"Bacchante", William-Adolphe Bouguereau, 1894 |
Nota para los estudiantes de la asignatura Antropología Religiosa, a partir de un comentario en clase. Enviado en febrero de 2019.
LA INVENCIÓN DEL MATRIARCADO
Manuel Delgado
En relación con lo que intentaba explicar en clase sobre la invención de los "cultos matriarcales", es algo de lo que trataba mi tesis doctoral, en un capítulo que luego publicaría en un libro titulado Las palabras de otro hombre. Anticlercalismo y misoginia (Muchnik, 1992). Lo que allí sostenía era que desde el punto de vista del anticlericalismo reformista del siglo XIX la religiosidad que practicaban los católicos, por el papel que en el culto jugaban las mujeres y por el lugar asignado a figuras femeninas, sobre todo la Virgen María, aparecía asociada a los intentos, generalizados en casi todo el pensamiento decimonónico, por remitir lo femenino a los extrarradios de la Razón Moderna, asimilándolo en este caso a lo arcaico.
No encontramos sino por doquier pruebas la convicción, absolutamente generalizada en el XIX y después–, de que la piedad católica no hacía sino imitar con descaro el viejo politeísmo idolátrico de la época bárbara, podía ser puesto en relación con algo que los "científicos" constataban y que presentaban como incontestable: que este estilo religioso que los católicos se empeñaban en mimar y hacer sobrevivir, giraba exclusivamente en torno a divinidades femeninas poderosísimas, que dominaban en solitario los sistemas religiosos o de manera compartida con un hijo‑esposo divino que moría y resucitaba anualmente. Se trataba de los llamados cultos a la Magna Mater, la Diosa Madre que los interpretadores del arte neolítico detectaban como un tema obsesivo, asociada a la luna, a la noche y a las manifestaciones de la instintualidad, y también al nacimiento y desarrollo de la agricultura y al papel que en él se atribuye a la mujer como responsable y directora de esa primera domesticación de la Naturaleza. Esta religión de la Gran Madre aparece, en sus aspectos más demeterianos, como hegemónica en los primeros momentos históricos y se entiende que ejerce una colosal influencia en la vida religiosa de griegos y romanos a través de los supuestos "misterios orientales" divulgados por el orientalismo a lo Cumont, centrados en la adoración de pares sagrados del tipo Cibeles‑Attis, Salambó‑Adonis, Isis‑Osiris, Ishtar‑Tammuz, etc.
Toda la interpretación que se hará en el siglo XIX, y que aún hoy es objeto de vulgarización, de lo que fue la vida religiosa del mundo clásico y del amplio período que lo precedió desde el neolítico, daba por sentado que éstuvo, al margen incluso de las religiones oficiales del Estado, dominada por la omnipresencia de mitos relacionados con el mitologema pasional del Hijo Divino, o en torno a su alumbramiento y concepción, y de ritos que se centraban en la evocación de estos episodios. Se trataba de religiones vertebradas en torno al tema de la virilidad frustrada, saturadas de escenificaciones de la falolatría trágica y decididamente metroacas, esto es pivotando alrededor de la adoración al útero. Por último, todas las teorías sobre la religión antigua, especialmente en la zona mediterránea, enfatizaron el que los cultos a la Gran Madre y los misterios que son sus continuadores históricos eran esencialmente prácticas que atañían de manera exclusiva o preferente al colectivo femenino, y que tienen como mantenedoras a sacerdotisas o a mistos que han renunciado a su sexualidad masculina para quedar al servicio de la Diosa, ya sea mediante el voto de celibato o ya sea mediante la emasculación física del iniciado.
La creencia de que esta modalidad de prácticas religiosas, de las que ‑no se olvide‑ el catolicismo era un resto indeseable, correspondían a una fórmula femenina de poder que obstaculizaba, oponiéndosele, el dominio masculino sobre las esferas públicas y privadas, estaba muy en relación con una teoría que popularizó un jurista suizo, J.J. Bachofen, en un libro que alcanzó gran popularidad e influencia en su época: El matriarcado (Akal). Su tesis era que había existido un estadio por el que la condición humana habría atravesado antes de iniciar su andadura hacia la Civilización: el matriarcado o ginecocracia, esto es el gobierno de las madres o de las mujeres, basado en la hegemonía de los valores femeninos, tales como los lazos de sangre y el predominio de la maternidad protectora y empeñada en mantener "la eterna minoria de edad del hijo"; el afectuosismo y las categorias amorosas; la teluricidad, el triunfo de la materialidad, y, muy especialmente, la religiosidad y el control sobre lo sagrado.
