diumenge, 4 de juny de 2023

Arte y tiranía



Artículo publicado en el diario Levante, el 10 de junio de 2003, con motivo de la Bienal de Valencia, presentada bajo el título genérico de "La ciudad ideal". La imagen es de una obra de Oppenheim que formaba parte de la muestra

ARTE Y TIRANÍA
Manuel Delgado

Buena oportunidad la que nos presta la II Bienal de Valencia en curso para harcenos preguntas acerca de la distancia que se extiende entre el papel que juega el arte en una sociedad democrática y el que es obligado a desempeñar en una sociedad sometida por cualquier forma de tiranía. En una imaginaria sociedad democrática –puesto que la democracía es todavía hoy un sistema político de fantasía– el arte sería ante todo un ámbito público –y por tanto accesible a todos– en que todos aquellos a quienes la realidad no les bastara podrían dedicarse a jugar con ella, a distorsionarla, a prolongarla, a darle otras formas distintas. El arte sería entonces lo que irrumpe o interrumpe para desmentir cualquier certeza y nos demuestra que todo puede ser siempre de otro modo. Ese arte democrático es dominio sin dominio en el que la transformación formal insinúa constantemente la posibilidad y acaso la urgencia de la transformación social.

En las antípodas de esa concepción democrática del arte –capacidad al alcance de cualquiera de generar y hacer proliferar mundos–, los sistemas políticos despóticos consideran el arte como una pura ornamentación al servicio de su propio esplendor, artefacto destinado a generar la estupefacción de los subditos, extasiados ante la grandeza de los edificios y los fastos, impresionados ante el fulgor de los espectáculos que se le brindan gratuitamente para su disfrute. Ese arte expresa en este caso un poder barroco, que ama sus propias puestas en escena, tan vacías como grandilocuentes, que se entrega a la teatrocracia como forma de gobierno y que convierte la Cultura en general en la nueva religión de Estado.
Por lo que hace a la ciudad, el arte sumiso que toda dictadura patrocina puede servir, además de para generar efectos autolaudatorios, para proveer de coartadas operaciones inmobiliarias e iniciativas urbanísticas discutibles, al mismo tiempo que disimula buen número de fracasos o abandonos estructurales. El arte puede, en estos casos, salir a la calle, pero no para reconocerse en ella, sino para imponerle su ejemplaridad a la pluralidad de las prácticas y las apropiaciones ordinarias que no deja nunca de registrar, para que no se escuche el murmullo que, como un bajo continuo, se extiende a ras de suelo y que no es otra cosa que lo urbano mismo. El arte público no es entonces arte de todos y para todos, sino respuesta a una necesidad institucional que es al mismo tiempo decorativa y simbólica. Como ornamento, atiende a la voluntad de los gestores de un espacio urbano de dignificarlo estéticamente y ponerlo a las órdenes de proyectos políticos o/y empresariales interesados en elevar el tono moral del territorio, atenuando los efectos de transformaciones traumáticas, camuflando operaciones especulativas o aliviando los malestares derivados de la falta de popularidad de buen número de innovaciones en materia urbanística.
La tiranía sabe que la instalación de una pieza de arte en un espacio público sirve para paliar las carencias de legitimidad simbólica que afectan tanto al poder político que administra ese espacio y lo mantiene, como a los planes urbanísticos que aspiran a convertir al usuario en consumidor y la tentación de la crítica en adhesión entusiasta. Nos encontramos de este modo ante lo que bien podríamos llamar artistización de las políticas urbanísticas, es decir, producción de efectos embellecedores del espacio público, simple maquillaje destinado a la exaltación de las autoridades y fuente de mantenimiento de todo tipo de tinglados artístico-culturales. ¿Objetivo final?: una ciudadania narcotizada, que se pasa el tiempo riéndose sin saber de qué y que proyecta la imagen de una ciudad permanentemente eufórica.
Frente a esa utilización por parte de las tiranías del arte en la calle como autoexaltación de su propia grandeza, al tiempo que como recurso para el enmascaramiento y la legitimación de abusos, el arte democrático entiende el espacio público como proscenio para la acción social también en el plano creativo. La práctica artística no busca entonces embellecer, sino turbar. No persigue anonadar, sino hacer pensar. El arte público no es aquel que está en la calle, sino el que sucede en la calle. Ahí afuera, a la intemperie, la pieza o el acto artísticos se exponen, en el doble sentido de que se exhiben y se ponen en peligro, puesto que se someten a una vida urbana en que todo es mirada y actividad. Ese arte se sabe y se quiere vulnerable y vulnerado, porque es parte de la vida que lo rodea.
Una vez expuesta la teoría, cabe invitar a cada cual a que se plantee a cuál de esos dos modelos –el democrático y el tiránico– responde la orientación que ha asumido la actual Bienal de Valencia. ¿Es lo que estamos viendo un ejemplo de simbiosis entre creación formal y vida urbana real o –como están denunciando els Ciutadans per una cultura democràtica i participativa– un magno acontecimiento que busca promocionar ante turistas, inversores y habitantes la imagen de una ciudad banal, desconflictivizada y sumisa? Si su asunto es, como se presenta, el de la ciudad ideal, la pregunta es, entonces, ¿la ciudad ideal de quién y para quién? Y es que hay tiranías tan benévolas que nos dan la posibilidad de cambiar de tiranos cada cuatro años.


dissabte, 3 de juny de 2023

Movimientos y movimientismo


La foto es de Andrea Coma

Entrevista publicada en la página web beta.esedosuno.com, el 20 de julio de 2012. 

MOVIMIENTOS Y MOVIMIENTISMO

¿Cuáles cree que son los principales retos que le plantea esta época de crisis a la antropología social?

En este, como en cualquier otro tiempo, la antropología tiene como objetivo la comparación entre las culturas y el conocimiento de los mecanismos que hacen posible la sociedad. En lo posible, como cualquier otra disciplina, le corresponde poner ese conocimiento al servicio de la mejora de la sociedad.

Dijo que el movimiento 15M ha demostrado que quienes gobiernan tienen puntos débiles y menos poder del que aparentan. Aun así, ¿se puede esperar un horizonte de cambio político y social impulsado por los movimientos ciudadanos o no conviene albergar esperanzas?

Los llamados movimientos ciudadanos o sociales, como su nombre indica, son agitaciones o espasmos que de manera más o menos cíclica expresan estados de ánimo o irritaciones colectivos en relación con situaciones concretas consideradas inaceptables. Pero se limitan, como mucho, a exigir una reforma del sistema económico y político existente que lo haga menos inclemente. En la práctica son movimientos que exigen una mejora ética del capitalismo, pero nada más. No lo impugnan, sino que se limitan a reclamar un poco de consideración. Y por supuesto que quienes gobiernan tienen puntos débiles y estos movimientos, como el 15M, se los recuerdan, precisamente para que los refuercen. No lo debilitan, sino que pueden contribuir a perpetuarlos, en tanto actúan como una especie de mala conciencia, un referente moral perfectamente digerible e inofensivo, a la manera de Pepito Grillo en Pinocho.

Pese a obstáculos como la reforma del Código Penal, que ha equiparado la resistencia pacífica a una conducta violenta, ¿el movimiento de protesta puede mantenerse o consolidarse hasta alcanzar parte de sus objetivos o cree que la única vía útil es su transformación en partido político?

El movimiento de protesta conocido como 15M no existe sino como movimiento y, como corresponde al movimientismo en general, está condenado a desvanecerse luego de un tiempo de haberse desplegado. Como movimiento no puede convertirse en partido político, porque sólo puede existir, en efecto, moviéndose. Y, por la misma razón, su destino ineluctable es acabar por agotarse en cuanto se pierda la energía que lo impulsó inicialmente.

Más allá de su limitada presencia en la calle, la sociedad es aparentemente más susceptible ante los abusos de los poderes políticos y económicos. Aun así, se siguen perdiendo derechos a un gran ritmo sin que se produzcan reacciones notorias [la entrevista se llevó a cabo antes de las últimas manifestaciones contra los recortes]. ¿Han conseguido hacernos creer que hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades?

