La foto es de Mahdi Aridj
Artículo publicado en BASA, la revista del Colegio de Arquitectos de Canarias, en su número 30-31 (1998).
LA VIDA MÁS ALLÁ DE DONDE UNO VIVE
Manuel Delgado
El descrédito de lo externo que se deriva del advenimiento del racionalismo cartesiano y de la reforma protestante da por sentado que fuera, y más cuanto más nos alejamos del sagrario de la propia subjetividad, todo es banal, pasa-jero, frío y que allí nos aguardan –dicen– todo tipo de peligros físicos y mora-les. Frente a ese terreno inseguro, el espacio interior o privado –lo que a partir de un cierto momento empezó a presentarse como el hogar dulce hogar, se convertía –cuanto menos en teoría– en aquel refugio en que, lejos de la desolación y la desorientación que caracterizaban el mundo externo, uno podía vivir una cierta experiencia de la verdad personal. Esa función protectora del interior hogareño explica la importancia que cobra tener un sitio en que vivir. Cabe subrayar que tal presunción da por incontestable que lo que cada cual hace en su casa es ciertamente vivir, lo que automáticamente permite inferir que lo que hace fuera no es vida. Habitar se convertía así en sinónimo de vivir. No tener casa no es, desde entonces, no tener vida privada, sino no tener vida, a secas.
Desde ese momento, entrar entonces empezó a resultar idéntico a ponerse a salvo de un universo exterior percibido como inhumano y atroz. Un juego infantil que todos conocemos lo explicita y el perseguido en el tocar y parar sabe cuál es la palabra mágica que le va proteger de quien corre tras de él para atraparle: “¡Casa!”. Y es que ciertamente uno vive en su casa, es decir, en un lugar construido, con paredes, techo, ventanas y puerta, al que no en vano llamamos vivienda o espacio para vivir, dando a entender de algún modo que lo que uno encuentra fuera de ella no es exactamente vida. Ese hogar –máxima expresión del dentro– en que se espera que se convierta una vivien-da es el lugar de las certidumbres que, a partir de cierto momento del siglo XIX, se levanta contra el temblor crónico de la vida pública, una vida de la que se repite que, en efecto, no es del todo vida, hasta tal punto está marcada por la frialdad, el interés y la desorientación moral.
En cambio, el afuera se asocia al espacio no construido y, por tanto, no habi-table, basta comarca en que tienen su sede formas de organización social inestables. La calle y la plaza son los afueras por excelencia, donde, al aire libre, tiene lugar una actividad poco anclada, en la que la casualidad y la in-determinación juegan un papel importante. Sus protagonistas aparecen como desafiliados, es decir sin raíces. Son pura movilidad, puesto que el exterior radical –sin techo, sin muros, sin puertas– difícilmente puede ser sede de algo. Esa esfera, definida por la definición débil de las relaciones que en ella se registran, es justamente la que se asocia a la noción de espacio público, en-tendido como aquel en que la vida social despliega dramaturgias basadas en la total visibilidad y en que no existe ningún requisito de autenticidad, sino el mero cumplimiento de las reglas de copresencia que hacen de cada cual un personaje que aspira a resultar competente para conducirse entre desconoci-dos. Ese espacio de y para la exposición no puede ser morado, en el sentido de que no puede ser habilitado como residencia ni de personas ni de institu-ciones. Estar fuera es estar siempre fuera de lugar, con la sospecha de que en el fondo no se tiene. Estar fuera es también estar fuera de sí, dado que es uno mismo lo primero que se abandona cuando se sale. El adentro tiene lími-tes, por el contrario, el afuera es ese paisaje ilimitado en que no vive apenas nadie y por el que lo único que cabe hacer es deslizarse.
Es todo ello lo que nos permite distinguir la ciudad de los emplazamientos de la los desplazamientos –la primera sometida a una lógica de territorios y las implantaciones, la segunda a una de superficies– es el tipo de sociabilidad que prima en cada una de ellas. Los colectivos interiores están formados por conocidos, a veces por conocidos profundos; los exteriores, en cambio, los constituyen desconocidos totales o relativos, “de vista”. Eso implica el des-pliegue de códigos de relación del todo distintos en un escenario y el otro. Se da por supuesto que cualquier forma de entidad colectiva que establezca un lugar en la ciudad en que existir en tanto que tal –una sede social, un número en una calle– puede exigirle a sus componentes un grado variable de firme-za, es decir un compromiso de conducta leal en relación con los postulados en que la asociación reunida o reunible bajo techo se funda. Los miembros del grupo social avencidado tienen entre sí una deuda mutua de franqueza a la que los viandantes que mantienen entre sí relaciones deslocalizadas y efí-meras no están ni remotamente obligados.
En eso consiste la singularidad del vínculo social que caracteriza la vida en exteriores urbanos: en que está hecha de una mezcla de extrañamiento y aversión entre masas corpóreas que se pasan el tiempo expuestas a la mira-da de los demás y que se escudan unas de otras mediante diversas capas de anonimato. Una sociedad desanclada, hecha de cuerpos que se esquivan y miradas que se rehúyen. Ese tipo de relación basada en el distanciamiento y la reserva puede conocer, no obstante, desarrollos imprevistos, desencadenar encuentros inopinados en un espacio abierto y disponible para que actúe sobre él la labor incansable del azar. En eso consiste precisamente lo que damos en llamar lo urbano.