dimecres, 1 de maig del 2024

Las mascotas y el síndrome del domador

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Fragmento del artículo "El síndrome del domador. Algunas claves culturales del auge de los animales en la ciudad", Claves de la Razón Práctica , Madrid, núm. 31 (1993), pp. 34-41. Enviat a l'estudiant Silvia Martínez l'1 de maig de 2024

LAS MÁSCOTAS Y EL SÍNDROME DEL DOMADOR
Manuel Delgado

Pocos lugares como fueron los circos para entender el papel de los animales a la hora de hacer pensables los sufrimientos psicológicos derivados de la socialización humana. .Esta función simbólica de los animales circenses consiste —en los países en los que todavía no ha sido restringida o prohibida— en exigirle a las fieras salvajes –osos polares, elefantes, cocodrilos, tigres...– que parezcan feroces pero que al mismo tiempo obedezcan dócilmente las órdenes de su domador, todo para poner de manifiesto esas cualidades de mansedumbre y disciplina que les hacen aptos para formas elementales de sociabilidad humana. Un modelo simple de sociabilidad humana que, en concreto, se amolda a aquella variante que Norbert Elias ha venido llamando civilizada, fundada en la obediencia a las normas de urbanidad y el autocontrol. Si nos fijamos, lo que hacen los leones del circo no es sino comportarse como individuos «educados», que dan la mano, abren la boca, se sientan y saltan cuando se les dice y, ante todo, que contienen sus impulsos. El circo funciona, de hecho, como un aparato pedagógico destinado en gran medida a servirle a los niños, su público por antonomasia, de espejo y de guía para el sometimiento a la esperanza y el drama de la socialización. Con esa finalidad se pone en escena en los números de doma la misma regla básica del intercambio sacrificial, que hace a una víctima ocupar vicariamente el papel a la vez del sacrificante-domador y del público, para que sea ella y no estos últimos quien protagonice el tránsito peligroso, en este caso entre  lo silvestre y lo domesticado.

Si el domador convive casi familiarmente con sus fieras, en el propio ámbito circense los payasos ya anticipaban el tipo de mecanismo que habría de incorporarse a la vida cotidiana de las familias ordinarias bajo la forma de petichismo: el clown parodiaba la labor del domador empleando perros en lugar de bestias peligrosas. El proceso inverso se registra en con el animal doméstico, aunque más bien cabría decir domiciliado: si en el circo el experto domador puede hacer de tigres de Bengala sus animales de compañía y el payaso le caricaturiza sustituyendo las bestias selváticas por caniches, el urbanita empezó hace algunas décadas por domar perros y gatos –¡ven!, ¡sube!, ¡toma!– y se atreve cada vez más a incorporar a su ámbito hogareño animales reputados como temibles, de caimanes a pitones reina.

El espectáculo de sumisión, obediencia o manejabilidad que deparan reproduce a escala domiciliaria el número circense con animales y nos hace accesible la posibilidad de incorporar como signo patológico individual –al menos por lo que tantas veces tiene de adición afectiva– lo que bajo la carpa era un síntoma de cultura. Las mascotas nos permiten desarrollar domésticamente con ellos nuestro pequeño síndrome de domador, una forma de hacer llevadera la inevitabilidad de esa otra segunda naturaleza que también nosotros hemos de encarnar en el plano de lo real, si es que queremos hacernos merecedores de la identidad social que nos es reservada. Si las relaciones hombre-animal son siempre arquetipos de relaciones de subordinación hombre-hombre, sus formas más radicales –sacrificio, doma, hogarización, figuras intercambiables de borrado-consumo de la bestialidad– se constituyen en apoteosis de un modelo de dominación cuyo único paralelo puede encontrarse en el marco de los principios de civilidad en nombre o a través de los cuales la sociedad moderna disuade a sus componentes individuales para que se sometan.

Marvin Harris, en Bueno para comer (Alianza), procuraba explicar lo que de tópico insostenible hay en eso del hombre como animal violento por naturaleza. En realidad, explicaba Harris, la extrema crueldad de que hacen gala a veces los seres humanos en sus enfrentamientos es el resultado precisamente de la condición no-natural de la violencia que desencadenan. La acción agresiva humana es determinada por circunstancias sociales, mientras que, en tanto que ser cultural, el hombre ha aprendido a neutralizar las reacciones agresivas que instintivamente provocarían en él otro tipo de situaciones. Para hacerse entender Harris propone un caso concreto: “La consulta del dentista es un lugar idóneo para comprobar el grado en que se han perdido los controles innatos sobre la agresividad humana. La gente se sienta voluntariamente en el sillón del dentista, abre de par en par sus maxilares y no vaca en aguantar dolores atroces, sin dar siquiera un mordisco a la mano ofensora”. Pues bien, ¿qué mejor demostración del grado no de sumisión sino de control sobre los propios impulsos naturales que el que nos brinda el león en el indispensable numero circense del domador metiendo su cabeza entre sus fauces?