No creo que esa visión haya cuajado. Percibo en mi entorno que más o menos todo el mundo es consciente de la colosal estafa de que estamos siendo víctimas. Se han producido y se producirán de seguro reacciones más o menos convulsas e intensas de repudio, pero es poco probable que estas acaben desembocando en algo realmente serio, a no ser que se doten de estructura organizativa estable, en cuyo seno se puedan coordinar acciones y producir ideología. No tiene por qué ser en forma de sindicato o partido tradicional. Seguramente habrá que buscar fórmulas y formatos nuevos. Pero, en cualquier caso, la clave está en procurar organizaciones estructuradas y sólidas y liderazgos capaces de sintetizar y darle forma a la indignación colectiva, conduciéndola a objetivos claros y posibles.

¿Pueden estar tranquilos quienes gobiernan mientras en la calle y en los medios de comunicación el debate siga prestando demasiada atención a cuestiones como el fútbol?

El fútbol es un espectáculo apasionante. Se puede ser aficionado al fútbol y tener conciencia social, de igual forma que ser revolucionario no es incompatible con amar la paella. El opio del pueblo no es hoy el fútbol, ni tampoco la religión. El auténtico opio del pueblo en la actualidad es la política.

En este contexto de necesaria vigilancia hacia los poderes públicos, ¿qué papel augura para un periodismo debilitado por su particular crisis económica?

El periodismo sólo puede confirmar lugares comunes e informar de lo que todo el mundo sabía ya. Está siendo una colosal máquina de trivializar y dudo mucho que pueda llegar a ser otra cosa. Sólo puede sobrevivir hoy como dispositivo de reproducción de los discursos oficiales o como propagador de leyendas urbanas.

¿Los “límites mentales de la prensa” de los que hablaba hace años siguen siendo el mayor problema para acercar la verdad a los ciudadanos?

La prensa está para acercar la verdad a los ciudadanos, pues que la verdad no es otra cosa que lo que simplifica las cosas. En ese sentido, los medios de comunicación son fuente de verdad, es decir, de discursos cuya función es operar una brutal simplificación de las relaciones sociales reales.

En esta sociedad no triunfa el honesto, sino el hipócrita, el que piensa lo que dice y no al contrario, según dijo en una entrevista. ¿Por qué?

En primer lugar la honestidad y la hipocresía no son incompatibles. Ni el honesto, ni el deshonesto, ni nadie dice lo que piensa, sino lo que desea que su interlocutor crea que piensa, que ha de ser lo que permita hacerle reconocible como concertante en cada situación en que se ve comprometido. La comunicación no sirve para transmitir estados de ánimo o pensamientos, sino para intercambiar indicativos de pertinencia que nos hagan socialmente aceptables. En cuanto a triunfar en la vida, suele consistir en ser capaz de ser competitivo –que no por fuerza competente–, ambicioso y no tener escrúpulos a la hora de traicionar y traicionarse con tal de obtener ventaja, y hacerlo, además, si es posible, sin dejar nunca de dominar un lenguaje políticamente correcto.

La conocida escena del presentador de televisión de la película Network, un mundo implacable (1976) corre estos días por Internet por su valor actual. ¿Dónde está el límite de la resistencia social? ¿Qué consecuencias puede tener la nueva oleada de recortes del Gobierno?

La indignación es un sentimiento y ni siquiera cuando se convierte en rabia u odio es por sí misma capaz de transformar nada. Puede destruir, en el mejor o peor de los casos –según como se mire–, pero no generar órdenes sociales o políticos nuevos. La única expectativa de cambio y la única fuente real de inquietud para los poderosos vendrá dada por que aparezca una organización –unitaria o compuesta, tanto da– capaz de convertir lo que ahora son meras turbulencias sociales en energía histórica.

Como apasionado por el cine, ¿qué película le recomendaría a Rajoy? ¿Y a un ciudadano indignado ante este sistema?

Yo creo que la gente no conoce a los clásicos. Un buen John Ford es siempre la mejor recomendación. Por ejemplo, Las uvas de la ira. Que los ciudadanos y Rajoy conozcan al fantasma de Tom Joad y que, de su boca, despidiéndose de su madre, entendamos que siempre habrá un lugar para la decencia humana y para hombres y mujeres que luchan. Que los ciudadanos lo sepan y que Rajoy lo tema.




La etnografía como naufragio

Hombre bororo fotografiado por Claude Lévi-Strauss

Fragmento de la introducción a Claude Lévi-Strauss, Tristes Trópicos, Círculo de Lectores,
Barcelona, 1993.

LA ETNOGRAFÍA COMO NAUFRAGIO
Manuel Delgado

“¿Qué he venido a hacer aquí? ¿Qué espero? ¿Con qué fin?” Tales preguntas que el propio Lévi-Strauss se formula a sí mismo entre los indios, en medio de la selva brasileña, no tiene respuesta. O, si la tienen, se resume en el eco de ese popular estudio 3 del opus 10 de Chopin que el autor no puede apartar de su cabeza, nueva fórmula la magdalena con que Marcel Proust desencadenaba sus recuerdos en En busca del tiempo perdido, otra obra fundamental para dar con las fuentes de inspiración de Tristes trópicos. Lo que se contempla afligido y abochornado en los trópicos, esos indígenas abocados a la extinción más atroz, y a uno mismo, que había escogido escapar para reunirse con ellos y levantar acta de su desventura, es el reflejo difuso de una infancia en la campiña francesa y de todo lo vivido después y hasta entonces: puertos de las Antillas, imagen aérea del desierto del Thar, paseos por la playa del Índico cercanas a Karachi, calles de Calcuta, santuarios budistas de la frontera birmana... También nos advierte este libro sobre las culturas agonizantes de América que todo viaje es siempre una regresión, un desplazamiento que se produce aparentemente en la geografía pero que siempre implica un retorno a un pasado en cuyos pliegues se espera encontrar algo de claridad que el presente escamotea. 

Libro también sobre la memoria, Tristes trópicos pronuncia sus palabras en un lugar indefinido que se extiende entre el aquí  y el allá, entre el ahora mismo y el entonces, atando en las páginas de un libro lo que la vida se ha empeñado en separar. Octavio Paz lo entendió muy bien, y de ahí las palabras con que, aludiendo precisamente a Tristes trópicos, cierra su homenaje al pensador y etnólogo francés, Claude Lévis-Strauss o el nuevo festín de Esopo, incluido en el volumen X de las Obras Completas  del poeta mexicano que ha editado Circulo de Lectores: “Acto instantáneo, forma que se disgrega, palabra que se evapora: el arte de danzar sobre el abismo”.

El expedicionario en busca de otras civilizaciones de las que inquirir sus significados cuenta con una coartada científica para su exilio, pero la incomodidad sobre la que en su día vino asentarse su extraña vocación es de la misma especie que aquella que, antes, a otros que no gozaron de un pretexto tan sólido como el de una misión académica encomendada, les impuso la necesidad imperiosa de partir. No es sólo una manera de narrar experiencias exóticas lo que el antropólogo viviendo sobre el terreno adopta del viajero novelesco, ni lo que, en el sentido contrario, éste, sin saberlo, presagia de la mirada etnográfica. Cabría decir, más bien, que se trata de puentes recíprocos que dos formas de conocer la variedad humana –la científica y la poética- se tienden, como para confirmar sobre lo escrito lo que de una contiene la otra.

Figuras del resentimiento y la expiación, hubo quienes, nacidos en una sociedad que se había arrogado el derecho a imponerlo por la fuerza sus modelos a todas las demás del planeta, llegaron a la conclusión que ni su mundo ni su tiempo eran en verdad los suyos. Intuyeron que en algún lugar del presente debían haber encontrado un refugio en la decencia y la bondad que echaban en falta en torno suyo, y por ello decidieron emprender, a veces tan sólo con la fantasía, un viaje, no muy distinto de aquel otro que tuviera como protagonistas al Ulises homérico, que le llevara al encuentro a los restos de una humanidad añorada, aunque nunca vivida jamás por nadie. En unos casos fue lo único con que contaron, su experiencia real o imaginada de viajeros, lo que fue a parar a las hojas de libros clasificados luego como “de viajes”. En otros, un desacuerdo idéntico a ése fue a cobijarse en una profesionalidad reconocida, en cuyo nombre se tejieron piezas en que, como en este Tristes trópicos, las observaciones del naturalista interesado en la variedad de las culturas se hilvanaban con el testimonio de unos desajustes con la vida que sólo escribir sobre otros universos humanos había conseguido aliviar.

