que surgió L’Afrique fântome, para Artaud fue su contacto con el México indígena, cuyo fruto quedaría reflejado en Los Tarahumara. La afinidad de los dos surrealistas sería, en relación con la etnología análoga y en el mismo año aparecen dos obras extraordinariamente parecidas, que son una reflexión de raíz antropológica sobre el espectáculo: Miroir de la tauromachie, de Leiris, y Le Théâtre et son double, de Artaud. Para ambos la etnología era, sobre todo, un vehículo de rencuentro con lo sagrado y un intento por desentrañar las claves de su eficacia ante el espíritu humano a la vez su creador y su destinatario. 

El propio André Breton no podría evitar toparse con las posibilidades infinitas de la antropología y utilizar los vericuetos de su forma de estar ante el mundo. En 1943 tiene lugar su encuentro con Elisa, la que sería su compañera hasta el final de la que surgiría entonces ese maravilloso libro que se llama Arcane. Con Elisa, Breton visita la península de Gaspesi, en la desembocadura del río San Lorenzo en el Artico, donde se reproducirá la sensación de estremecimiento que le produjo su visita al Teide. Pero también pasa algún tiempo con los indios hopi del sur de los Estados Unidos. En uno y otro lugar, Breton toma conciencia que tanto la naturaleza como sus habitantes son igualmente depositarios de ese inmenso sistema de analogías y oposiciones mediante el cual el hombre, allí donde esté y sea cual sea su época, es capaz de hacer inteligible el lenguaje de la autenticidad y de la vida; Breton descubre que has sociedades en que el pensamiento mágico domina, en que no hay diferencia entre la mirada y la interpretación y donde la acción de la mente se vuelve inmediatamente ejecutiva. Y todo ello, respondiendo a una coherencia perfecta, cuya mecánica parecía responder a leyes exactas aunque desconocidas para quien las observa desde fuera de sus categorías. 

Ya se había producido entonces el encuentro más fundamental entre los surrealistas y acaso el más genial e innovador de los antropólogos posteriores a la última guerra mundial: Claude Lévi-Strauss. El contacto con sus teorías va a suponer para el movimiento surrealista la aportación de un discurso teórico que venía a confirmar plenamente el lugar de su discurso en orden a constituirse en base de mucho más que un mero movimiento «artístico»: en una opción renovadora del hombre y del mundo, en una nueva actitud vital y una animosidad distinta, cuyos efectos sobre la concepción del universo habitado y pensable habrían de ser estratégicos también para la propia ciencia. No se trató solamente de una influencia de tipo teórico, sino de un pedazo compartido de la historia de la creatividad y de la ciencia. En una confluencia, acaso irrepetible y absolutamente extraordinaria de ciencia, sabiduría e intuición, demostrando lo arbitrario de las divisiones que las supone irreconciliables o simplemente entidades diferentes. En un mismo chalet de dos plantas de Greenwich Village, Lévi-Strauss ultimaba sus Estructuras elementales del parentesco, mientras en la habitación de al lado Yves Tanguy pinta y Claude Shannon inventaba los cerebros eléctricos. Lévi-Strauss habría de recordar, no sin nostalgia, como en aquel Nueva York de los años cuarenta Max Ernst, André Breton, Georges Duthuit y él frecuentaban, en busca de objetos imprevistos, los pequeños anticuarios de la Tercera Avenida. 

Claude Lévi-Strauss, el creador de la antropología estructural y uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, ya había repetido su entusiasmo con un movimiento, el surrealismo, que en tantas cosas se había anticipado, intuitivamente, a la aproximación directa, sin intermediarios, ejercitando el pensamiento en estado salvaje en dirección a la vida toda, como la categoría básica ara comprender todas las culturas y la vertebralidad cognitiva misma de la condición humana, es decir, el aparato de conceptualización mediante el cual, inconscientemente, somos capaces d experimentar significativa y organizadamente la realidad. Él, que tantas veces había expresado su desinterés y su desconfianza hacia la pseudo-trascendencia que latía afectadamente en las obras del cubismo o de la pintura abstracta, nunca dejó de citar las obras de sus amigos surrealistas y naïfs como un ejemplo perfecto del resultado de la labor del artista como mediador, a través del cual se restituyen en el inconsciente los vínculos que unen al que mira con aquello que mira. Pocos como el tantas veces cercano al surrealismo Octavio Paz, para entender la significación extremadamente sustantiva de la obra de Lévi-Strauss, al que dedica su El nuevo festín de Esopo. Para Octavio Paz, la antropología, representada por el autor francés de La alfarera celosa, pero también por otro admirado suyo como es Carlos Castaneda (para quien escribió el prefacio de Las enseñanzas de don Juan), es la última y l única posible de las ciencias poéticas. Y si es así no es en el sentido literaturista del calificativo, sino en la potencia que la poesía, como la música o la danza o las matemáticas, tiene de convertirse en un metalenguaje que se sitúe en un nivel de inteligibilidad por encima de las lenguas particulares de cada sociedad. 

En cuánto a esto, la posibilidad es también la que tienen en común los creadores que han deliberadamente optado por irse a vivir a las fronteras de lo aceptado como real por quienes deciden, para allí reencontrarse con los cultivadores de la mirada antropológica y, para, juntos aceptar el valor de la paradoja y la perplejidad visceral e irrenunciable que conlleva el contacto atento con la alteridad en cualquiera de sus expresiones. Allí, ambos reiniciarán la búsqueda, sabiendo que lo que hoy no son preguntas sin respuesta, sino respuestas a unas preguntas que no conocemos. Estaremos en la zona del peligro, pero también en la de la esperanza y la decencia de esa humanidad que mora en la otredad cercana o remota. Defendiéndolo, haciendo nuestra su lucha por existir íntegramente, no haremos sino reconocer lo mucho que se nos parece y su manera de hablar de lo que siendo, quizás nunca nos dejen ser. 

