Fragmento de "Actualidad de lo sagrado. El espacio público como territorio de misión", Revista de Dialectología y tradiciones populares, LIV(1), 1999, pp. 255-289.
MODERNIZACIÓN Y SANTIDAD DE LOS CORAZONES
Manuel Delgado
Cabría preguntarse si los nuevos cultos e incluso un buen número de
adscripciones militantes laicas actuales no son sino prolongaciones, con toques
más o menos exóticos y sincréticos, de ese mismo principio de autocontrol y de
ascetismo intramundano que se acaba de describir, que atienden idéntica demanda
de autorregulación basada en la contracción a la experiencia íntima y en la
negación de lo sensible. Plantear los nuevos cultos religiosos como variantes de
la lógica del mundo propia del ascetismo puritano exige evocar el tipo de
religiosidad que encontró en Estados Unidos no tanto su cuna, como su lugar de
máximo apogeo y desarrollo. Varios son los ingredientes que confluyeron a la
hora de crear formas prácticas y organizativas de religiosidad específicamente
adaptadas a las necesidades del proceso modernización en aquella nación, todos
asociados a las tendencias sectantes del anabaptismo, las variantes más
heterodoxas del anglicanismo y del luteranismo y un calvinismo radicalizado
pietísticamente.
El primero y básico de esos ingredientes de base es sin duda el de calvinismo
presbiteriano, sobre todo por lo que hace a su antisacramentalismo radical y a
la premisa fundamental de que el ser humano debe ser considerado en la soledad
y la libertad de su alma, desnudo de la protección de los ritos y asumiendo el
requerimiento de estructurar desde el sí mismo la propia vida moral. Desde las
revoluciones puritanas, la religión pasaba a identificarse con la ética
personal en un doble sentido: como una moralidad práctica y normativa, desde la
que se regula el comportamiento del individuo respecto del grupo y las
instituciones sociales, y como una ética de la intimidad en la relación con lo
trascendente. Al lado de estos elementos asociados al individuo, el puritanismo
incorporaba una importante dimensión colectiva. Si bien la raíz de la religión
se hundía en la soledad del alma, el sentido profético de todo cristianismo
requería que la acción trascendiera lo individual y apuntara al orden histórico
para cumplir sus postulados éticos mediante una «comunidad de los justos». Esa comunidad
santa, la holy community, debía combatir el mal social, imponer una
moralidad en las relaciones humanas y condenar a los recalcitrantes al
ostracismo y el rechazo. A partir de tal doctrina se desprende un valor
ético-social básico, cual es la distribución de los individuos sociales en dos
categorías incompatibles –los elegidos y los réprobos–, basadas no tanto
en las conductas objetivables sino en un fundamento absoluto, irracional e
incomunicable, en la medida que tenía su origen en una experiencia mística
personal.
El conversionismo es un fenómeno no exclusivo, pero si asociable en
especial al amplio movimiento de revitalización religiosa que conoció
Norteamérica en la década de 1720, como respuesta a lo que se experimentó como
un proceso –tan parecido al que hoy suele considerarse erróneamente como
inédito–de descristianización y laicización. Se trata de lo que se dió en
llamar Great Awakening, el Gran Despertar, un magno estado de ánimo
colectivo que percibió la súbita y casi violenta conversión interior como la
única forma de superar el vació espiritual que la expansión colonial estaba
produciendo entre sus socialmente atomizados y moralmente desarticulados
protagonistas. Los pioneros en este movimiento fueron algunos sectores
presbiterianos que proclamaron que era esa profunda transformación personal,
basada en un reencuentro con el evangelismo más puro, lo que permitiría
organizar una conducta en la que la moral, la justicia, el amor al prójimo
tuviesen prioridad sobre cualquier otra tendencia humana.