Ninguno de ellos, viajeros que, como Lévi-Strauss, odiaban loa viajes a los que su malestar les arrojaba, dio con lo que buscaba. Todos encontraron en los remotos parajes a donde fueron a parar, dibujándose sobre seres  extraños a cuyo interior nunca pudieron asomarse del todo, la sombras de la patria y la era que aborrecían y que creyeron haber dejado atrás. Todos acabaron descubriendo que su mundo y su tiempo no existían, ni habían existido antes, existirían jamás.

De su vano intento sólo quedaron relatos de aventuras y viajes llenos de desolación o libros de estudios saturados de datos y elucubraciones teóricas a propósito de civilizaciones lejanas, o, a veces, como en este Tristes trópicos, el fulgor que se produce al cruzarse ambas formas de representar de modo distinto una misma cosa. Todas esas obras, cada una a su manera, nos invitan todavía hoy a compartir lo más valioso de sus personajes y de quienes los concibieron: su propio fracaso. NiTristes trópicos ni ninguno de los libros de los que recibe y repite su luz es en realidad lo que parece: todos asemejan un libro de viajes, cuando son en realidad la crónica de un naufragio. He ahí la más cara de sus lecciones, la que nos evoca lo aprendido y lo que se quiere olvidar, ese tesoro de sabiduría encontrado que, no siendo el que partiera un día a hallar, no es por ello menos precioso, y que es tan sólo un silencio, una distancia ya irreversible hecha de ignorancia y de ternura.









Vers una antropologia negra

"Crime Scene". Una fotografia de Weegee

Consideracions per Dolors Calvo, estudiant del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB sobre el valor dels esdeveniments terribles, enviat el 17 de febrer de 2017

VERS UNA ANTROPOLOGIA NEGRA
Manuel Delgado

El tema que planteges em sembla apassionat. Les ciències socials –també l'antropologia– acostumen a treballar allò social com el que només parcialment arriba a ser, que és com una estructura o organigrama format per institucions clares, referents comportamentals sòlids, visions del món compartides i lògiques d'acció pronosticables. Això no vol dir que el social no sigui això, sinó que es pot sospitar que no és només això i hi ha una zona d'ombra en la seva existència a la qual no li serien aplicables els criteris analítics o explicatius propis de les disciplines que es consideren competents a peritar sobre la societat humana. Es tractaria d'una parcel·la que funcionaria com a punt cec, zona no observable en la mesura que es negaria a sotmetre no únicament als instruments de posada en sistema del socialment donat, sinó ni tan sols a les tècniques que aspiren a registrar o descriure, tal com pretén, per exemple, l'etnografia. Parafrasejant Clément Rosset, podríem dir que el destí del social és -com passa amb allò real respecte del llenguatge– escapar de la sociologia, mentre que –com succeeix amb el llenguatge en relació amb allò real– el destí més probable de la sociologia i l'antropologia és acabar fent malbé el social, és a dir perdent-se'l, és a dir sense ser capaços ni tan sols de constatar i menys comunicar la cara oculta de la seva existència.

És magnífic que t'interessis per aquests esdeveniments terribles del que parlen els mitjans de comunicació en el seu apartat de successos: els crims, els assassinats, les violències... De què ens informen? Quina part de la vida social il·luminen o potser seria dir millor que enfosqueixen? En condicions que identificaríem amb allò que diuen la "normalitat" –la vida quotidiana sense sobresalts, sense sorpreses, sense ensurts–, aquest fons d'esdeveniments, aquest pur esdevenir compost de impredicibilitats de tot tipus, funcionaria a la manera d'un baix continu o un murmuri tot just audible, al límit del silenci i que seria pres com a silenci per tots, incloent als analitzadors de no importa quina realitat social. Ara bé, podria ser que aquest substrat sense forma que constituiria el gruix de qualsevol modalitat de vincle societari, trobés l'oportunitat d'aparèixer, sorgir des de baix, és a dir emergir. En això consisteix justament tot emergència, d'acord amb la seva etimologia –d'emergere, "sortir de dins"– i en qualsevol de les accepcions que li donem al terme: sortir, sorgir, brollar a l'exterior des de no importa quin fons; aparèixer alguna cosa , superar l'impediment que impedia veure-ho, descobrir-se, sortir a la llum, fer visible el que abans no ho era; protuberar, sobresortir, constituir-se en accident d'una superfície; també nomenar una situació extrema i imprevista que provoca alarma davant un perill greu per el context en què es produeix. D'aquí aquestes portes, aquests equips, aquests sistemes d'emergència, que hi són pel que pogués passar.

Al respecte, cal reconèixer que no existeix pròpiament una antropologia o una sociologia d'emergències com les que tu vols estudiat, a més en un àmbit que se suposa inventat per quedar a estalvi del "mundanal soroll". Aquesta va ser la finalitat de la llar, un àmbit concebut per esdevenir niu, reservori per a la certesa, la calor humana i la sinceritat. Terribles aquests esdeveniment –aquestes emergències– que desmenteixen la calidesa de la llar i posen de manifest com de sovint pot arribar a ser un infern. Jo crec que la teva tesina i tant de bo la teva tesi, si hagués de seguir per aquí, hauria d'encabir-se dins de l'àmbit de l'antropologia de la família i el parentiu. Pensa-t'ho.

Seria genial una variant de l'antropologia del parentiu que parlés de la violència domèstica –quina expressió– o, com pretens, dels parricidis. Al capdavall és un exemple d'aquesta mena d'esdeveniments terribles que cada dia omplen les pàgines de successos dels diaris, aquests fets terribles que semblen respondre a una espècie de desorganització sobtada del social i en què els protagonistes ordinaris de la vida quotidiana duen a terme accions esgarrifants que són com esquinçaments brutals de la vida diària i es perceben com una irrupció impensada d'algun tipus de bogeria del social, un espasme insensat que implicaria la dissolució violenta del vincle social, la seva negació, el seu revers més inconcebible i fosc. No existeix en ciències socials, en efecte, un equivalent d'aquest gènere negre que trobem a la literatura o al cinema, aquesta secció de successos que el món del periodisme col·loca en els marges inquietants d'aquests paisatges de l'actual que rep l'encàrrec de dibuixar. El científic social –i  penso especialment en l'etnògraf, amb la seva inclinació a les aproximacions naturalistes a la realitat– no s'han atrevit a plantejar aquella qüestió que se suscités a si mateix, en iniciar la seva "L'home de la multitud", Edgar Allan Poe, quan reconeixia l'interès immens que despertava en ell aquest misteri profund i insondable que s'oculta després dels esdeveniments més horribles, l'essència inexpressada de tot crim, una dimensió d'allò social que, com passava  amb cert llibre alemany maleït al que Poe al·ludeix , té com a característica que er Lasst sich nicht lesen, "no es deixa llegir".

I és llavors quan sorgeix la pregunta que t'hauries de fer. És pensable la possibilitat d'una ciència social o humana –en el teu cas una antropologia del parentiu– que assumís la tasca de donar compte del costat opac de les mecàniques socials, en aquest cas les familiars, les domèstiques, les domiciliades..., una sociologia, una antropologia que es fessin càrrec de revelar aquest esquema vetllat que ordena allò social a base de desorganitzar-lo constantment, aquest desgavell que potser no nega, com ens agradaria creure, sinó que, ben davant al contrari, funda i alimenta en secret la vida social? Podrà ser que les disciplines que es proclamen competents per parlar de la societat gosin algun dia endinsar-se en el mirall que els brinden a les comunitats humanes els fets més espantosos que tenen lloc en el seu si?