Allí se está sin concesiones en el centro de la espiral inmóbil, en el más prohibido lugar del laberinto, en todos los rincones del cuarto de los ecos... Descubriremos que no habitamos la frontera, sino que es la frontera quien nos habita. 






dilluns, 8 de març del 2021

A propòsit de la fascinació dels surrealistes per certes formes de violència


La foto és de Juan Serrano Gómez

Resposta a Sara González, estudiant de disseny a Eina, enviat el 5 de març de 2009

A propòsit de la fascinació dels surrealistes per certes formes de violència
Manuel Delgado

Si que hi ha un lloc per a la violència i la crueltat en el programa surrealista. No cal que pensis més que en el famós ull esgarrat de “Le chien andalou”, de Luis Buñuel i Salvador Dalí (1926), segurament la pel.lícula provocadora del moviment. No l’hem passat a classe. El passarem. 

Pensa en que en el surrealisme hi ha una voluntat de transgressió que aspira a aquesta mena de foradament de la realitat a la que la violència no té perquè ser aliena. Ans al contrari. Seria un dels seus instruments, justament pel seu poder transformador de la realitat. El mateix pel que fa al dolor físic. No oblidis que un dels grans referents que el moviment surrealista pren com a precursor. Els surrealistes anomenaven Sade “el gran Marquès”. Breton li dedicava a Sade un dels poemes de “El aire del agua”, al 1934. Mira com és la seva traducció al castellà de Tomás Sevilla, que he tret d’André Breton. Antología (1913-1966), publicada per Siglo XXI. El llibre està reeditat al 2004, o sigui que es pot trobar.

El marqués de Sade ha vuelto a entrar en el volcán en erupción
De donde había salido 
Con sus hermosas manos todavía ornadas de flecos
Sus ojos de doncella
Y ese permanente razonamiento de sálvese quien pueda
Tan exclusivamente suyo
Pero desde el salón fosforescente iluminado por lámparas de entrañas
Nunca ha cesado de lanzar las órdenes misteriosas
Que abren una brecha en la noche moral
Por esa brecha veo
Las grandes sombras crujientes la vieja corteza gastada
Que se desvanecen
Para permitirme amarte
Como el primer hombre amó a la primera mujer
Con toda libertad
Esa libertad
Por la cual el fuego mismo ha llegado a ser hombre
Por la cual el marqués de Sade desafió a los siglos con sus grandes árboles abstractos
Y acróbatas trágicos 
Aferrados al hilo de la Virgen del deseo

A més, no oblidis tampoc, parlant de Sade, de la proximitat al surrealisme d’una personalitat com la de Georges Bataille, un autor que tant a tu com als teus companys i companyes de classe els hi hauria de resultar interessant de cara a l’assignatura. En Bataille, la violència i el plaer pel patiment físic, a la manera com preconitzava Sade, ocupen un lloc central. Llegeix d’aquest home qualsevol de les seves obres pornogràfiques, com Historia del ojo (Taurus), o teòriques, com ara La parte maldita (Icaria) o El erotismo (Tusquets). Bataille és un personatge fonamental. Acosta’t-hi. 

Pensa també en els hereus del surrealisme, els situacionistes dels que tan parlo a classe. I mira com ells si que parlen de violència i de la seva potencialitat per la destrucció i construcció de mons. Em ve al cap un dels seus exponents, Robert Veneigem, quan al seu Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones (Anagrama) parlava de l’intermon i de la nova innocència, aquella franja de subjectivitat tèrbola, rossegada pel mal del poder, descampat que conté la crueltat essencial  i primera, un super-espai-temps en el qual es prodiguen les flamarades, el sadisme, les obsessions, «una guarida de feres, furioses pel seu segrestrament».

Et posaré un exemple ben recent d’aquesta connexió entre surrealisme i violència. Una fenomen de violència politica o/i religiosa contemporània que va fascinar als surrealistes va ser la iconoclastia al principi de la guerra civil espanyola, l’any 1936, és a dir la destrucció sistemàtica d’imatges religioses per part dels revolucionaris pràcticament a tota la zona que va quedar sota control republicà. És un afer que m’interessa molt i de fet va ser el tema de la meva tesi doctoral. Un nombre impossible de calcular d’imatges, objectes, edificis i persones vinculades amb el culte catòlic van ser suprimides de cuall. Doncs bé, aquestes imatges de destrucció eren per ells un exponent especialment surrealista de l’actuació revolucionària de les masses, no sols a l’Espanya del 36 o, abans, del 1909 i del 1931, però si especialment perquè van ser fets dels que van ser testimonis propers i contemporanis. 

I per a que vegis aquesta connexió et convido a entrar a la pàgina de l’Archivo F.X. de l’artista sevillà Pedro G. Romero, un dels elements que més importa en el panorama creatiu espanyol actual, que va guanyar el premi Ciutat de Barcelona per l’exposició “La ciutat buida” a la Fundació Tàpies fa uns anys i que ha treballat aquest tema de la violència religiosa a l’Espanya del segle XX des d’una sensibilitat que està clar que li deu molt a l’esperit surrealista i al seu hereu situacionista. En Pedro s’ha dedicat a recollir imatges, pel.lícules, testimonis del que van ser els motins iconoclastes espanyols i els ha reunit en aquest arxiu. Sisplau, entra-hi. Sobre aquest tema ha fet diverses exposicions aquí. Una va ser sobre la Setmana Tràgica a Arts Santa Mònica, una exposició de la que es va el catàleg –en el qual vaig treballar–, però no l’exposició, com a conseqüència del veto de l’Església, que és la propietària dels terrenys del que fou un convent. L’altra va ser al Museu Comarcal d’Olot, el 2004. També hi vaig participar. En aquesta línia hi ha diverses publicacions que estaria bé que, si aconseguís que t’interessés el tema, es semblarien apassionants. El catàleg de Santa Mònica és La Setmana Tràgica. F.X. Sobre el fi de l’art / F.X. Sobre la fi de l’art (Departament de Cultura, 2002) i el d’Olot, Lo nuevo y lo viejo. ¿Qué hay de nuevo viejo? (Espai Zero1, 2004). Hi ha publicada una sel.lecció de textos-base de l’Archivo F.X. que es diu Sacer. Fugas sobre lo sagrado y la vanguardia en Sevilla (UNIA, 2004). També tens una altra cosa que va publicar a València: El ojo de la batalla. Estudios sobre iconoclastia e iconodulia (Universitat de València).