Hay que apuntar,
pero, que estas corrientes no eran propiamente calvinistas, sino más bien
antipredestinacionistas, en la medida en que le otorgaban una importancia
fundamental a la participación humana en la redención del pecado. Ello sin
menoscabo de conservar del calvinismo una conciencia estricta de la moralidad y
un poderosísimo espíritu misionero, que no perdía de vista el papel del
ministerio de la palabra de Dios. Es decir, el convencimiento de que el verbo
divino es, en primera instancia, la palabra hablada y oída de la predicación
cristiana, premisa que guió desde el siglo XVI la actividad de los predicadores
reformistas y el estilo vehemente que emplearon en sus sermones. También hay
que destacar su condición apocalíptica y milenarista –derivada a su vez del
anabaptismo–, que institucionalizó la expectativa del fin de los tiempos y de
la implantación inminente en la tierra del Reino de Dios.
Es en este contexto del apostolado de frontera en lo que enseguida serán
los Estados Unidos que irrumpe con fuerza la escisión de la iglesia anglicana de
John Wesley, que, en 1738, había inspirado en Inglaterra una corriente
ecuménica e interconfesional, el metodismo, muy influenciada por el pietismo de
los hermanos moravos. El metodismo se basaba en el libre arbitrio y promulgaba
un ultraindividualismo religioso, según el cual la gracia se obtenía por medio
de una intensificación de la experiencia religiosa, llevando hasta sus últimas
consecuencias el principio protestante de la salvación mediante la fe y la
adquisición de una santidad personal a través de episodios de vivencia
inmediata y rotunda del favor de Dios. Se trata de la llamada segunda
bendición, distinta de la conversión, complemento y resultado de ésta, que
es experimentada como la instantánea santidad del corazón. Por su insistencia
en la predicación, el metodismo se conduce a la manera de un verdadero pietismo
de masas.
A lo largo de todo el siglo XIX se produce la gran predicación metodista,
en especial en el transcurso de la expansión hacia el Oeste, reuniendo gentes
en movimiento, desplazados, caravanas itinerantes, poblados o campamentos
provisionales y localidades débilmente estructuradas. Esas congregaciones
efímeras se producían con mucha frecuencia bajo la forma de festivales
religiosos, en los que no eran extrañas crisis extáticas individuales o
colectivas en las que los asistentes podían entrar en trance, sufrir crisis
catalépticas o espasmos, ponerse a bailar frenéticamente o a aullar, etc. Esta
labor de misión la llevaban a cabo predicadores aislados, al margen de toda
iglesia o nominalmente vinculados al congregacionismo, al baptismo o al presbiterianismo,
a pesar incluso del predestinacionismo de estos últimos. Los ámbitos
predilectos para llevar a cabo la difusión de la palabra de Dios fueron siempre
los caminos, los lugares de paso, los espacios de frontera, lo que era
congruente con el modelo que el conversionismo adoptaba del episodio de la
iluminación de San Pablo, tal y como aparece los Hechos de los Apóstoles, que
no en vano está protagonizado por un personaje en tránsito, de paso,
al quien le sobreviene la transformación mística en el momento en que se
encuentra en un espacio intersticial entre dos puntos del mapa.
Los metodistas supieron crear una síntesis magistral entre el puritanismo
de los calvinistas, una especie de sentimentalismo universal de base quietista
y un racionalismo pragmatista extremo, inspirado en el pelagianismo, que
sostenía que el ser humano podía conseguir la salvación por sus propios medios
y que el éxito personal en cualquier campo –los negocios, por ejemplo– era
señal inequívoca de haber alcanzado la salvación. El metodismo –entendido
mucho más como un estilo altamente emocionalista de predicación y de reunión
religiosa, al tiempo comunitarista e individualista, que como un culto
organizado– no tardó en revelarse como la forma de religiosidad que mejor se
adaptaba a las condiciones de inestabilidad y de incertidumbre vital que
caracterizaría las situaciones de no man´s land o tierra de nadie,
idónea para servir de soporte moral, de esperanza y de justificación última
para una multitud dispersa y desorientada como la que protagonizó las grandes
éxodos colectivos que colonizaron el occidente de Norteamerica. Entre las
corrientes metodistas destacó enseguida el Ejército de Salvación, fundado por
William Booth, que hizo de las exhibiciones públicas uno de sus elementos
fundamentales y cuya labor significó el desplazamiento que llevaría la
predicación conversionista de la dispersa e inarticulada sociedad de la
expansión hacia el Oeste a los barrios obreros y marginales de las grandes
urbes norteamericanas.