Aquests són alguns apunts sobre el que podria arribar a ser una ciència social de les emergències, enteses com obertures sobtades dels que Deleuze deia –evocant el protagonista de "La bèstia humana" de Zola– 'esquerda, desvetllament sobrevingut del incalculable de les societats, justament allò que demostraria la impossibilitat d'entendre el social com a text desxifrable, aquesta substància enganxosa i paradoxal que se'ns apareix sota transfiguracions còmiques o doloroses, patètiques o tremebundes, ridícules, brutes o brutals. Seria aquesta, per força, una ciència social que desqualificaria a si mateixa, ja que no podria treballar sinó a favor d'un nou desmantellament de la il·lusió metafísica de la societat o, millor dit, de la societat com organicitat finalista i finalitzada.

T'imagines que l'antropologia pogués arribar a ser una disciplina tràgica i negativa, en la línia d'aquesta filosofia que li hauria tant a Kierkegaard, Chestov, Scheler, Nietzsche o Unamuno, amb els seus precedents en Lucreci, Gracián, Montaigne, Pascal o Spinoza. Antropologia tràgica, com a habilitada per desautoritzar-se a si mateixes a l'hora d'exercir una presumpta pretensió a fer consideracions a propòsit del social com a ordre estructurat, descoratjades a l'haver quedat travades en i per la visió d'un fons descompost, un aliment incondimentable que només cal menjar i digerir cru.

Aquest rebuig de tota síntesi s'emparenta al seu torn amb una sociologia i una antropologia negatives, a la manera de la teologia negativa de Dionís Areopagita, Eckart o Nicolau de Cusa, és a dir que no té la societat –la família o el sistema de parentiu en el teu cas– com un pressupost, sinó com un enigma que només es pot conèixer indirectament a partir de tot el que d'ella es desconeix. I és que allò social, com Déu –o com l'ésser en Kant o allò real en Lacan– és informalizable, perquè no té forma i, cas de tenir-ne, no ens seria donat conèixer-la, ja que està més enllà del llindar tant del concebible com del expressable. En això consisteix justament el que ens permet evocar de nou la lucidesa pessimista de Clément Rosset i la seva idea d'emergència de la realitat, visió de l'ocult, manifestació del escamotejat per inacceptable i que és inacceptable per absurd i sobretot per dolorós i insofrible. L'esdeveniment, en la seva radicalitat, és –es descobreix– infranquejable. El que passa és irremeiable i el que es perd, com va escriure Miquel Martí i Pol, es perd per sempre.

Les ciències socials van néixer amb la voluntat d'oferir a la societat un mirall fidel, objectiu, una certificació de la seva naturalitat. Què passaria si aquestes disciplines que volien disciplinar el social es neguessin a conformar en mirall, es traguessin del medi i permetessin que la societat -qualsevol societat- es mirés a la paret nua que llavors quedaria davant seu? Passaria el que passa quan ocorren les coses, sobretot les més irrevocables i temibles, però també les més còmiques i patètiques. La societat quedaria davant una superfície rugosa, dura, aspra, opaca, sense significat, sense sentit ... Aquesta mateixa paret és aquella en la qual el protagonista de "Sota el volcà" es descobreix a si mateix quan està borratxo. La societat, de tant en tant també fora de si, mirant fixament a la imatge que li torna el mur davant el qual es troba.

Tens raó. El cos de l'assassinat ens adverteix que hi ha coses que no poden ser pensades. Masses. Inevitable evocar el personatge principal de "Sunset Boulevard", que ofereix el seu testimoni com a cadàver que parla des del fons de la piscina on s'ha ofegat. Del que ens parla –com tota novel·la o pel·lícula negres­– és justament de la foscor del que està emergint, del que emergeix de sobte, la dimensió no estructurada del social, la seva insensatesa innata, l'arbitrari dels dispositius que el fan possible, però que de mateixa manera ho podrien fer rebentar tot en qualsevol moment.

Hi ha diverses lectures que et podrien ser útils. Per exemple El cuerpo del horror, de Françoise Duvignaud (FCE). O El principio de crueldad, de Clément Rosset (Pre-textos). Tot lo d'aquest autor, Rosset, segur que t'inspira. També La comunidad inconfesable, de Maurice Blanchot (Arena). Jo crec que hi ha una línia Sade-Bataille-Rosset que t'aniria de perles. Mira't el llibre de Marcel Hénaff, Sade. La invención del cuerpo libertino (Destino). Atreveix-te amb un llibre del meu amic i mestre Pere Salabert: El cuerpo es el sueño de la razón y la inspiración de un serpiente enfurecida (Ad Ho). Hi ha una experiència en aquesta direcció d'un antropologia negre, que és la tesi d'en Joan Uribe, Interacció i emergència. L'espai públic com a escenari d'esdeveniments, que trobaràs penjada a internet. La part etnogràfic va ser publicada como El costat fosc (Cossetània). De banda de la tesi en si, t'interessarà especialment la bibliografia, que és un recull crec que complet del que s'ha escrit més o menys a prop d'una antropologia del fet criminal.



divendres, 19 de maig de 2023

El desorden

La foto es de Jordi Secall

Artículo aparecido en El País el 29 de mayo de 2005, en relación con la "Ordenança de mesures per fomentar i garantir la convivència ciutadana a l'espai públic de Barcelona", cuya versión definitiva sería aprobada en diciembre de ese mismo año. La fotografía es Jordi Secall y corresponde al desalojo de inmigrantes encerrados en la catedral de Barcelona la noche del 5 al 6 de junio de 2004, coincidiendo con la celebración del Fòrum Universal de las Culturas.

EL DESORDEN
Manuel Delgado


El civismo es hoy uno de los discursos políticos centrales de nuestras autoridades políticas y mediáticas. Su deterioro fue el asunto central del último pleno municipal en Barcelona y de todo tipo de pronunciamientos más o menos escandalizados en las últimas semanas. El civismo concibe la vida social como un colosal proscenio de y para el consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena conducta. El escenario predilecto de ese limbo es un espacio público no menos ideal, en que una clase media universal se dedica al ejercicio de las buenas prácticas de urbanidad. En ese espacio modélico no se prevé la posibilidad de que irrumpa el conflicto, puesto que la calle y la plaza contemplan la realización de la utopía de una superación absoluta de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por la vía de la aceptación común de un “saber comportarse” que iguala.

Barcelona es un ejemplo de cómo, a la que te descuidas, el sueño de un espacio urbano desconflictivizado, por el que pulula un ejército de voluntarios ávidos por colaborar, se derrumba en cuanto aparecen los signos externos de una sociedad cuya materia prima es la desigualdad y el fracaso. Y es porque lo real no se resigna a permanecer secuestrado que nuestros espacios públicos no pueden ser un cordial ballet de ciclistas sonrientes, recogedores de caquitas de perro y pulcros paseantes incapaces de tirar una colilla al suelo. ¿Quiénes son los responsables de que se frustre esa expectativa de ejemplaridad que debe presidir la vida pública en la ciudad? Parece que esas bolsas crecientes de ingobernablidad se nutren de las nuevas “clases peligrosas”, aquellas que el nuevo higienismo social, como el del siglo XIX, clama por ver neutralizadas, expulsadas o sometidas a toda costa: los jóvenes, los inmigrantes, los drogadictos, las prostitutas, los mendigos y esa nueva clase obrera que constituyen los trabajadores extranjeros y sus familias.

Sobre los inmigrantes como factor de “suciedad” nada que añadir a lo obvio: es pura xenofobia. En cuanto a las prostitutas, tampoco nada novedoso, puesto que son viejos personajes de las pesadillas de quienes quisieran que Barcelona fuera una ciudad ordenada y obediente. Con los indigentes y drogadictos, formarían ese submundo de lo que en algunas ciudades latinoamericanas llaman “desechables”, aquellos contra los que se está animando a actuar con fines profilácticos, si hace falta como vemos que ocurre de vez en cuando con las acciones de cabezas rapadas igualmente preocupados por la impureza que corroe nuestras metrópolis.