Una de las premisas de la teoria bachofeniana estaba en la presunción de que, una vez más, el conservadurismo y la hostilidad hacia el progreso era parte del equipamiento filo‑genético de la mujer, que no sólo tiende a convertir en inmóvil todo lo que queda bajo su égida, sino que es capaz de reprimir la naturalidad móvil de los machos, de domesticar fatídicamente el espíritu inquieto y audaz propio de lo viril, convirtiéndose en un ser obsesionado por someter al orden todas las expresiones de la vida, que vive sólo para el domeñamiento y control, siempre "anhelante de unas condiciones ordenadas y una civilización más pura, a cuya presión el hombre no se somete de buen grado, obstinado en la consciencia de su superior fuerza física." La virtud de la mujer fue, en los tiempos remotos, el de fascinar ‑"inexplicablemente", según Bachofen‑ al varón, obligándole a renunciar a su superioridad biológica.
El dominio de lo femenino queda así resueltamente puesto al servicio de las fuerzas oscuras de la Naturaleza, con la que las mujeres tienen una connivencia especial. Ellas invocan y despiertan, en cualquier tiempo y lugar, "los niveles más profundos y tenebrosos del ser humano", evocan siempre "la ley particular de las tinieblas morales". Comparativamente, el sentimiento de la paternidad es de una entidad superior a la de la elementaridad de los impulsos que lo femenino despierta en el hijo o el amante. Por ello tardará aún siglos en abrirse paso hasta la hegemonía señalando así la entrada en una fase superior de la evolución. El poder de las madres corresponde al estadio más primario de lo humano, aquél en el que es incapaz de desencadenarse de los vínculos de la sangre y de la carne, del despótico y a la vez tierno dominio de la Naturaleza y sus arcanos. Es por ello que la religión de la mujer debe ser forzosamente mistérica.
Premisa y al tiempo conclusión: el poder femenino es el "del cuerpo que concibe", "la potencia concibiente de la materia", las concepciones de tipo "material‑sensual". En cualquier caso, el triunfo de la carnalidad, opuesto a la espiritualidad que se su supone acompaña naturalmente a la condición masculina. Consecuentemente, el avance en el sentido de la "elevación" hacia el progreso sólo es posible en la medida en que la humanidad fue capaz de romper con el matriarcado y su religión ctónica y asumir una piedad más espiritual, que forzosamente habría de ser signo masculinista, centrada en los primeros momentos en el culto a un Zeus que Bachofen presenta como monoteísta casi.
Todas estas cualidades del patriarcado llevan a una conclusión: en el realzamiento de la paternidad está el abandono del espíritu de los fenómenos de la naturaleza, en su victoriosa ejecución, una elevaciónde la existencia humana por encima de la ley de la vida material. El principio de la maternidad es común a todas las esferas de la creación telúrica, y así el hombre, mediante la preponderancia que le concede a la potencia engendradora, sale de aquella unión y se da cuenta de su elevada tarea. Sobre la existencia corporal se alza la espiritual, y la conexión con los círculos más profundos de la creación se limita ahora a aquélla. La maternidad pertenece al lado corporal del hombre, y sólo éste retiene de aquí en adelante la conexión con los demás seres: el principio paterno‑espiritual le pertenece por sí solo. En éste rompe las ataduras del telurismo y alza la vista hacia las regiones superiores del Cosmos. Eso es lo que vendría a sostener Bachofen.
Pero, ¿cómo pudo ser que la mujer consiguiera mantener reprimido lo espiritual y bajo sometimiento a los más fuertes, los varones, que eran sus portadores? La respuesta debiera ser a estas alturas previsible: a través, sobre todo, de la ritualidad religiosa.
Para Bachofen, esta extrapolación no reconocida hacia lo antiguo de un problema que atañía directamente a aquel momento civilizatorio se produce hacia dos lugares separables, ambos definidos por la irrupción de formas tardías y especialmente perversas de religiosidad matriarcalista: el dionisismo en la Grecia clásica y las corrientes mistéricas orientales que hacen su poderosa aparición en la Roma imperial. Dionisos es presentado por Bachofen, y por toda la historia y la antropología de la Antigüedad del siglo XIX y principios del XX, como el joven dios hermoso y vital que aglutina bajo sus órdenes el principio amazónico de las mujeres violentas y arrastar a rendirle culto al colectivo femenino. El baquismo era "una religión que satisface proporcionalmente las necesidades físicas y metafísicas, con la excitabilidad del mundo femenino de sentimientos tan indisolublemente unidos a lo terreno y lo ultraterreno, pero fundamentalmente manifestaría un reconocimiento total de la subyugadora magia de la abundancia de la Naturaleza meridional". Recoge además las potencias sexualistas, inherentes a la mujer: "A través de su sensualismo y del significado que otorga al mandamiento del amor sexual, intrínsecamente unido a la condición femenina, entra en relación preferentemente con el sexo femenino, en él ha encontrado su más fiel partidario, su más devoto sirviente, y ha fundado en su entusiasmo todo su poder".