Aquest seria un exemple de la fascinació dels surrealistes per un determinat tipus de violència, la característica de la qual seria el seu alt continut simbòlic. 



dissabte, 28 de març del 2020

Sense i contra Déu

Jean Meslier
Ressenya del llibre Tractat d'ateologia, de Michel Onfray, trraducció de Lourdes Bigorra, Edicions de 1984, Barcelona, 2005, 222 págines, publicat al Quaderns de Cultura d'El País el 30 de desembre de 2005

SENSE I CONTRA DEU
Manuel Delgado

El deliri col·lectiu desfermat per la mort del Papa Wojtila, l’agressivitat del terrorisme d’inspiració islamista, la brutalitat amb la que s’expressa el sionisme avui o la demagògia fonamentalista cristiana que justifiquen el despotisme planetari dels Estats Units són proves a nivell internacional del mateix fenomen del qual les versions locals serien les recents mobilitzacions de masses reaccionàries contra els matrimonis gais o la pèrdua de privilegis eclesials en matèria educativa, o l’agitació filocolpista de la COPE. Parlem en tots els casos d’evidències de fins quin punt el somni revolucionari d’una derrota definitiva de les ideologies monoteistes per les llums de la raó va estar sempre una quimera. Lluny d’haver-se resignat a desaparèixer o a replegar-se al sagrari de la intimitat, la irracionalitat fanàtica que resulta inherent a totes les religions del Llibre sembla refermar el seu mai perdut domini obscurantista sobre les qüestions públiques més determinants. Déu no era mort. Sols badallava.

Per denunciar la vigència de la intolerància intrínseca dels seguidors del Déu únic, Edicions de 1984 ens presenta –en la seva suculenta col·lecció d’assaig–  l’edició catalana d’un llibre que reclama l’urgent reviscolament del vell pensament ateu. Es tracta del Tractat d’ateologia de Michel Onfray, una obra de la que, per cert, Anagrama ha assumit la versió en castellà. La seva aportació central consisteix en reclamar la recuperació d’aquella tradició teofòbica que, amb diversos precedents herètics, inaugurà en el seu moment l’extrema esquerra de la Il·lustració –Holbach, Helvetius, Volney, Maréchal..., amb el precursor de tots ells, en gran Jean Meslier– i el pensament furiós de Nietzsche al segle XIX, una de les màximes expressions del qual –L’Anticrist– acaba de conèixer una excel·lent versió catalana de la mà dels Llibres de l’Índex.

Heus aquí un llibre que ens convida a fer-li un cop d’ull als tres mil·lennis de barbàrie divina que demostren la impossibilitat de rescatar les religions monoteistes de la seva obsessió per la mort i la seva repugnància davant tots aquells que gosessin desviar-se o dubtar de l'única veritat possible: la dels seus dogmes. La història de l’Islam, del judaisme i dels cristianismes ha estat la de la violència, la de la submissió, la de tota mena d’impostures i falsificacions, la de la satisfacció davant aquesta misèria que diuen combatre, però de la que el seu fals amor es nodreix. Esment especial mereix l’Església catòlica, encobridora entusiasta, ens recorda Onfray, de les més colossals carnisseries, de l’extermini dels indis americans a les recents matances a Ruanda, passant per la seva escapolida complicitat amb l’holocaust nazi. Tampoc hauria de ser un misteri que cadascuna de les religions del Déu únic sembli experimentar la més insuperable de les animadversions envers totes les altres: de tant que s’hi semblen, no se suporten.

Onfray no es limita a denunciar la salut d’una episteme judeocristiana que causa estralls amb el seu odi acèrrim contra la llibertat, la intel·ligència, la dona, la carn, els sentits, l’autonomia humana i l’alegria d’existir en general, sinó que ha acabat impregnant les expressions ètiques i polítiques de les ideologies presumptament seculars. És com si l’antipensament teològic hagués acabat orientant el conjunt de les iniciatives tants dels poders polítics com dels seus enemics, tenyint els primers d’intolerància i fent dependre els segons de les vaporoses esperances profètiques dels moviments antiglobalització, de la ridícula mística ciutadanista en la que s’ha refugiat l’esquerra i de la beateria humanitarista encarnada per les ONGs. Els discursos oficials, quan es presenten guiats per conviccions mundanes, no dissimulen la fastuositat formal i la retòrica transcendent pròpies de la lògica teocràtica  que reediten, mentre l’únic lliurepensament acceptat és el derivat del pietisme kantià o de l’escepticisme tou de Montesquieu, Rousseau i Voltaire. Ni la psicoanàlisi ha estat capaç de deixar de parlar amb el dialecte de la culpa. Fins i tot el materialisme ha vist diluïda la seva eficàcia crítica per la influència de la pusil·lanimitat humanista a l’estil Gramsci. Ni Foucault se salva d’aquesta contaminació mística, com ho demostrà la seva admiració per Jomeini i la seva revolució. Un desastre.