En efecto, el tipo de predicación metodista «de frontera» demostraría
enseguida su pertinencia entre las grandes masas que, desde todos los países
del mundo, se desplazaron a Estados Unidos a partir de la segunda mitad del
siglo XIX, para constituirse en el peonaje del macroproceso de
industrialización y urbanización que habría de conocer aquél país. Las grandes
ciudades se convirtieron con ello en los nuevos territorios de desestructuración
y anomia sociales a colonizar. En ese marco empiezan a proliferar esas
derivaciones del metodismo que fueron, primero, los milleritas y los
campbelitas o discípulos y, poco después, las misiones o asambleas de Dios, a
veces ecuménicas o aconfesionales, a veces cuajando en denominaciones como las
que aparecen a partir de 1880 : National Holiness Movement, Pentecostal
Church of the Nazaren, Metropolitan Church Association, Pillar of
Fire Church, etc. La popularidad del nuevo movimiento –el pentecostalismo–
la propiciaron los rumores sobre actuaciones sobrenaturales, indicadores de una
presencia «al pie de la letra» del Espíritu Santo : curaciones milagrosas,
don de lenguas –glosolalia–, «experiencias de gloria», etc.
A señalar que –desde las premisas conversionistas– esas expresiones de la
presencia santificadora del Espíritu pueden expresarse en privado, pero están
esencialmente destinadas por Dios a la vivencia de la comunidad, es decir han
de ser preferentemente públicas, puesto que sus virtudes son –paradójicamente
si se quiere– estructurantes y alimentan la articulación social.7
Eso es también lo que explica la mínima preocupación del pentescotalismo por la
teología, en la medida en que se trata básicamente de un culto de ejercicios de
piedad comunitaria basadas en la emoción, en la que los asistentes se abandonan
a expresiones de afirmación de sí mismos, fórmula que resume a la perfección la
cualidad de los nuevos cultos de hacer compatible el sentimiento de comunidad
con la exaltación individualista.
La clave del éxito de los movimientos pentecostales entre comunidades
sometidas a vertiginosos procesos de modernización ha de buscarse en ese mismo
cambio en las sensibilidades religiosas a las que los grupos pentecostales se
han mostrado más receptivos que el catolicismo, que las iglesias protestantes
más estandarizadas o que las ideologías laicas más o menos transformadoras, ofreciendo
nuevas propuestas de vivencia de la fe más afines a las demandas del
individualismo de masas hegemónico. ¿Qué es lo que se ofrece a los conversos al
pentecostalismo? La respuesta a esta cuestión es : a), el conocimiento de
la palabra de Dios para obtener la salvación ; b), la recepción de dones
divinos mediante el Espíritu Santo, dones que podían ser capacidades
adivinatorias, clarividencia, facultades curativas, capacidad de hacer
milagros, glosolalia o don de lenguas, etc. ; c), la provisión de una
explicación totalizadora del mundo y del lugar de cada cual en él, y d), la
obtención de un papel social nítido dentro del grupo, de modo que todos los
fieles pueden desarrollar potencialmente cualquier función al ser inexistente
la jerarquía. Esto último es importante puesto que implica que los lugares
rectores –ancianos, pastores, etc.–, pueden ser accesibles para cualquier
persona que, al margen de su preparación, pueda hacer verosomil su condición de
receptor del Espíritu.
Otra de las claves del éxito del pentescostalismo se halla en sus
especiales características congregacionales : grupos numéricamente
pequeños, fuertemente solidarios y muy participativos, que son muchas veces
garantía de asistencia mutua, en el plano social, económico, psicológico, etc.,
y en los que se encuentran razones trascendentes para abandonar prácticas a las
que responsabiliza de la desestructuración social, como el desorden familiar,
la delincuencia, el alcoholismo, la drogadicción, las lealtades al viejo
clientelismo, la violencia, etc. En otro plano –y eso explicaría el éxito
pentecostal entre las clases medias asentadas–, la transfiguración personal que
propicia la conversión radical se ha demostrado eficaz en orden a dotar de
valor trascendente vidas ordenadas, pero experimentadas como sin sentido.