En cuanto a los jóvenes, tampoco queda claro a quién corresponde atribuir responsabilidades incívicas. Se habla de extranjeros borrachos, por ejemplo, que se identifican como nuevos nómadas –los travellers– o turistas pobres, aunque es posible que a su lado encontremos un buen número de estudiantes universitarios de casa bien que han acudido por miles a una ciudad publicitada internacionalmente como un colosal e ininterrumpido espectáculo al aire libre. Por cierto, es curioso que haya quejas al respecto del consumo juvenil de alcohol en público en una ciudad como Barcelona, en que el botellón no alcanza ni de lejos las dimensiones que conocen otras ciudades españolas como Madrid.

Luego tenemos el capítulo de fiestas descontroladas. Hace tiempo que los espacios festivos han demostrado su fracaso en orden a constituirse en ámbitos felices de cohesión social y alguien debería recordar los graves desórdenes que conocieran las fiestas de Gracia ahora ha hecho treinta años, el resultado de los cuales fueron veinte detenidos y un herido como consecuencia de los disparos al aire de la policía. Y es que la fiesta es lo que siempre ha sido, un territorio en que la condición crónicamente problemática de la vida social encuentra una oportunidad en que expresarse. En ese campo se confunden varias cuestiones. Por una parte, la del consumo masivo de alcohol, que no se ataja porque en gran medida depende de él la financiación de esas fiestas. Lo que ocurre es que luego se acabará sosteniendo que los desmanes los han provocado jóvenes borrachos de cerveza vendida por los “lateros” pakistaníes y no por la que les han servido los “buenos ciudadanos” que atendían las barras legales.

En cuanto a la implicación de grupos alternativos, es un argumento perfecto para el hostigamiento policial contra la disidencia política radical. Igual no es casual que la asignación de culpa a movimientos sociales anticapitalistas en altercados como los de Gracia precediera en unos días a un informe en que los Mossos d’Esquadra daban cuenta de la localización en Barcelona de activistas entre cuyos “crímenes” figuraba la difusión de ideas anarquistas y "antisistema".

En resumen, lo que se da en llamar incivismo no es otra cosa que la afloración de realidades sociales que se niegan a ponerse entre paréntesis para que se vea confirmada la ilusión de que el desorden social ha sido derrotado por la “buena educación”. Y es que, como sostenía aquí hace unos días Josep Ramoneda en un sentido parecido, si uno lee lo que escribieran hace no mucho en estas mismas páginas Oriol Bohigas (27 de julio) o Félix de Azua (11 de agosto) sobre el pozo de podredumbre en que se había convertido Barcelona, se llega a la conclusión de que lo que molesta a nuestros intelectuales burgueses no es la miseria o la marginación; lo que les molesta es tener que verla.

Mención aparte merece la invocación al término “vandalismo” para aludir a una nebulosa de conductas en la que manifestaciones de cultura urbana como son los grafitti se mezclan con formas de gamberrismo en las que una visión más profunda debería reconocer los elementos de un lenguaje hecho de rabia y rencor contra ciertos aspectos del mundo en que se vive. Todo acto de violencia es un acto de comunicación, cuyas causas no pueden ser atribuidas de manera simple a una patología psíquica o social. Y recuérdese: explicar no es justificar.

Por otra parte, y al respecto, cabría reconocer el descomunal abismo que, en cuanto a efectos, separa la llamada “violencia urbana” de la violencia urbanística. El pasado 15 de julio, Bernat Puigtobella publicaba en El País un merecido elogio a esa pequeña gran obra que es Destrucción de Barcelona (Mudito & Co.), de Juanjo Lahuerta, un libro que no trata precisamente del aumento de las conductas incívicas, sino de la devastación de que ha sido víctima Barcelona en los últimos años a manos del diseño urbano. Porque, si una papelera quemada es un “acto de vandalismo”, ¿qué calificación convendría a esos barrios populares desahuciados en masa y destruidos por las excavadoras, a ese centro histórico despanzurrado para construir parkings o a ese borrado para siempre de los restos y los rastros de lo que un día fuera una de las ciudades más apasionantes y apasionadas de Europa?





dijous, 4 de maig de 2023

Sobre las raíces caritativas de las ciencias sociales urbanas


Imagen de Caracas que tomé desde el Hotel Hilton, en marzo de 2008

Mensaje para mi colega y amigo Mikel Fernandino, en relación con una discusión mantenida en febrero de 2014.

SOBRE LAS RAÍCES CARITATIVAS DE LAS CIENCIAS SOCIALES URBANAS
Manuell Delgado

Sobre el papel de la antropología que me preguntas, el segundo de los asuntos de tu correo. Tú piensa en lo que implica que las jurisdicciones que se nos presuponen sean lo que son. ¿Qué se espera que hagas profesionalmente como antropólogo? ¿A qué se supone que te tienes que dedicar? La antropología, hoy y aquí, es la ciencia social de los naufragios y las disonancias sociales, siempre vistos como el resultado ineluctable de una forma de vida crónicamente catastrófica, y que muchas veces, casi siempre, se ejerce en nombre de principios que nunca dejaron de ser, de una manera u otra, altruistas, filantrópicos, sensibles y responsables ante el dolor ajeno, activistas del bien y del amor desinteresado hacia el otro.

En el momento actual, una parte importante de la antropología profesional está consagrada a lo que algunas asignaturas de la especialidad anuncian como «problemas de la sociedad contemporánea». Esos problemas, en contra de lo que el sentido común podría sugerir, no son el precio de la vivienda ni las tasas de desempleo, sino las drogas, los inmigrantes, los enfermos de sida, los ancianos, los barrios problemáticos, los gitanos, las «tribus urbanas», las «sectas», los minusválidos, los indigentes, los presidiarios. Volvemos al principio de nuestra exposición. Haz un repaso a lo publicado en los últimos años por antropólogos españoles interesados en los «mundos contemporáneos» o en las «sociedades complejas». Haz inventario de en qué consiste la «antropología aplicada» o la «antropología urbana» en España. Todas esas denominaciones cultan la mucho más clara de «antropología de la marginación social», con tres grandes orientaciones: a), minorías étnicas marginadas; b), inmigración y suburvialización, y c), segmentos de población marginados y otras subculturas de «alto riesgo». Apenas nada más.

¿Lo ves? Es el reencuentro con aquella misma insistente inquietud de los teóricos de Chicago por saber y dar a conocer más sobre lo que, todavía hoy, la prensa escenifica melodramáticamente como las «lacras» del presente, la misma buena voluntad por ser últiles a la sociedad, por descubrir el rostro humano de los desfavorecidos, por hacer una didáctica de la tolerancia y la comprensión, por hacer manifiesto hasta qué punto quiénes llevan la peor parte de la sociedad del bienestar merecen un mayor volumen de ayuda por parte de la Administración.

Aquella heterogeneidad generalizada, la sobreposición constante de formas de pensar y de hacer, que deberían haber sido reconocidas como lo que eran –un hecho y basta– fueron problematizados por los teóricos de Chicago como consecuencia de los postulados morales que determinaron su trabajo. No hay que olvidar que el propio rechazo de la vida urbana que buena parte de los teóricos de Chicago asumieron como fundamental era ya de por sí un signo de adscripción a principios bíblicos que conciben toda ciudad terrena como la inversión de la Jerusalén celestial y que se concretan mitológicamente en las ciudades blasfemas de Babel, Babilonia, Sodoma o Gomorra. En el propio Apocalipsis de Juan la ciudad aparece como el lugar infame por excelencia. Una parte de la Escuela de Chicago trasladó al campo de la práctica de las ciencias sociales el presupuesto teológico protestante que fundó las ciudades norteamericanas modernas y orientó su desarrollo : a partir de la inmanencia del sujeto y de la interioridad personal como sagrario, el diseño de la ciudad se asienta en la abominación de un espacio exterior marcado por la confusión, el desorden y la crueldad.