Com a resposta a aquest reeixit imperi de la foscor religiosa, Onfray proposa un ateisme postcristià que trenqui de manera irrevocable amb els codis divins, que aparegui desinfectat de la pandèmia metafísica que capellans, rabins, imams i pastors han difós al llarg i ample del planeta durant segles, que no calli davant la guerra santa que els monoteistes tenen declarada al desig i la saviesa. Aquesta és la intenció darrera de l’ateologia que aquí se’ns postula i que recull el testimoni d’aquella altra que Bataille anuncià, però mai va arribar a desenvolupar: un saber antidiví que ajudi els humans a alliberar-se de la sinistra dictadura del més enllà i els animi a una reconciliació, ara ja definitiva, amb la vida, amb aquella profunda i autèntica espiritualitat que sols podem trobar i viure arran de terra.


dimecres, 13 de novembre del 2019

El que no és servil és inconfensable


"T.A.". Una il·lustració de Joe Sorren
Resposta a una pregunta de l'estudiant del Grau d'Antropologia Social de la UB, Karen Rodríguez

EL QUE NO ÉS SERVIL ÉS IMPERDONABLE
Manuel Delgado

Sobre això que em preguntes sobre l’“imperdonable”. Mira, és com si tots fóssim esoteristes de l’altre, endevins d’allò que no declara ni declararia, intèrprets de les pistes que se’ns van oferir de l’insondable de la gent amb qui ens relacionem d’una manera més o menys duradora. És això el que fa de tots i cadascú de nosaltres intrigants constants, conspiradors que busquen obtenir dades dels altres que aquests altres no ens brinden, elements que ens possibilitin d’accedir a aquests nuclis de coneixement que ens permeten exercir un major control sobre ells. És tot allò que sabem que les persones davant les quals estem en cada moment sabem que de cap manera ens confessarien i que ens fa tan envejable aquella qualitat que tenia Mme. De Merteuil a Les amistats perilloses, de Choderlos de La Clos, que era la “de sentir i observar no allò que li contava la gent, coses que no tenien el mínim interès, sinó allò que intentaven amagar”. Perquè ningú posa ni alhora ni completament totes les cartes sobre la taula, i ho sabem. En molt casos, això és perquè resultaria irrevocablement censurable i faria detestable a aquell que el secret protegeix. Això és l’imperdonable. Tot allò que amagues.

Ho veus? Pensa en allò que amagues. El que sigui. Què és el ens escapoleixes als demés; a mi; fins i tot a tu mateixa? L’imperdonable.

Tots tenim una realitat última relativa al que som i al que sabem, que se sembla a allò que, evocant la famosa obra de Novalis sobre els iniciats de Saïs, els vels que envolten l’estàtua d’Isis al temple han vist i han conegut. És una mena de nucli incandescent i que a lo millor –o a lo pitjos- és simplement la veritat. Com explicava fa dies a classe, la veritat és sovint tan sols el que simplifica les coses. Però sospita que igual la veritat –la teva, la meva, la dels altres, la del món- és simplement allò que més val no saber. El que deia Georges Bataille amb tota la raó: “El que no és servil, és inconfessable”.

Per cert, no estic segur de a on diu això en Bataille. Recordo haver-ho llegit a La escritura y la diferencia, de Jacques Derrida (Anthropos), quan parla de la naturalesa al capdavall hegeliana del pensament de Bataille. Segurament és de La experiencia interior (Taurus). Posats a llegir, comença pel clàssic de Georg Simmel, “El secret i la societat secreta”, que és dins Sociologia II (Edicions 62). Després, tot Bataille et seria útil, com ho seria també La comunidad inconfesable, de Maurice Blanchot (Arena). Comença per aquí.







divendres, 8 de març del 2019

Ritmo, intervalo y retorno

La foto es de Jordi Cohen y está tomada de jordicohen.com
Fragmento de «Tiempo e identidad. La representación festiva de la sociedad y sus ritmos”, conferencia inaugural presentada en las II Jornadas Antropología y Religión: Fiestas, rituales e identidades, celebradas en Iruña el 18 y 19 de mayo de 2001, organizadas por Eusko Ikaskuntza, a las que me invitó José Ignacio Homobono. 


RITMO, INTERVALO Y RETORNO
Manuel Delgado

“Perlas en un collar de cuentas de plomo”. Así definía Georges Condominas las celebraciones que servían para marcar el inicio y el final de las tareas agrícolas entre los moi del interior de Vietnam, en una de sus bellas evocaciones sobre la vida de los «devoradores de selva». Es en una apreciación así que podemos encontrar la explicación de esa constante que hace que la fiesta haya permanecido un rasgo omnipresente en la vida de las sociedades, fuera cual fuera su grado de complejidad. Es difícil definir la fiesta –siempre lo ha sido–, pero, puestos a escoger, uno se quedaría con aquellas apreciaciones que han subrayado la relación intensa entre fiesta y temporalidad. Caillois entendía a la perfección la función mnemotética de la fiesta, puesto que el ser humano –siempre, en todos sitios– «vive recordando una fiesta y esperando otra, porque la fiesta representa, para él, para su memoria y para su deseo, el momento de las emociones intensas y de la metamorfosis de su ser». ¿Qué es la fiesta? Ronald Barthes nos respondía: «Fiesta es lo que se espera».