La claridad de la conexión era por dos motivos evidente. Por un lado, porque las características atribuidas al dionisismo era las mismas que aquellas de las que se culpaba al cristianismo popular tanto anglicano como católico: sensualismo, religión de las mujeres, inmoralidad de sus servidores y fieles, etc. Y por el otro, porque el personaje mítico de Dionisos era uno de los que, como más adelante divulgaría Frazer, más deudor resultaba con respecto al perfil del Jesús que los católicos evocaban, en tanto que venía a copiar numerosos de los elementos de su repertorio formal y mítico (el tema tardío del "sagrado corazón", el simbolismo del vino y del cáliz, su asociación con animales siempre en celo como el asno o el toro, el estilo procesional, el carácter de dios agrícola o de la vegetación, los ritos de comunión con la carne y la sangre, las evocaciones de su resurección, etc.), lo que, de paso, se constituía en una prueba más de la condición filosatánica de los católicos ya que Dionisos era también el gran inspirador del demonismo y la falolatria.
El fenómeno volvía a reproducirse en Roma con la vigorosa penetración "del culto materno de Isis y Cibeles, e incluso de los misterios dionisiacos resurgidos". Ante "los obstáculos y peligros que esta amenaza representaban, el Derecho Romano supo "ejecutar victoriosamente sus principios", hasta que se produjo "una corrupción de las costumbres que ha promovido más que ninguna otra causa la decadencia del mundo antiguo". Roma fue incapaz de reiterar la superación que Grecia hizo de idéntico acecho, al promover frente al dionisismo la espiritual y masculinizante religión de Apolo. Sin explicitarlo, era obvio que éste era el mismo cuadro con el que la lucha por el triunfo del espíritu nacido con la Reforma y del culto a la Razón y a la Ciencia. Sólo hay una semivelada alusión, cuando Bachofen habla de "el poder imperecedero de las ideas religiosas más primitivas y su resurgimiento en épocas tardías", ideas que se manifiestan más que significativamente en "las circustancias y testimonios que nosotros asignamos al oscuro y secreto vínculo de la vida familiar". Hoy, como entonces, "la Historia ha asignado a Occidente la tarea de llevar a la victoria... la disposición natural más pura y más casta de sus pueblos, y así liberar a la Humanidad de las cadenas del más profundo telurismo en el que la retenía la virtud mágica de la Naturaleza oriental."
Las ideas de Bachofen sobre la identidad entre proceso de civilización y proceso de patriarcalización resultaron muy divulgadas, y autores como Morgan ‑y a través de él Engels‑, McLennan o Lubbock las adoptaron total o parcialmente. Por aquella época, Michelet, el más conspicuo divulgador de la nefasta asociación mujer‑Iglesia, ya andaba por aquellos mismos derroteros. Fue común entre los investigadores de la época hallar entre los primitivos o entre los arcaícos rasgos o indicios que informaran de un pasado o un presente no superado de matriarcalismo. Además de los casos de matrilocalidad o de filiación matrilineal, el enigma de la covada ‑el marido que asume como propios los dolores del parto‑, extendido por doquier, era una de esas "pruebas incontestables" de nuestro pasado bajo el despotismo femenino. Por descontado que el tema de la religiosidad en su estado menos evolucionado, como herramienta de influencia femenina no estaba menos aceptado.
Pero, sobre todo, donde se hace sentir el influjo de Bachofen y sus teorías es en el esbozo de antropología materialista‑histórica que supone la obra de Engels El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, una obra de 1884 (Ayuso). Allí se dan como buenas no pocas ideas recogidas de Bachofen por Lewis H. Morgan en 1881 en La sociedad primitiva (Ayuso y Endymon) acerca del hietarismo y el derecho materno, con la salvedad crítica de los "excesos místicos" que Engels atribuye al investigador suizo. Tomada como única obra de referencia en temas de antropología, para muchos marxianos poco exigentes han continuado concediendo crédito a una interpretación de la condición evolutiva del hombre que hoy nadie sostiene, repito, al menos seriamente.