Fragmento de
"Ciudades sin ciudad. La tematización 'cultural' de los centros urbanos"
En David
Lagunas, ed., Antropología y turismo,
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, Pachuco de Soto, 2007, pp. 91-108.
EL CENTRO URBANO COMO ESPACIO
VIVIENTE
Manuel Delgado
Por doquier se comprueban los
esfuerzos que unos y otros –del urbanista al promotor turístico, pasando por el
político o el empresario que animan y patrocinan a ambos– por imponer discursos
espaciales y temporales que sometan la tendencia que las dinámicas urbanas
experimentan hacia el enmarañamiento. El
control sobre eso que está ahí y no se
detiene –lo urbano, lo que se agita sin cansarse, ese puro trabajo– es lo que
todo orden institucionalizado intenta en sus relaciones con el espacio social.
De lo que se trata es de hacerle creer al turista lo que este espera tener
razones para creer, que no es otra cosa que la alucinación de una ciudad
plenamente orgánica, imposible si no es a base de inventar y publicitar este
principio de identidad que no puede resultar más que de esconder la dimensión
perpetuamente alterada del universo que nunca alcanza a ocultar del todo.
Frente a la memoria hecha de clisés y puntos fijos, en torno a los monumentos y
monumentalizaciones, lo que hay en realidad es otra cosa: las memorias
innumerables, las prácticas infinitas, infinitamente reproducidas por una
actividad que es a la vez molecular y masiva, microscópica y magmática.
Universo
de los lugares sin nombre, una ectoponimia, que no es sino lo contrario de una
toponimia. Pero eso sólo puede ser un proyecto, un sueño. Hasta el propio
turista sabe o no tardará en descubrir que las calles y las plazas de la ciudad
que visita son archivos secretos y silenciosos, relatos parciales de lo vivido,
recuerdo de gestas sin posteridad, marcos incomparables» para epopeyas
minimalistas para quienes sólo tienen su propio cuerpo, incapaces de pensarse
si no es términos al mismo tiempo somáticos y topográficos. Memorias potentes
sin poder, que se enfrentan a las de un poder impotente, a sus ciudades
espectaculares, conmemorativas, triunfales, falsas.
Es para amansar y vigilar
este artefacto de existir pluralmente que es toda ciudad que el orden de las
instituciones y la lógica del comercio procura instaurar su ornamentación. Al
murmullo de las calles y las plazas, a los emplazamientos efímeros y las
trayectorias en filigrana, a la inabarcable red que trazan las evocaciones
multiplicadas de las muchedumbres y los paseantes, la polis intenta sobreponerle –a base de instituir sus propios nudos
de sentido– la ilusión de su legitimidad y las coartadas que le permiten
ejercer su autoridad. Se trata de alcanzar un gran objetivo: el de constituir
las bases escenográficas, cognitivas y emocionales de una identidad
políticamente pertinente y comercialmente vendible, un espíritu urbano unitario
que se imponga de una vez por todas a una multiplicidad inacabable de
acontecimientos, ramificaciones, líneas, accidentes a veces venturosos, de bifurcaciones. Movimiento
perpetuo, ballet de figuras imprevisibles, heterogeneidad, azar, rumores,
interferencias..., la ciudad. Es negando ese calidoscopio dotado de inteligencia
que el político, el planeador urbanístico y el promotor turístico intentan
imponer la simplicidad de sus esquemas, la paz de sus ciudades sin ciudad.
Estamos
ante una nueva forma de zonificación monofuncional –cuanto menos por lo que
hace a su intensidad y generalización– que convierte los centros históricos en
parodias del pasado y en decorados de cartón piedra, puesto que lo que se
exhibe como su rescate es en realidad un paso más en su destrucción o, cuanto
menos, en su desactivación como espacios verdaderamente urbanos. El centro
histórico tematizado es una última versión de esa voluntad al tiempo política y
empresarial por obtener una geografía nítida de la ciudad, compartimentación
clara que distingue comarcas fácilmente definidas y definibles, cada una con su
asignación social, su funcionalidad, su público... Esa es la ciudad hecha poder
y hecha dinero, la ciudad sumisa y previsible.
Ahora
bien, a pesar de todo ello, nada hay de incompatible en la conservación de
edificios emblemáticos o riquezas arquitectónicas, monumentales o urbanísticas
con que sus entornos continúen siendo lo que en muchos casos continúan siendo
todavía: ciudad, escenarios para el conflicto, la fragmentación de usos y
lecturas, los más inestables equilibrios, las reformulaciones..., pero también
espacio en que se integran los rastros de pasados masivos o microscópicos. El
casco monumentalizado de los promotores inmobiliarios, las instituciones políticas,
los operadores turísticos, los urbanistas más dóciles y los gestores
culturales, es un espacio teatral especializado en la comedia de su
pseudoverdad: unidimensional, unitario, uniforme, al tiempo que momificado,
centro histórico del que la historia ha huido... Es un centro política y
simbólicamente centralizado y centralizador. En cambio, el centro
histórico, en tanto se le deja convertirse en lo que es, es un centro centrado, en la medida en que se
constituye en marco de y para la centralidad.
Centralidad histórica, en el sentido de que es espacio en que se pueden
distinguir las diferentes fases de lo urbano como proceso y en que se superponen
las distintas etapas de la lucha social o, mejor, de la sociedad como lucha.
Conciencia
al fin de hasta qué punto constituye un pleonasmo la manera que tenemos de
hablar de centros históricos. No hay,
en ese sentido, centros históricos,
como tampoco ciudades históricas.
Todos los centros, todas las ciudades, lo son. El centro histórico también es
centralidad social, en tanto que la sociedad está ahí. Más que un espacio vivo o vivido:
un espacio viviente.