Gravado de Gustave Doré para el "Pantagruel y Gargantua" de Rabalais |
PASARSE A DIOS POR EL CULO. SOBRE BAJTIN, LA BLASFEMIA Y LA VIOLENCIA RELIGIOSA EN ESPAÑA
Manuel Delgado
Muy bien tu referencia a Mijail Bajtin. Es fundamental para
muchas cosas. Por ejemplo, yo lo emplee a partir del uso que hace Carlo
Ginzburg en El queso y los gusanos de La cultura popular en la Edad
Media y el Renacimiento, por lo que hace a la asunción de un discurso
político racionalizador, provisto desde el librepensamiento burgués, por parte
de un anticlericalismo social o de masas fuertemente iconoclasta y
antisacramental. Me refiero al concepto de «circulación cultural» de Bajtin, que Ginzburg aplicaba a las confesiones de Menocchio, el
molinero friuliano finalmente ejecutado por la Inquisición el 6 de julio de
1601. En aquel caso, «oscuros elementos populares» se engarzaban «con un
conjunto de ideas sumamente claro y consecuente que van desde el radicalismo
religioso y un naturalismo de tendencia científica, hasta una serie de
aspiraciones utópicas de renovación social». Al aplicarlo al caso del
anticlericalismo violento que ejercen las clases populares en la España
contemporánea, lo que sostenía era la convergencia en ella de dos
orientaciones. De un lado, el sustrato de un caudal de creencias y prácticas
populares, en las que la fobia y la filia hacia lo sagrado mantenían entre una
relación plástica y ambivalente, en las que ya aparecían formas de violencia
religiosa en clave festiva, en las que estaban disponibles mecanismos de
detección y castigo de grupos estigmatizados y en las que actuaba una vieja
memoria de agravios y contraagravios en relación con el orden rito-simbólico
vigente. Del otro, la posibilidad de explicitar una racionalización provista
por el programa modernizador del reformismo burgués decimonónico.
El otro asunto era el de la blasfemia, que defendía en Luces
iconoclastas que yo relacionaba con el referente teórico del realismo
grosero al que se refiere Bajtin, y que consiste en ese «pase
por lo bajo», ese descenso a lo sórdido y lo sucio en que consiste la
materialización radical de lo sagrado. La blasfemia forma parte, según Bajtin,
del «lenguaje familiar de la plaza pública», que «se caracteriza por el uso
frecuente de groserías, o sea de expresiones y palabras injuriosas, a veces muy
largas y complicadas», dirigidas especialmente a las divinidad, que tenían la
virtud de regenerar y de renovar y que pasaban a ocupar un lugar central en la
lógica carnavalesca. En otro momento de La cultura popular…, Bajtin
emplea el ejemplo literario-popular del «limpiaculo», es decir la capacidad de
hacer de cualquier objeto, por alta que sea su dignidad, e incluyendo los más
respetables, en útil para limpiarse el ano. Rabelais se hace eco de esa fijación de la cultura
popular medieval y renacentista en el capítulo XIII del Libro Primero de Gargantúa, y Bajtin la situa como
paradigma del destronamiento y la humillación carnavalescos: lo que
habitualmente es motivo de temor, piedad, humillación puede servir, en un
momento dado, para limpiarse el culo. A partir de ahí bien podríamos afirmar
que la blasfemia implica una forma monstruosa pero aceptada de
transubstanciación, en las que los elementos que sirven como base para el
portento de la presencia física de Cristo en el mundo ya no son el pan y el
vino, sino la mierda.
Por último, también tomaba a
Bajtin como referente a la hora de hacer una analogía entre cómo dibujaba la
cultura popular en la época de Rabelais y la religiosidad popular y, emparentada con
ella, la violencia religiosa en la España del siglo XX, que culmina en los motines
iconoclastas de 1936. Bajtin habla de la cultura festiva popular de la Edad
Media y del Renacimiento como dominada por los principios de la vida material,
por imágenes excesivas e hipertrofiadas, por ritos de un fisiologismo
exagerado, todo lo que él llamaba «realismo grosero». Para Bajtin, lo que
presente como la conquista familiar del
mundo por medio de la carnavalización sirve para convertir en experiencial y
material lo que habitualmente estaba separado, distante, sólo accesible a
través del miedo y la piedad. Es así, por la manipulación de que era objeto por
la «cultura de la plaza pública», que lo sagrado podía ser palpado, penetrado,
medido, precisado... Lo que ocurre es que el hiperrealismo de la religiosidad
real en España ya reunía buen número de esas características de apropiación
sensible de lo santo, una apropiación que al mismo tiempo exaltaba y profanaba.
Lo que escribía en Luces iconoclastas es que en la
España de las primeras décadas del siglo XX el destronamiento acompañado de
golpes e injurias, el acento no en la ascensión sino en la caída, los
rebajamientos a lo terrenal, no sólo sucedían en carnavales como los descritos
por Bajtin, sino cada Viernes Santo. Cada procesión era ya un descenso a los
infiernos. Como había escrito Unamuno, «este Cristo español no
resucita». Lo que sostenía, viendo a Bajtin en la piedad popular española, es
que no hay reinversión de la topografía sagrada, porque el cielo ni se
contempla ni se espera. Los contrarrituales y las violencias no eran en este caso
una permutación de la jerarquía sagrada, porque la jerarquía sagrada ya estaba
aquí por los suelos. La inversión ritual se producía entonces no por la vía de
darle la vuelta a los términos del sistema, sino por la de exagerarlos hasta el
horror o la irrisión. Lo carnavalizado, por evocar un concepto bajtiniano, era
ya de por sí carnavalesco. La irreverencia festiva y los motines iconoclastas
parodiaban parodias, degradaban despojos, vejaban a una diosa obscena, se
burlaban de un dios tragicómico. No había negaciones del orden de lo sagrado,
sino intensificaciones de una negación sin contrapartidas.