dissabte, 2 de novembre del 2024

Barcelona da miedo. El Día de las Fuerzas Armadas del 27 de mayo de 2000

         Incidentes en Hostafranchs la mañana del desfile. La foto es de Ana Jiménez para La Vanguardia

Fragmento de La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del "modelo Barcelona", La Catarata, Madrid, 2008

BARCELONA DA MIEDO. EL DIA DE LAS FUERZAS ARMADAS DEL 27 DE MAYO DE 2000
Manuel Delgado


La decisión del gobierno del Partido Popular de celebrar en Barcelona una parada militar el 27 de mayo de 2000, provocó un rechazo no sólo por buena parte de la ciudadanía, sino por parte de unas instituciones políticas locales –el tripartito PSC-ICV/EUiA-ERC– que se veían atrapadas en la contradicción de tener que alojar e incluso presidir un acto nada compatible con los valores de democracia y libertad que afirmaban encarnar. La idea inicial de celebrar el desfile en la Diagonal, tal y como había ocurrido en mayo de 1981, pocas semanas después del intento –supuestamente fallido– de golpe de Estado de Tejero, se antojaba inaceptable ahora, puesto que aquella era la imagen que a lo largo de décadas se había retenido amargamente para muchos: la de las tropas del ejército sublevado de Franco en Barcelona en enero de 1939, estampa del que las correspondientes paradas en conmemoración de la victoria franquista fueron reactualizaciones a lo largo de cuatro décadas en Barcelona.

La concesión de trasladar el acto a la parte de Diagonal cercana a la plaza de Pius XII, ya prácticamente en las afueras de la ciudad, y en un marcha de salida de la ciudad –y no de entrada, como estaba inicialmente previsto- fue descartada cuando los rectores de las universidades de la zona se negaron a cerrar sus facultades, precisamente por lo que tenía de recuerdo de lo que había sido el recurrente cierre de universidades durante el franquismo. Después de barajar otras alternativas, la decisión final fue remitir el acontecimiento a una especie de tierra de nadie, el lugar del que salieron durante mucho tiempo las comitivas de los Reyes Magos que recorrían las calles de la ciudad, donde se celebraban los festivales infantiles y dónde se levantaba una fuente mágica, en la falda de una montaña presidida por un castillo en que fueron torturados y asesinados miles de catalanistas, anarquistas, comunistas, socialistas o simples sospechosos de antifascismo. Entre ellos el President Lluís Companys.

Pero ni siquiera eso fue capaz de apaciguar la indignación de una parte importante de barceloneses. Lo explicitaban los cientos de jóvenes que se concentraban el 29 de abril de 2000 ante el cuartel del Bruc, en Pedralbes, o las decenas de miles que desfilaban el 20 de mayo entre el cruce de paseo de Gràcia i la ronda Sant Pere hasta el Moll de la Fusta, siguiendo un itinerario habitual en las marchas contra la OTAN en la década de los años ochenta. Desde aquel mismo día, un numeroso grupo de antimilitaristas acampaban sobre el césped del centro de la plaza de Espanya, como vigilando lo que se iba a ser una usurpación de la cercana avenida de Rius i Taulet. De madrugada, cuando faltaban pocas horas para que se perpetrase lo que se interpretaba como una deshonra del espacio urbano barcelonés, la policía desalojaba violentamente a los acampados.

La madrugada del problemático desfile, el 27 de mayo, se confirmó la voluntad de apropiarse de las calles de Barcelona a partir de criterios de legitimidad y deslegitimidad que no podían ser sino históricos y colectivos, es decir procedentes de una memoria compartida para la que el suelo que se pisa está marcado por todo tipo de rastros y marcas, como si fuera una cartografía simbólica que los viandantes estaban en condiciones de leer automáticamente, se superpusiese, como una transparencia, a aquella otra en que en principio no parece que haya nada que no sea otra cosa que un esquema abstracto de líneas y  cruces con nombre. La calle Lleida y la avenida Rius i Taulet eran escenarios forzosos aquella mañana de un acto militarista que había sido denunciado como el déjà vu de un pasado ignominoso, presidido por las autoridades del Estado, incluso aquellas que habían intentado esconder el sombrío acontecimiento lejos del corazón de la ciudad, en el doble sentido de centro urbano, pero también en su sentido más metafórico, como músculo que impulsa y recoge los flujos urbanos y lugar que acoge los sentimientos básicos de los habitantes de la urbe.

Al mismo tiempo, centenares de jóvenes iniciaban una marcha por la avenida de Madrid sobre la plaza de España, puerta de Montjuïc. A la altura de la calle Joan Güell topaban con fuerzas policiales que les cerraban el paso. En pequeños grupos, los manifestantes antimilitaristas accedieron a las proximidades de la calle Tarragona y fueron de nuevo interceptados por la policía, que les obligó a dispersarse por las callejuelas del barrio gitano de Hostafrancs y por el parque del Escorxador, donde se reprodujeron los enfrentamientos con la policía y con grupos de ultraderechistas que acudieron a apoyarles.

También al mismo tiempo que se desarrollaba el desfile militar en la montaña de Montjuïc tenía lugar un masivo acto de desagravio en otro parque público: el de la Ciutadella. Decenas de miles de personas –más del doble de las que había conseguido reunir el Día de las Fuerzas Armadas- desautorizaban lo que se interpretaba como una utilización indigna de las calles de Barcelona, por mucho que estuvieran alejadas de su centro. 

Al día siguiente, el 28, jóvenes independentistas limpiaban con lejía la calzada de la avenida Rius i Taulet hasta el Pueblo Español, es decir la vía que veinticuatro horas antes había conocido la marcialidad de las tropas, patentizando la idea de que aquel espacio había sido literalmente ensuciado y requería una limpieza, evocando de esta manera una vieja práctica de los habitantes de Barcelona a lo largo del siglo XIX, que empleaban actos simbólicos parecidos para expresar su rechazo al ejército y a la monarquía, barriendo las calles que había “manchado” los destacamentos militares o las comitivas reales horas antes.


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