El tipo de operaciones que el animal de circo pone en escena pueden ser colocadas en paralelo con las que desencadena esa otra modalidad extrema de domesticación que es el sacrificio. Como el animal sacrificado, el oso que monta en bicicleta, la foca que juega al baloncesto o la orca que en el delfinario del zoo ha sido enseñada a saludar alegremente a los niños llevan a cabo por todos nosotros, representados por la acción arriesgada del oficiante -sacrificador o domador-, ese acto de conectar esferas que, de no ser por él, permanecerían completamente incomunicadas, como son lo totalmente silvestre y lo totalmente domesticado.

Lo que hace el domador es invertir entonces, el tipo de premisas que cierta psicología, y muy especialmente el psicoanálisis, puso en su momento en circulación. Se nos dijo que todo ser humano escondía una bestia y el artista del circo nos advierte de que toda bestia oculta en su interior un ser humano, algo que ya sostuvieron antes todo tipo de filósofos y que, hoy por hoy, es el argumento vertebral de todo el movimiento animalista. Gómez de la Serna supo apreciarlo lúcidamente en El circo,  publicado allá por 1926: “¡Cómo miran algunos animales a los artistas! Ante esos animales se piensa si serán estos animales que presentan los artistas del circo de esos animales de los cuentos de niños, que son un ser humano encantado, quizás encantado y embrujado por la bruja artista o por el brujo artista, que encontraron por el mundo un hombre débil o una mujer débil a la que convertir fácilmente en animal”

En la mencionada obra, Gómez de la Serna llegaba con respecto del domador a una conclusión: “Cada domador de animales se parece a la especie domesticada”. En efecto, si el domador convive con sus fieras casi como si se tratase de su familia - así suelen describir su experiencia los artistas-, en el propio ambiente circense ya se explicitaba la posibilidad de democratizar este tipo de pedagogía de la socialización, haciendo accesible la posibilidad de llevar a cabo uno mismo y en su casa la actuación domesticadora-civilizadora del domador. Las farsas de doma de que eran protagonistas los payasos estaban señalando desplazamientos paródicos simbólicamente equivalentes, peor mucho más accesibles a su asunción por personas no especializadas. Así, el uso de monos -un animal que hasta hace no mucho y desde hacía siglos había sido un petiche habitual advertía de lo que los números de doma tenían de antropomórficos, en tanto podía reconocerse en el chimpancé fumador, por ejemplo, una burla fácilmente reconocible de nuestra propia condición. Y todavía más claramente: el empleo por parte del clown de perritos amaestrados para hacer una sátira de la actuación del domador.
           
Si el clown circense acercó la figura del animal domado a la calle y nos brindó la posibilidad de ejercer también nosotros como domadores de animales inofensivos, la evolución de la industria petichista y del sistema de consumo que de ella deriva ha puesto de manifiesto que los urbanitas tienden cada vez más a atreverse a poseer animales hasta ahora asociados sólo al circo o a su pariente el zoo. Lo demuestra la incorporación al circuito de mercado -a veces de forma ilegal- de animales de procedencia exótica, muchos de ellos -como las pitones reina, las boas constrictor o los caimanes- reputados como peligrosos. Una circunstancia ésta a que habría que añadir la costumbre creciente de adiestrar como animales sólo de compañía, esto es para fines que no tienen nada que ver con la seguridad de bienes o personas, de perros de ataque. El caso de la moda de los agresivos pit bull terrier, verdaderos canes de pelea, podría ser una magnífica ilustración de ello.

Decididamente, como escribiera en un memorable artículo de 1962 A.G. Haudricourt, “la domesticación es el arquetipo de otras suertes de subordinación". Como los animales del circo y sus parientes conceptuales nuestros animales domésticos, también nosotros hemos de asumir una segunda naturaleza, que es la de seres socialmente domados, autocontrolados y sujetos a un sistema de jerarquías. No es casual la manera como la cultura anglosajona se refiere a los trabajadores industriales: blue collar, o, por extensión, a los que llevan a cabo trabajos administrativos : white collar. Se nos permite, eso sí, enseñar de vez en cuando los dientes, como para dar a entender que no hemos renunciado del todo a nuestra fiereza, pero siempre sin olvidar nuestro supremo deber de reportarnos, de hacer las cabriolas que la convención nos exija en cada momento y de demostrar cómo también nosotros hemos aprendido no sólo a abrir la boca sin rechistar en el sillón del dentista, sino también, y cuando se tercia, a dar la patita y reconocer la voz de nuestro amo.





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