Los postulados morales que impulsaban a la mayoría de teóricos de Chicago eran, a su vez, la derivación de una inquietud filantrópica de matriz no menos religiosa, determinada por el hecho de que prácticamente todos los miembros de su primera hornada eran hijos de pastores protestantes –Thomas, Burgess, Faris– o procedían del trabajo social –Wirth, Thrasher, Shaw–. Las preocupaciones sociales de los chicaguianos no estaban guiadas sólo por una mera voluntad científica, sino que resultaban de la convicción de que los estragos producidos por los procesos de incorporación a la sociedad urbana debían ser dulcificados por medio, entre otras cosas, de un mejor conocimiento sobre la composición y la vida de las clases populares, en gran medida conformadas por inmigrantes que empezaban a hacinarse en las barriadas periféricas de las grandes ciudades americanas o que constituían guetos cuyo modelo habían importado de Europa (Robert Park, The Ghetto, 1928).

En esos nichos de pobreza y desarticulación social, al mismo tiempo sitios y estados mentales, aislados espacial y moralmente del resto de la sociedad, era previsible la aparición de patologías sociales de todo tipo, desde la anomia hasta el crimen. Los teóricos de Chicago fueron una suerte de destacamento científico-social entregado a redimir a los habitantes de los slums o barrios bajos menos de lo paupérrimo de sus condiciones de vida que de la desorganización psicológica y moral que cabía esperar en ellos. Sus habitantes eran gentes que, al fin y al cabo, habían ido a enfrentarse a una sociedad sin corazón, individualista, sin que los mecanismos de control y de organización que habían conocido en sus culturas de partida sirvieran para nada. A la deriva en un mundo atroz, los pobres estaban abocados al alcoholismo, la delincuencia, la marginación o simplemente a la desesperación.

Es sabido que el movimiento sociológico de Chicago –como otros análogos en Inglaterra y Estados Unidos– respondió a los requerimientos de una corriente de activismo pastoral protestante conocido como los settlements, cuya intención fue la de convertir los barrios periféricos de las grandes ciudades en expansión en laboratorios en que poner a prueba iniciativas de progreso socio-moral capaces de atemperar los excesos del liberalismo capitalista y el darwinismo social imperante. El marco general es el del cristianismo social reformista, el puritanismo levemente de izquierdas de la Social Gospel –del que, por cierto, Obama no dejaría de ser un exponente actual­- que se lanzó a las calles de las grandes ciudades con el fin de rescatar de ellas a todas las víctimas de un capitalismo cada vez más desprovisto de su justificación trascendente, cada vez más inmisericorde. El propio contexto de The Fundamentals -de donde, por cierto, procede el término "fundamentalista"- incluyó reflexiones de signo reformista y uno de los grandes representantes del fundamentalismo, William B. Riley, sostuvo que eran necesario no dar la espalda a lo que estaba pasando en las ciudades, sino, al contrario, ir a ellas para solidarizarse con los trabajadores y democratizar al máximo la vida civil. Todo ello se concretó en campañas para elevar el tono moral de las clases pobres urbanas, víctimas no tanto de su pobreza como de su desorientación. Traslación al campo del trabajo positivo de lo que a lo largo del XIX se había convertido en una lectura filantrópica de la vieja caridad cristiana, entendida ahora como contribución al restablecimiento de un orden socio-natural más justo, enajenado por causas esencialmente morales, que se derivaban a su vez de las nuevas formas de vida que había traído consigo la revolución industrial.

La solidaridad y el activismo social puritanos se derivan aquí de una concepción singular del ascetismo intramundano al que se refiriera Max Weber. Si el ascetismo místico y contemplativo adopta, según Weber, una posición de espera indolente de la salvación, puesto que el individuo es sólo un recipiente de la divinidad, el ascetismo antimundano de tipo activo contempla al ser humano como instrumento de Dios, comprometido por ello a la redención de la vida. La ascética activa es intramundana, en el sentido de que opera en el mundo y lo hace en calidad de conformadora de una racionalización de la vida que pretende liberar a ésta de la corrupción de la criatura y de la condición contaminante y pecaminosa del mundo material. El místico asceta se acredita contra el mundo a través de su pasividad, de su acción, de su apartarse. En cambio, el ascetismo activo testimonia la posesión de la gracia a través de la acción, y una acción que se aplica sobre una sociedad en proceso de putrefacción, marcada por la deslealtad hacia Dios y sus leyes y que debe ser liberada o aliviada del pecado, al tiempo que se preparan las condiciones para el advenimiento del mundo nuevo anunciado por las profecias.

Las ciencias sociales se convirtieron en un frente más del redentorismo religioso que dominaba la sociedad norteamericana a principios del siglo pasado, como había ocurrido en Europa a lo largo del XIX de la mano de los primeros pasos de la sociología y la antropología. En no pocos de los volúmenes de The Fundamentals se proclamaba la importancia de recurrir al método científico para reconocer y aplicar la voluntad divina, y, sobre todo, para tratar de «ayudar a todos nuestros hermanos en los asuntos sociales». Los sociólogos de Chicago no sólo fueron investigadores entregados a la práctica de una disciplina académica, sino también apóstoles que querían rehabilitar, con una mano en la Biblia y la otra en la Ciencia, la doctrina del pecado original, y hacerlo bajo la forma de una nueva responsabilidad social, una fórmula que sustituía la vieja solución individual del protestantismo tradicional por la convicción de que la salvación de cada cual sólo era posible a través de la salvación del todo social. Lógica del involucramiento que resulta a su vez de una teología de lo social como totalidad holística, cada uno de cuyos componentes depende –es solidario– de todos los demás.

Se llevaba así hasta las últimas consecuencias el segundo mandamiento más importante de la Ley, después del de «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente», que no es sino el «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt. 22, 34-40 ; Mc. 12, 28-31 ; Lc. 10, 25-28). Ese «amor al prójimo» neotestamentario –ya presente, no obstante, en el Levítico, 18, 19– se recoge en la propia despedida de Cristo : «amaros los unos a los otros...» (Jn. 15, 12), y se entronca con la filantropía o «amor a los hombres», presente en la propia tradición judia y recogido ya por Filón. Raíz misma del principio de caridad que se ilustra en la parábola del Buen Samaritano (Lc. 19, 25-37), asentado a su vez sobre la superioridad del amor sobre la justicia, en el sentido de que el amor se brinda a todo ser humano al margen de sus méritos: «El precepto del amor al prójimo no suprime la justicia ; lo que hace más bien es colmarla, superándola y dando al prójimo más de lo que le pertenece estrictamente». Todo ello en el seno de la situación crónicamente crítica de la nueva ciudad, escenario permanente de un desbarajuste que enloquece, en que es fácil encontrar corroborada hasta su máxima expresión la visión protestante de un ser humano no menos siempre en crisis. Frente los efectos disolventes de la heterogeneidad absoluta, Cristo, la unidad que salva.

Es a partir de tales convicciones que la Escuela de Chicago despliega su activismo salvacionista, valiéndose de los instrumentos positivos de las ciencias sociales. Éstas ya habían emergido en Europa en el siglo XIX con una clara vocación moralista y, desde un principio, merecieron ser denominadas «ciencias morales», puesto que trabajaron a partir del presupuesto de que la sociedad humana podía distinguirse de otras en que era la consecuencia de valores institucionalizados, fuera por la vía del consenso o de la tradición. Esas ciencias sociales no se conformaron con ser morales; quisieron ser también moralistas, en el sentido de que su pretensión fue ayudar a mejorar la sociedad, diagnosticando sus males y orientando sus reformas. Y de ese momento a nosotros, los antropólogos de aquí y ahora, no ha habido ni un paso. Continuamos, ahí, vigilando el camino y comprometiéndonos “científicamente” y algunos incluso políticamente, en la solución o el alivio de las catastróficas consecuencias de la acción de quienes nos pagan.




dilluns, 1 de maig de 2023

La ciudad ideal como derrota final de lo urbano

La Ville Radieuse de Le Corbusier (1933)

Propuesta de comunicación para el IX Congreso Geocrítica 2016

LA CIUDAD IDEAL COMO DERROTA FINAL DE LO URBANO
Manuel Delgado
  
Entre las raíces morales de la utopía urbanística está el referente cristiano del advenimiento de una tierra sin mal, cuya concreción es una ciudad: la Nueva Jerusalén de la promesa escatológica del Apocalipsis, modelo de todas las utopías urbanísticas posteriores.