Los momentos festivos, vividos de forma distinta, excepcional, contrapuesta al orden de lo cotidiano, implican un despliegue de este dispositivo al mismo tiempo psicológico y social que distribuye cualidades diferenciadoras al transcurrir del tiempo. Las fiestas son una especie de habitáculo sagrado en el seno del tiempo, el equivalente del templo o del monumento en la dimensión espacial, un refugio –o una turbulencia– en que el ser humano dramatiza el sentido último de su existencia como ser social, las condiciones que la hacen posible –aunque sea, como veremos, a la vez que en cierto modo la niegan– y que, además de ser exhibidas como modelos de y para la vida colectiva, son puestas a salvo del desgaste que provoca el paso del tiempo y la acción de los humanos. Eso implica que la fiesta implica una manipulación del tiempo que lo anula, en el sentido de que lo convierte en reversible, lo ahueca, lo agujerea, lo suspende. Es adecuada, en ese sentido, la apreciación que Victor Turner aplica a las prácticas rito-festivas como expresiones de anti-temporalidad. En efecto –y volviendo a la analogía musical–, la fiesta, como el intervalo musical o como la propia partitura, son lo que permite percibir la duración y ocupan sin duda un tiempo, pero, en cambio, no nos equivocaríamos si dijéramos que no tiene duración, implica una puesta en suspenso del mismo devenir del que son la exaltación misma. La fiesta expone un grado máximo de lo que Leach denomina tiempos que no cuentan, «intervalos de intemporalidad». O, si se prefiere, tiempos muertos –en el sentido que se emplea esa expresión en el lenguaje deportivo– cuya toma en consideración haría de la fiesta una concreción, a nivel colectivo, del papel de los «instantes sin duración» que Bachelard oponía a la duración bergsoniana como instrumentos de una «discontinuización» del tiempo y que eran síntesis no medibles de ser, núcleos de acción, memoria de energía, momentos complejos capaces de reunir heterogéneas simultaneidades.


Sometido a la ritualidad por la acción festiva, el tiempo queda domesticado, socializado, pasa por el fuego de la cocina que hace que un tiempo silvestre pase a ser tiempo domesticado. La deshomogeneización del tiempo que la fiesta opera permite que la sociedad pueda estructurar la sucesión del tiempo de una forma que encontraría un símil en la música. De igual forma que lo que escuchamos de una melodía no es tanto el sonido como el silencio que se produce entre dos sonidos, la fiesta permite compasar, ritmar, la temporalidad, de manera que la interrupción festiva funciona como un paréntesis o intervalo que formaliza el flujo aparentemente continuo de la vida cotidiana. Se habla, pues, de una función diastemática, una labor en última instancia de índole intelectual que trasciende sus contingentes tareas sociológicas para atender una compartimentación lógica del tiempo basada en la separación, esto es en la inserción de pausas que convierten en inconstante lo constante en el transcurrir del tiempo. Un ejemplo musical que, si aceptamos la analogía, resultaría adecuado para describir la acción de la fiesta sobre el tiempo sería el de la fuga barroca o el de la música minimalista contemporánea, es decir, formas musicales basadas en la utilización sistemática de la imitación periódica de un mismo tema, dentro de un marco sometido a leyes tonales relativamente simples. Era Leach quien sugería que la interpretación orquestal podía ser tomada como metáfora de la secuencia ritual, a partir de la aplicación a la fiesta de las ideas de Lévi-Strauss sobre la relación entre música y mito como máquinas de supresión del tiempo. Más cerca, Gil Calvo también ha propuesto un paralelismo parecido entre el flujo musical y el festivo, ambos determinados por los mismos principios de simultaneidad y sucesión, lo que permite plantear el tiempo físico en términos de emisión simultánea de dos o más sonidos con alguna distancia tonal entre sonidos o acordes sucesivos, tarde o temprano, otro acorde o sonido resolverá la tensión musical creada por la distancia tonal inicialmente propuesta.


Musicalizándolo, la fiesta permite intelectualizar el tiempo y rescatarlo de la indistinción. Si no hubiera fiesta, el tiempo no podría ser escuchado, es decir, sería percibido como un interminable rumor. La fiesta, en cambio, permite socializar el tiempo haciendo de él algo parecido a una melodía polifónica que vuelve una y otra vez a un número pequeño de temas, sobreponiéndolos, confundiendo una y otra vez, como en la stretta de la fuga, principio y final, quizás para dar a entender que hay algo en ambos que los hace una sola y única cosa. Si no hubiera tiempo sagrado, tiempo de fiesta, lo que oiríamos entonces no sería el silencio –lo que n¡ega y a la vez posibilita la música. Lo que se escucharía entonces sería como un colosal e insoportable murmullo, el ruido enloquecedor de un tiempo al que la habría sido extirpado el sentido.


Esa función de la fiesta como artefacto que permite pasar de un tiempo crudo a un tiempo cocido, no debe ser asociada con la lógica cíclica y regular que en algunas sociedades, como la nuestra, domina las prácticas celebrativas. En muchas sociedades, la fiesta no aparece puntualmente en el calendario, como una cita previsible y fija, sino que –como en el caso de los propios moi de los que nos habla Condominas– estalla, por así decirlo, con ocasión de acontecimientos que no tienen una ubicación fija en el devenir temporal, sino que responden a eventualidades más o menos previsibles, que surgen como consecuencia de procesos o dinámicas sociales de muy distinto tipo. Ni siquiera en nuestra sociedad, en la que, como ha hecho notar José Luis García, tiende a confundirse la celebración con la conmemoración, esa irrupción inopinada de la fiesta es algo extraño. También nosotros proclamamos estados de excepción festiva que no son los que nos imponen los calendarios, sino que responden a sucesos que no están previstos y que demuestran que esa lógica, que aprovecha la menor ocasión para celebrar, no nos es en absoluto ajena, puesto que, más allá de los puntos marcados obligatoriamente en rojo en los calendarios políticos o religiosos, todos tenemos oportunidades de abandonarnos a celebraciones que resultan de la irrupción de lo inopinado en el fluir de la vida ordinaria.


