Año 1931, unos jóvenes portan los restos de una imagen de la capilla de San José en Sevilla |
SACROFOBIA Y
DIVISIÓN SIMBÓLICA DE LOS SEXOS
Manuel Delgado
Todo lo que había constituido centro de la
vida religiosa de Almadén fue sistemáticamente destruido en aquellos días
posteriores a la proclamación de la República. Todo el conplejo simbólico
sagrado en torno al que giraba la vida social almadenense se quiso ver
arrasado. Las iglesias de las que hemos hablado fueron saqueadas por la multitud:
San Juan, de Jesús, San Sebastián, la capilla de la Virgen de la Mina, la
ermita de la Virgen del Castillo... Los iconos que presidían las liturgías y
las procesiones, ante las que muchos de sus enemigos de ahora recibieron el
bautismo o se casaron, fueron sacadas violentamente de los templos a la calle.
Allí, una muchedumbre formada, según todos los testimonios, preferentemente
por varones jóvenes las arrastró con cuerdas atadas al cuello y, por la Calle
Mayor, el escenario de los desfiles religiosos pero también de los contactos
entre jóvenes de distinto sexo, acabó conduciéndolas hasta el escenario de
los juegos de falsa apariencia inocente que se celebraban por Jueves y Viernes
Santos: El Ovalo, el espacio en que los jóvenes vieron empezar a causar sus
efectos lo que Brenan ‑y ya lo he anotado‑ llamó "la maldición del
sexo", el inicio del predestinado proceso de malogramiento de su hasta
entonces exaltada virilidad. Allí ninguna de aquellas imágenes fue
incendiada, como ordenaba la difundida costumbre del movimiento iconoclasta
español. Lo que se hizo con ellas no podía ser más elocuente y cargado de
significado. Se las despedazó tumultuosamente, con auténtica rabia, como si
haciéndolo se ejecutará un ajuste de cuentas largo tiempo esperado. Aquella
violencia no era nueva, ni en su tono ni en su forma, porque era idéntica a la
que cada Domingo de Resurrección se ensañaba con el Judas. En cierta forma, no
era sino el maltratado Judas el que aplicaba una singular forma de ley del Talión,
y lo hacía reproduciendo simétricamente la agresión de que había sido durante
acaso siglos objeto. Era el momento de su revancha.
La enseñanza que la experiencia de violencia
iconoclasta almadenense, hace más de cincuenta años, nos brinda es variada.
Por una parte, nos muestra como los comportamientos contrarritualistas,
previstos para atenuar la fragilidad de un sistema continuamente amenazado por
quienes se consideran sus víctimas, pueden escapar de control y destruir la
precaria situación sociorrelacional que contribuían artificialmente a mantener.
Sirve también para hacer manifiesto como la ruptura que se expresaba en el
exterior por la violencia iconoclasta tenía que haber sido precedida por otra
ruptura, que ya se había desencadenado en el dominio subjetivo. La iracundia
contra las imágenes rituales no era, en ese sentido, más que la sublimación de
lo no‑dicho. La formalización bien precisa de los gestos de violencia contra
templos y objetos cultuales estaba, por otra parte, basada en un imaginario
icónico‑gestual disponible en la cultura que ‑a pesar de las desideraciones
transformadoras que se explicitaban invocando la presencia redentora del
Mundo Moderno‑ era mimado por lo violentos.
Los revoltosos que se levantaron contra los
símbolos sagrados para aniquilarlos estaban poniendo en marcha con su acción
asociaciones metafóricas, inferencias causales, construcciones imaginativas,
etc., que ya estaban dadas en su universo simbólico y que se utilizaron
actuativamente: en la aspiración anticipadora pero sin perfiles claros de otra
forma de organizar el mundo, los iconoclastas no pudieron dejar de emplear
los mismos mecanismos de representación que pretendían destruir. Por último,
nos advierte, a un nivel más concreto, de la insuficiencia de las explicaciones
provistas a propósito del anticlericalismo español. Pocas parcelas de la
vida religiosa de nuestro país aparecen tan oscuramente tratadas y con tan
desmesurada y esterilizante prudencia. Sin discutir las concomitancias político‑institucionales
y económicas de la lógica del combate anticlerical contemporáneo en España,
debe empezar a reconocerse que otros factores actuaron incidentemente.
Dicho de otro modo, urge empezar a repensar en términos de cultura el problema
de la agresividad iconoclasta y sacrílega que ha caracterizado la praxis
religiosa de los españoles de los últimos dos siglos. Es en esa dirección que
apuntan las sugerencias que en este trabajo he venido formulando y que en
este apartado dedicado al caso de Almadén han querido encontrar una modesta y
seguramente insuficiente concretización. Habrán cumplido su objetivo si son
capaces de hacer sospechar o intuir que, entre esos niveles explicativos no
revelados ocupa un lugar más que destacado la forma de entenderse la distribución
de poder entre los sexos y el papel que en relación con ello juega la
institución religiosa de la cultura.
No se trata todavía de aventurar ninguna
hipótesis definitiva, ni de precipitar especulaciones explicativas que recompongan
el orden lógico en que los comportamientos sacrofóbicos resulten
comprensibles. Se trata, por ahora, de reconocer que el estatuto simbólico que
la cultura, tal y como se organizaba en Almadén durante la década de los 30 al
menos, asignaba a la Iglesia, al clero y a la religión practicada aparecía
directamente complicado con la imaginaria distribución del poder entre los
sexos y con el papel que jugaban estratégicamente sus componentes y objetos
en procesos cuya interiorización individual se podía pronosticar en extremo
frágil: la socialización sexual de los niños y los adolescentes y la
incorporación y la lealtad de los varones respecto del sistema familiar
institucionalizado. La manía antirreligiosa y la violencia iconoclasta se
dirigían contra todo lo que el catolicismo real sacramentaba y la religión y
la Iglesia figuraban en el orden de las representaciones. Sin pretender ni
remotamente que sea esa la única parcela de lo real focalizada y capaz de proveer
de significación las actuaciones sacrofóbicas, aquí se ha llamado la atención
acerca de que uno de los segmentos al que lo santo agredido remitía
recurrentemente era el de lo que se entendía eran los hombres y eran las
mujeres y las formas simbólicas de que se valía la cultura para institucionalizar
su diferenciación y el reparto de roles entre unos y otros. Esto es así
hasta el punto que el odio contra la Iglesia y el clero podría ser
interpretado ‑pero no únicamente, por supuesto‑ en tanto que una forma
desplazada de desacuerdo y rencor hacía las coacciones y fracasos que la
imaginación iconoclasta atribuía en su procedencia a las figuras
intercambiables de la comunidad social y de la comunidad de las madres.
El establecimiento pendiente de esa gramática
oculta que los iconoclastas articulaban y que pronunciaban airados a buen seguro
que no resultará tan sólo útil a aquellos que se sientan intrigados por
episodios enigmáticos de la historia española como éste. También me lo resultará
a mí, para entender por qué he estado hablando de estas cosas y no de otras,
y por qué con este acento y no con otro. Al acabar de exponer mi intento de
primeros pasos hacía otra teoría general del anticlericalismo contemporáneo en
España, desearía que hubiera quedado invertido el orden inicial con que el
enigma se mostraba. Las luces iconoclastas españolas no deberían contemplarse
como un interrogante sin contestación sino, al contrario, como una respuesta.
La cuestión a resolver será entonces la de que a qué.