La utopía es, en efecto, un modelo topográfico que se fundamenta en la inspiración celestial de una estructura espacial y constructiva organizada de manera lógica, de la que resulta una ciudad no solo modelada, sino también modélica. Los monasterios medievales ya eran, de alguna forma, concreciones que anticipaban el sueño bíblico de la Ciudad Ideal. Más adelante, la sociedad urbana perfecta concebida por Francesc d'Eiximenis en el siglo XIV, de acuerdo con  las profecías milenaristas de Joaquim de Fiore;  las utopias renacentistas —Alberti, Filarete, Di Giorgio, o barrocas— Moro,  Doni, Campanella, Bacon—, implicaron idéntica proyección urbanística de perfección socioespacial, una morfología hecha de círculos y polígonos perfectos, de volúmenes simétricos y de repeticiones, que pretenden inspirar idéntica regularidad en las relaciones políticas y sociales reales. A las ciudades ideales católicas le seguirá la reformada, la Cristianópolis del pietista Johann Valentin Andreae, en el siglo XVII. En todos los casos, la ortogonización del espacio se convierte en ortogonización de la sociedad que hace uso de ella.

Casi siempre encontramos en medio de esa ciudad perfecta un volumen arquitectónico que remite a las fuentes trascendentes de la armonía social obtenida y expresa una síntesis en piedra de los valores universales en que se funda. En el centro de Bensalem, la capital de la Nueva Atlántida de Bacon, la Casa de Salomón; también en el centro del anillo más interno de la Civita Solis de Campanella, la residencia del sacerdote supremo, de forma circular, seis veces mayor que la catedral de Florencia, el mismo referente que adopta el templo que describe Anton Francesco Doni en el núcleo de la Ciudad Radiante, que aloja cien sacerdotes y cuya cúpula sobrepasaría cuatro o cinco veces la de Santa Maria di Fiore. Tanto el utopismo ilustrado del XVIII  —Morelly, Babeuf—, como el socialismo utópico del XIX —Owen, Fourier, Cabet, Saint-Simon; incluso la menos autoritaria de Bellamy— vuelven a insistir en torno a la misma idea de congruencia urbana que, como es sabido, inspirará proyectos como el de Cerdà en Barcelona,  inventor del urbanismo como ciencia de la ciudad planificada. En el centro del falansterio, el templo, no por casualidad al lado mismo de la torre de vigilancia.

Es cierto que el proyecto urbano no aparece en el mundo contemporáneo ya como teológico, sino más bien racional y práctico, fundamentado en conocimientos geométricos, matemáticos, técnicos, así como en principios jurídicos, políticos y éticos laicos, pero eso no debe ocultar que se está en todos los casos ante una teleología secularizada, en nombre de la cual el enclave consagrado a las nuevas divinidades domina el paisaje. El Movimiento Moderno y sus utopías —la Usonia de Wright, la Ville Radieuse de Le Corbusier­— repiten ese talante alucinado de todo urbanismo, angustiado por las indisciplinas que una vez y otra alteran una imposible armonía del espacio,  obcecados también en  hacer de él ejemplo a seguir. Para ello la sociedad urbanizada no puede ser sino una sociedad dócil, protegida de toda inestabilidad, a salvo de no importa qué excepción respecto de los mecanismos precisos que la hacen posible, todo al servicio de la ciudad imposible con que sueñan los técnicos de la ciudad, un anagrama morfogenético que evoluciona sin traumas.

El urbanismo nace y existe como un dispositivo tanto ideológico como técnico-administrativo destinado a la reordenación de ciudades percibidas como inaceptables. La insistente representación de la ciudad como lugar de perdición y estridencias es congruente con la vocación utópica del urbanismo, puesto que todo proyecto utópico no existe contra el orden sino contra el desorden percibido y como respuesta ante la desestructuración generalizada de cualquier forma de vertebración social que caracteriza, según sus detractores, la vida metropolitana contemporánea, con su tendencia tanto a la hibridación como a la desobediencia.

En ese sentido, las ciudades contemporáneas reproducen el desacato contra el que se concibió el proyecto alucinado y milenarista de la Nueva Jerusalén: Babel, la ciudad que desatiende el mandato divino de euritmia y estabilidad y encarna un proyecto específicamente humano de organización social, es decir que se funda sobre una blasfema suplantación-exclusión de Dios. Babel forma parte de una saga de ciudades-ramera —Babilonia, Ninive, Enoc, Sodoma, Gomorra, Roma— que son representadas como espacios caóticos, saturados de signos flotantes, ilegibles, hipersocializados, recorridos constantemente y en todas direcciones por una multitud anónima y plural hasta el infinito, a veces iracunda, a veces invisible, magma turbulento y espontáneo de imposible lectura. Reverso en clave humana de la ciudad celestial, prístina y esplendorosa, comprensible, tranquila, lisa, ordenada, dividida en comarcas fáciles, pero no por ello accesibles. De ahí que el urbanismo asuma una misión que no deja de ser divina, puesto que es la que encomienda un dios que detesta la ciudad  real, infame y sacrílega, indiferente a las regulaciones e incapaz de regularidades, puesto que se nutre de lo mismo que la altera.

El urbanismo pretende ser ciencia y técnica, cuando no es sino discurso, y un discurso que querría funcionar a la manera de un ensalmo mágico que desaloje o domestique el diablo de lo urbano, es decir la incertidumbre de las acciones humanas, los imprevistos caóticos que siempre acechan, la insolencia de los descontentos. El urbanista se conduce como un agente divino que lucha contra ángeles caídos que se niegan a rendirse.




dijous, 27 d’abril de 2023

Sospecha y elegancia. El caso Patricia Heras


Fragmento del artículo "Sospecha y elegancia. De la distinción al estigma: el caso de Patricia Heras", incluido en el libro colectivo Ciutat morta. Crónica del caso 4F

SOSPECHA Y ELEGANCIA
De la distinción al estigma: el caso de Patricia Heras
Manuel Delgado

Eso fue lo que le pasó a Patricia Heras la madrugada del 5 de febrero de 2006. La historia es bien conocida. La muchacha y su acompañante, Alfredo, sufren un accidente de bicicleta y acuden a un servicio de urgencias hospitalarias. Allí unos policías les identifican como posibles agresores de un compañero que ha sido herido en unos incidentes aquella misma noche. El criterio fundamental que le permite a los agentes "reconocer" a estos y otros supuestos atacantes es la manera como visten y se peinan, que, de acuerdo con el sistema clasificatorio que están aplicando para establecer el grado de peligrosidad de un o una joven, responde a lo que la jerga oficial llamaría un o una "antisistema".

Patricia Heras había decidido vestirse aquella noche de etiqueta, precisamente porque lo que quería era resultar etiquetable. Escribe en su diario sobre lo que decidió ponerse para salir: "Así que más feliz que una perdiz con mi nuevo corte de pelo a lo Cindy Lauper, me pongo unos piratillas negros con mis zapatos de hebillas y unas cuantas redes ceñiditas al cuerpo con mi nuevo sujetador de ejecutiva putón. Y hecha un pincelito me preparo para discurrir un poco por esta mágica ciudad". Esas páginas del diario, consagradas a la pesadilla de su detención, están llenas de referencias a la puesta en escena de sí misma que Patricia había preparado para salir de fiesta: su dificultad para quitarse la red que llevaba por debajo del sujetador cuando la obligan a desnudarse, "truquillos para que no se bajen los hombros"; las prendas y objetos que le obligan a depositar: "forro polar del cuello, pinchos de silicona verde, anillos... ".

Patricia era una mujer de ideas cuestionadoras de la heteronormalidad, adoptaba actitudes sexuales transgresoras y estaba comprometida con la creación postporno, pero lo que estaba haciendo a la hora de escoger su atrezo era exhibir su adhesión a una determinada cultura, en este caso la cultura queer,  entendiendo cultura como manera de hacer. En este caso no es que Patricia fuera o no queer, sino que se vestía como si lo fuera, en un escenario y un contexto —el espacio público, una salida nocturna— en que las personas intentan ser tomadas no por quienes son, sino por quienes quieren parecer, que puede coincidir o no con lo primero. De hecho, en su diario Patricia narra sus intentos para convencer a la policía de que es menos rara de lo que parece y que desde luego no es ninguna antisistema, sino casi todo lo contrario. Les repite: "No somos okupas, tenemos casa, estudios, trabajos...". Luego, a la jueza: "No soy okupa, no soy punky y no soy una desarraigada".