Se reconoce ahí un malentendido que por desgracia suele estar presente en algunos comentarios interpretativos sobre el sentido y la función de las celebraciones. La sociedad occidental ha dado por buenos acríticamente dos conceptos del tiempo que son raros de encontrar en otras sociedades. En primer lugar, el tiempo lineal y movido por una vocación teleológica, un vector que avanza hacia delante y que atraviesa distintas etapas en pos de alguna meta más o menos trascendente situada en lo que concibe como el futuro. Está claro que este concepto es deudor de la percepción escatológica del tiempo que, como se sabe, resulta de la universalización de creencias iranias antiguas que se universalizan a través de los monoteísmos de raíz judaica. Por otro lado tenemos las ideas de circularidad, que entienden el tiempo como rueda de acontecimientos regulares. Por mucho que queramos atribuir esa visión sobre el tiempo a las presuntas raíces agrícolas de nuestra cultura, lo cierto es que la idea del tiempo circular sólo se puede reconocer como herencia de la ciencia astronómica moderna y de la razón geométrica y matemática en que se ha basado.


En realidad, la inmensa mayoría de las sociedades conocidas se apartan de ese modelo. En un valioso artículo E. R. Leach señalaba hace años que si algo pudiese considerarse como significativo de la comparación intercultural a propósito de la idea de tiempo no sería ni el proceso que avanza hacia delante ni la sucesión de secuencias cíclicas regulares que transcurren a velocidad constante. Más bien sería la oscilación lo que aparecería como más general, incluso –más larvadamente– entre nosotros, dominados por los despotismos del tiempo oficial –religioso, económico, político. Una oscilación –añadimos, interpretando a Leach– de la que el modelo no sería tanto el péndulo simple, como el péndulo caótico, cuyas alternancias pueden ser esperables, pero no por fuerza previsibles ni precisables. A partir de la definición propuesta por Leach –«una discontinuidad de contrastes repetidos»–, el tiempo es socialmente interpretado casi siempre como algo irregular y estriado, un amontonamiento de periodos alternativos y tiempos muertos, una dialéctica entre inversos de la que la fiesta representa la inflexión o intervalo entre los pares contrastados. En este caso el énfasis se pone en un tercer elemento, que es el que protagoniza la oscilación misma, la persona o el grupo que va de un extremo opuesto al otro.


Los ejemplos etnográficos e históricos que le darían la razón a Leach, a propósito del tiempo como algo irregular y sometido a los avatares de la praxis social, serían numerosos. Piénsese en la representación del tiempo en una sociedad tan «calendárica» como la azteca. Para los aztecas no hay regularidades temporales en su extremadamente complejo sistema de cómputo del tiempo. Jacques Soustelle describe como los aztecas concebían lugares-instante, espacios-tiempo en que se fundían y hundían fenómenos naturales, acontecimientos humanos y cualidades topográficas, complejos sitio-suceso determinados por mutaciones con frecuencia bruscas. Algo parecido se podría decir de la concepción nuer del tiempo, que no lo considerado como algo real, pero abstracto, que existe al margen de las contingencias de la vida social, en la distancia cronológica que separa los momentos o se mide desde el punto de vista de la distancia estructural que existe entre los segmentos sociales que los protagonizan. 


El cómputo temporal no es una manera de coordinar acontecimientos sino relaciones sociales. En el plano festivo, Jean Duvignaud nos brinda un ejemplo de cómo muchas sociedades conciben la ubicación de la fiesta como algo no sometido a regularidad. Refiriéndose a la fiesta de Sidi Soltán, en un localidad del sur tunecino, Duvignaud nota que «todo ocurre como si la designación de las hierofanías en el tiempo y en el espacio obedeciera a las leyes de una memoria común plena de vacilaciones», de espaldas a la obsesión que el observador extranjero parece experimentar por «poner marcas, fijas lugares o fechas». Es a partir de ese marco conceptual mayor que Leach puede regresar a Durkheim y a su visión de la fiesta como el tránsito temporal del orden normal-profano al excepcional-sagrado, en la que la vida cotidiana no deja de ser nunca el interludio entre dos fiestas sucesivas. Por decirlo de otro modo, la sociedad genera el tiempo justamente a partir de los vacíos que se producen entre signos de puntuación festivos, cuyos contenidos pueden poner el acento en una formalidad extrema, en la mascarada o en la inversión de papeles, aspectos éstos que pueden articularse perfectamente en una misma unidad tempo-espacial que la fiesta delimita.


La ritmación festiva pertenece al campo de la repetición del retorno, pero no de la repetición a secas. La retorno a todo lo otro que representa la cuña festiva es lo contrario de la repetición de lo mismo que implica la vida cotidiana. Poco tiene que ver el volver con el repetir. Lo contrario del tiempo festivo es la cadencia del tiempo sin rostro, monótono, de una circularidad hecha de regularidades. Lo contrario de la fiesta es el aburrimiento. La fiesta implica un aceleramiento y una intensificación del tiempo, pero también una demora que lo anula. Si incorrectamente identificamos ritmo con cadencia, entonces ignoraremos que, como explicaba Leroi-Gourhan, lo que caracteriza al ser humano no es su sumisión a unos presuntos ritmos naturales, sino su insistencia en romperlos, alterarlos, interrumpirlos, contrarrestarlos, y hacerlo con todo tipo de sobresaltos y arritmias, empleando técnicas –la música, la danza, el trance, la fiesta– que buscan desactivar cualquier cosa que pudiera parecerse a una por lo demás inexistente armonía natural. Lo humano es el contratiempo: ni el tiempo regular de la naturaleza, ni el de los relojes del mundo industrial. Si no confundimos ritmo y cadencia, entonces reconoceremos que la fiesta es ritmo, puesto que es sólo diferencia, y por ello se opone a la repetición, que es reiteración periódica de un componente. El ritmo es entre-dos, hueco disponible, intersticio, grieta en el tiempo, una vez más –repitámoslo– negación y requisito de todo, puesto que está compuesto de una nada que vibra y que está saturada de actividad. El ritmo es lo que se opone a la medida, puesto que «es lo desigual e inconmesurable», la manera social humana de sonorizar la duración y la intensidad. Como la fiesta.