La tragedia de Patricia es que tuvo que toparse con policías que eran incapaces de distinguir sus adhesiones estético-culturales. Aquellos policías no es que no hubieran leído a Judith Butler, ni supieran qué es el transfeminismo; es que no tenían ni idea de moda alternativa. En el transcurso de su calvario, tal y como ella misma lo relata, Patricia introduce varios toques de ironía en esa dirección. En un momento dado, la mossa d'esquadra que la cachea critica su aspecto, "preguntándome cómo tienes el valor de llevar por camiseta unas medias de rejilla". Poco después, uno de los policías que la custodia en los calabozos de la comisaría, "me da hasta algún consejo de belleza, léase consejos de peluquería." La propia Patricia subraya la ignorancia policial en materia de estéticas juveniles: "En fin, mucho de peluquería y luego no saben distinguir entre una siniestra y una punky y eso que hace unos añitos el estado se gasto su dinerito en instruir a nuestra policía en tribus urbanas, o fue en secretos de belleza."

Para los agentes, aquella mujer y el resto de detenidos no eran personas elegantes, que se habían arreglado para salir de noche y que seguramente lo habían hecho con sus mejores galas, sino gente con pinta extraña, "punkis", "guarros", "perroflautas", cuyo aspecto extravagante los convertía en peligrosos anarquistas, capaces de romperle la cabeza a su compañero. En el último párrafo del apunte de ese día, Patricia da en el clavo del por qué de su desgracia y lo explicita en un tono sarcástico, al referirse a cómo su peinado en damero había sido su perdición: "Mi corte de pelo el más famoso de toda la ciudad. Parece increíble pero me acusaron de homicidio y posteriormente de atentado contra la autoridad por los pelos."

Patricia fue detenida, maltratada, juzgada y condenada a muerte —porque esa fue la sentencia real que recayó sobre ella— por haberse querido distinguir, por haber querido ser identificable e identificada, y por haberlo fatalmente conseguido, pero no por lo que y por quien ella quería.




dimecres, 26 d’abril de 2023

Una forma andaluza de ser catalanes



Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 18/8/1997
        
UNA FORMA ANDALUZA DE SER CATALANES
Manuel Delgado

Catalunya es un excelente ejemplo de cómo las sociedades ur­banas actuales necesitan producir e importar constantemente di­versi­dad cultural. En primer lugar porque sólo la diferen­ciación hace viables las grandes con­centraciones demográfi­cas. También porque la segmentación de las poblaciones ur­ba­nizadas en identidades diferenciadas, unidas entre sí por aquello mismo que las se­para, constituye un mecanismo que les permite a los indivi­duos y a los grupos encontrar en el sen­timiento de per­tenencia un refugio frente a la masificación y la des­persona­lización que caracterizan la vida en las grandes ciu­dades. Por su­puesto que esa proliferación de adscrip­ciones particulares ‑étnicas, religiosas, ideológicas o basadas sim­plemente en gustos estéti­cos o afi­ciones deportivas‑ no tiene porque re­sultar conflic­tiva. Bien al contrario, es un instru­men­to de integra­ción fun­damental, puesto que garantiza que nadie dejará de en­contrar su sitio en la ciudad.

En ese orden de cosas podemos ser testigos de la emer­gencia hoy entre nosotros de una enérgica con­ciencia de co­muni­dad. Se trata de ese enorme colectivo que conforman los inmigrantes andaluces y sus descendientes, a los que tendre­mos que empezar a llamar catalanoanda­luces, puesto que con toda la razón se reclaman andaluces y al mismo tiempo catala­nes, o, lo que es lo mismo, iguales pero distin­tos de los demás ciudadanos de Catalunya. El éxito que cono­cen las Sema­nas Santas andaluzas, las Romerías del Rocío o, ahora mismo, la Feria de Abril de Santa Coloma de Gramanet, advierte de la capacidad de convocatoria que es capaz de desplegar la evoca­ción de Andalucía para muchos de nuestros conciudadanos.
        
Entre quiénes contemplan como positiva la aparición de una sólida identidad catalanoandaluza se encuentran desde siempre los partidos de izquierda, cuyo nacionalismo no se ha basado nun­ca en la existencia de una "esencia" de la catala­nidad y para los que para ser catalán basta con considerarse como tal. Desde ese punto de vista los inmigrantes andaluces no deben integrarse en la cultura catalana, puesto que la integran de pleno derecho desde el momento mismo que decidie­ron estable­cerse aquí. La postura de la izquierda en favor de que las mani­festaciones cul­turales catalanoandaluzas pasaran a depender del Departament de Cultura es bien significativa.

La posición del catalanismo conservador ‑que siempre ha sostenido una idea puramente metafísica de catalanidad‑ ha sido más ambigua. Incomprensiblemente, el II Con­grés de la Cultura Popular i Tra­dicional Catalana que ha organizado la Generalitat y que se acaba de clau­surar ha atendido para nada estas expresiones de cultura popu­lar, a pesar de que son de largo las más im­portantes que tienen lugar en Catalunya. Aún así, los parti­dos del ca­talanismo esencia­lista no quieren quedar al margen de las escenifica­ciones del "hecho diferen­cial" andaluz en Catalunya y plantan sus casetas en el recin­to de Can Zam.

Que el nacionalismo progresista haya apoyado con todo su entusiasmo las manifestaciones culturales andaluzas en Cata­luña no tiene nada de contradictorio. Frente a quiénes desde posturas xenófobas denuncian la "contaminación" que estas fiestas podrían suponer para una inexistente "pureza" cultu­ral catalana, el catalanismo de izquierdas ha visto en la diver­sidad étnica y en sus aportaciones no sólo un factor de enrique­ci­miento cultural, sino también una herramienta al servicio de la emancipa­ción nacional de los catalanes, es decir del conjunto de los ciudadanos de este país, sin exclu­sión alguna.

Esta postura del catalanismo de izquierdas ha percibido que la organización de una cultura andaluza en Cataluña no tiene nada de obstáculo para la incorporación de los inmi­grantes a la sociedad catalana. Expresa, es cierto, una nos­talgia de la tierra de origen, pero una nostalgia que se re­suelve trasladando aquí una versión depurada de lo mejor de lo que se recuerda de allí ‑Semanas Santas sin curas, Ferias de Abril sin señoritos...‑, de tal manera que estas celebra­cio­nes les sirven a los andaluces para mantenerse fieles a sus raíces..., sin tener que volver físicamente a ellas ja­más. Una forma, como se ve, de hacer al mismo tiempo dos co­sas en apariencia antagónicas: sentirse unidos para siem­pre a Andalucia, al mismo ti­empo que les es dado romper definitiva­mente con ella.

Por otra parte, el que los inmigrantes y sus hijos y nietos afir­men su andalucidad ha resultado fundamental para hacer inviable la aparición de una etni­cidad "caste­llano-es­pañola" basada en el idioma, como han pretendido sin éxito ciertos sectores cuya expresión política acaba de fracasar electoralmente en Catalunya. La identidad catalano-andaluza ha ce­rrado el paso al sur­gi­mien­to de una catastrófica divi­sión de Cata­lunya en dos: los ­"caste­llanos" y los "catala­nes". Y es así que la existencia de una pode­rosa con­cien­cia andalu­cista ha acabado siendo el mejor aliado con que podía contar la polí­ti­ca de normalización lingüís­tica en Ca­talu­nya.

¿Cómo no ver con simpatía que tantos de nuestros vecinos hayan descubierto una forma catalana de ser andaluces, o, si se prefiere, una forma andaluza de ser catalanes?


Canals de vídeo

http://www.youtube.com/channel/UCwKJH7B5MeKWWG_6x_mBn_g?feature=watch