Gadamer tenía razón cuando colocaba la fiesta bajo el signo no de la repetición, sino del retorno: «Lo propio de la fiesta es una especie de retorno (no quiero decir que necesariamente sea así, ¿o, tal vez, en un sentido más profundo, sí?)». Lógica del retorno, pero no de la repetición, a no ser, siguiendo un comentario de Denis Hollier sobre la teoría de la fiesta en Bataille, como «retorno del retorno». La imagen conceptual que mejor se adecua a la fiesta es la de lo que Deleuze y Guattari llaman ritornelo, pequeño fragmento que, como un preludio, precede a un canto y puede cerrarlo a guisa de conclusión. Lévi-Strauss nos brinda un ejemplo inmejorable de ritornelo, en el sentido que proponen los dos filósofos. En pleno Mato-Grosso, rodeado de una exuberancia humana y natural que pronto habría de desaparecer, no podía dejar de pensar el estudio número 3 del Opus 10, una popular pieza de Chopin, que –lejos de la sofisticación del Wagner o del Debussy que él amaba– le traía el aroma de todo lo que había dejado atrás y acaso perdido para siempre, todo aquello que había rechazado pero que ahora misteriosamente añoraba, bajo la forma de una de sus expresiones más triviales. «Legua tras legua –escribe Lévi-Strauss– la misma frase melódica cantaba en mi memoria sin que pudiera librarme de ella. Sin cesar le descubría nuevos encantos. Muy débil al principio, me parecía que su trama se enredaba cada vez más como para disimular el extremo que la terminaría. Esta trabazón sé hacia inextricable hasta el punto que uno se preguntaba cómo librarse de ella; de repente, una nota resolvía todo y esta escapatoria parecía aún más audaz que el desarrollo comprometedor que la había precedido, reclamado y hecho posible; al oírla, los desarrollos anteriores se aclaraban con un sentido nuevo: su búsqueda ya no era arbitraria, sino la preparación de esta salida inesperada».


El ritornello es eso, la canciocilla que viene a la cabeza, de pronto, que consigue convocar al unísono sentimientos, afectos, ideas, realidades incompatibles pero secretamente indispensables las unas para las otras. El ritornelo es el caos, el agujero negro y, ante él, un punto frágil como centro; es la morada, la casa, lo que protege el interior de un alrededor intempestivo e impredecible; por último, es el camino, el diagrama o la línea de errancia en que se multiplican los bucles, los nodos, los nudos. Es umbral, casa, camino, digresión, merodeo y allí se juntan y copulan fuerzas caóticas, fuerzas cósmicas y fuerzas terrestres. El ritmo es la solución crítica de todo ello. Como la fiesta, el ritornelo sintetiza todo lo heterogéneo que reúne y enfrenta, es cósmica y molecular, fuerza y sustancia.





divendres, 20 de novembre del 2015

El arte de danzar sobre el abismo


Fragmento de un artículo El arte de danzar en el abismo, publicado en Josep Maria Català, ed., Imagen, memoria y fascinación. Notas sobre el documental en España, Consejería de Cultura, Junta de Andalucía, 2001, pp. 221-230.

EL ARTE DE DANZAR SOBRE EL ABISMO
Manuel Delgado

Sólo una lectura trivial podría reconocer como tema central de Lejos de los árboles «lo ancestral» o «lo atrasado». Su asunto es en realidad lo alterno, lo otro, lo que desmintiendo toda normalidad, hay razones para sospechar que la alimenta. El propio Esteva explicitaba esa intención. En una entrevista publicada en Nuestro Cine poco antes de su primer pase público, Esteva cambiaba su discurso oficial de promoción de la película ante la prensa, para reconocer que su intención era «tratar de la racionalidad de lo alterno (lo sensorial y no imaginativo), el juego entre el fetichismo y lo real... [que] se determina como regla de un concepto social práctico-inerte». Añadía luego, con un lenguaje que apenas tenía que ver con las simplicidades ofrecidas a los periódicos: «Es necesario, pues, comprender –o hacer comprender– que este cambio alterno es más complejo y más concreto que el ejemplo superficial de la vivencia que hemos visto producirse».

Así es. Lejos de los árboles pudo haber nacido y ser publicitada como una denuncia de lo atávico e inercial que sobrevivía en la España desarrollista de los sesenta, pero lo que constituye es un regreso en toda regla a uno de los temas centrales para las vanguardias del siglo XX: la alteridad, los otros mundos que están en éste, el más allá que está aquí, las puertas o trampillas a través de las cuales se accede a otros universos humanos ocultos o invisibles, habitados por las dimensiones más opacas de la condición humana. Porque –he ahí lo que Jacinto Esteva sabía y lo que andaba buscando– hay lugares que están justamente en la tierra de nadie que separa el mundo de lo otro. Ese terrain vague puede ser visible, cuando aquello de lo que nos preserva es de la alteridad exterior, esto es, de todo aquello que perteneciendo a un orden ajeno es percibido como irracional y estólida o perversamente ingenuo. Al otro lado del límite se encuentran aquellos que hemos llamado primitivos, bárbaros o salvajes, pero también quienes, más cerca, en las afueras, encarnan lo arcaico, lo elemental y al tiempo desmesurado. Pero hay otros lindes, ahora interiores, desde los que lo inconcebible se expresa como parte inmanente de la propia vida urbana. Formado como urbanista y arquitecto, Esteva quiso contribuir con Lejos de los árboles a desmentir el falso divorcio entre lo rural y lo urbano y a reflexionar de un modo otro sobre la ciudad, mostrando cómo se agitaban en ella las mismas fuerzas de lo distinto y lo incalculable que se había querido exiliar más allá de sus murallas.

Dicen que la realidad es una y hay una única razón razonable. Pero eso sólo resulta creible al precio de no escuchar las voces de los otros, los de dentro y los de fuera, todos los dislocamientos que desmentirían la presunta unidad del cosmos. Es la palabra alucinada y obscena que la película de Esteva trae de allí –el bosque, los ritos «atávicos» de «gentes atrasadas»– a aquí –la ciudad, lejos de los árboles, el escándalo interior. Como una pústula repugnante, todas esas voces forman un murmullo informe y atronador en que se despliegan las potencias más desencajadas. Más allá o antes de los árboles y de la ciudad, en los propios dominios de la personalidad, la conciencia parece siempre no menos predispuesta a la deslealtad, y los sueños y el deseo, la fantasía y las pasiones vienen a trastornar todo espejismo de armonía. Una sedición constante se pronuncia con la risa, el paroxismo, el terror, la fascinación, la violencia, la muerte... Noticias recientes de lo irracional. Caligrafías del delirio, indicios de un poder distinto del de los poderosos.

En una entrevista para televisión, grabada por Benito Rabal para uno de los episodios de la serie de TVE Los pintores, emitida en 1984, Jacinto Esteva había dicho: «El surrealismo es un lugar en la cabeza». El ascendente surrealista está mucho más presente en Lejos de los árboles que en todas las demás producciones de la Escuela de Barcelona. El encuentro de Jacinto Esteva con Julio Caro Baroja para documentar la película y su fijación obsesiva por África responden al mismo resorte que acercó las vanguardias europeas de los años veinte del surrealismo a la etnología. Es ese escenario –Francia, años 30– vemos a científicos sociales –Mauss, Leiris, Leroi-Gourhan, Griaule, Métraux...–, filósofos –Bataille, Caillois, Klossowski...– y creadores de vanguardía –Breton, Giacometti, Ernst, Desnos, Queneau...– mezclarse en un único ambiente, compartir inquietudes e incluso publicar sus hallazgos en unas mismas revistas, como Minotaure o Documents.

Esa complicidad se concreta en la fascinación por lo exótico, pero también en el interés por ciertas prácticas «folclóricas» que se daban todavía en Europa, pletóricas de gestos, palabras, ritos y mitos asombrosos, expresiones de la disonancia cultural de las clases populares celosas de una sabiduría ajena e inamistosa con respecto de la «alta cultura» burguesa. Como había señalado el historiador del cine Ado Kyrou, aludiendo a esa atención prestada por las vanguardias a los ritos tradicionales europeos, los surrealistas habían descubierto que le marvelleiux est populaire.Recuérdese, por ejemplo, cómo la fiesta de los toros española resumía, para Masson, Bataille o Leiris, el atractivo de los aspectos menos amables de la cultura popular, donde se saciaba tanto la búsqueda surrealista de nuevos planos de realidad, como la atención rigurosa y metódica mediante la cual la antropología había expresado su proyecto de descubrir las leyes secretas de un orden lógico otro.

En España, la búsqueda de las zonas periféricas de la cultura conducía a una ritualística y a una red mítica aún extraordinariamente densa y vigente. Lorca encontrará en los gitanos, la otra raza interior, una disidencia parecida a la de su poética, como ocurrirá con los negros neoyorquinos. Por su parte, Luis Buñuel, que acaba de realizar dos experimentos fílmicos de gran osadía (Le chien andalou y L’âge d’or) descubre que el más allá de todo lo dicho sólo puede venir de un documento de vocación etnográfica como Tierra sin pan, una película que en el momento del estreno de Lejos de los árboles fue evocada como su precedente más directo. De lo que se es consciente en todos esos casos es de que la realidad de los seres humanos contiene suficientes dosis de algo innombrable e innobrado, que se halla a medio camino entre lo patético y lo poético. Lo había presagiado ya, en los umbrales de la demencia, Antonin Artaud, entre los tarahumara mexicanos. En 1943, Breton pasa algún tiempo con los indios hopi del sur de los Estados Unidos, entre los que puede confirmar su convicción de que tanto la naturaleza como sus habitantes son igualmente depositarios de ese inmenso sistema de analogías y oposiciones en las que el pensamiento mágico domina y donde la acción de la mente se vuelve inmediatamente ejecutiva.

Desdibujado –por irrelevante– el contexto histórico concreto del que surgiera y en que surgiera, Lejos de los árboles se esclarece a partir de su ubicación en la amplia tradición surrealista de atención por los aspectos más sobrecogedores del universo simbólico de la cultura popular. Fiel a ese legado, la reflexión fílmica de Esteva nos coloca, sin concesiones, en el centro del laberinto, en un rincón del cuarto de los ecos. Lejos de los árboles –tan rara, tan bella– nos enseña el cuerpo loco y maligno de lo social, y nos invita al estupor ante lo escrito entre líneas en la propia ciudad, su centro sucio y en la sombra, lo maldito. Como se ha dicho, en su última etapa, además de preparar una novela «para el premio Planeta», Esteva se dedicó a la pintura. En sus obras solía incorporar materia orgánica –«lo que encontraba en la cocina», me contaba Daria, su hija–, con lo que lograba piezas de arte que tenían la extraordinaria virtud de apestar y de acabar pudriéndose. Acaso ese fue el gran asunto de Lejos de los árboles, el mismo que, por ejemplo, Miguel Morey encontraba en el pensamiento de Georges Bataille: «todo el laberinto de vísceras oscuras que sostienen y alimentan la tramoya de lo representable: de lo visible, de lo decible», lo que «nos muestra hasta qué punto es oscura nuestra alma moderna». Se descubre en ese momento que no habitamos la frontera, sino que es la frontera la que nos habita. Asombrados, habremos aprendido entonces lo que Esteva aprendió, aquello mismo que Octavio Paz había llamado, en su homenaje a Claude Lévi-Strauss, el arte de danzar sobre el abismo.


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