dissabte, 1 de març del 2025

Defensa y elogio del positivismo científico

La foto es de gato-gato-gato https://www.flickr.com/photos/gato-gato-gato/

Comentario para la gente de OACU en un intercambio sobre el tema en octubre de 2023

Defensa y elogio del positivismo científico
Manuel Delgado

A mí es que me apasiona esta conexión entre la antropología y las “ciencias duras”. No es solo la obra genial de Gregory Bateson y la apropiación social que hizo de la cibernética, sino el propio Lévi-Strauss y cómo aplicó las cadenas de Márkov a una visión estocástica de lo social. Recordad que era Lévi-Strauss quien escribió que la antropología debería ser una entropología, es decir una disciplina cuya función debería ser acreditar la naturaleza irreversible de ciertos procesos sociales. De todos modos, está claro que nuestra disciplina hermana, la lingüística, es un ejemplo y un modelo de ciencia social “dura” y que la antropología es, en última instancia, una ciencia de la comunicación.

Sí, cierto. Ceci tiene razón advirtiendo de esos peligros de un tipo de investigación que, de la mano de la computación, contribuya no solo a ejercer, sino también a legitimar formas de control social. Lo que pasa es que eso valdría, por desgracia, para todo tipo de conocimiento provisto desde la academia. Saber para quién, para qué, son preguntas que a veces es mejor no hacerse.

Otra cosa es lo de renunciar al positivismo. Completamente de acuerdo por lo que hace a esa versión pacata y caricaturesca del racionalismo explicativo en que se han convertido las ciencias –todas–, pero creo que es importante pasar a la contraofensiva respecto de la preeminencia de la antropología interpretativa y de la competencia desleal ejercida desde los llamados estudios culturales, con su énfasis en “los imaginarios” y en la supuesta autonomía de los hechos culturales. Esa disolución de la antropología en la retórica hermenéutica y la hegemonía de lo discursivo –que hace que acabemos representando representaciones– han implicado en buena medida un desmantelamiento del plan con que la antropología nació de constituirse en una ciencia de la observación y la descripción de lo dado, en busca de los principios que lo rigen y sus alteraciones, es decir en cómo unas cosas tienen que con otras y devienen algún tipo de sistema.

Porque el mundo está ahí; existe; creedme. ¿Cómo conocer la realidad ­­­­y de qué están hechos los hechos sino es generando unidades observacionales y analíticas discretas y claras? En el arranque de su Manual de etnografía, Marcel Mauss establece: "La ciencia etnológica se plantea como meta la observación de las sociedades... El etnógrafo ha de preocuparse por ser exacto, completo, debe tener el sentido de los hechos y de sus relaciones mutuas, así como el de las proporciones y las conexiones". Eso último es lo más importante: no nos interesan tanto las formas, las materias o los temas, como las energías, los empalmes y choques entre fuerzas, las densidades y las intensidades. Ello en el camino de etapas ulteriores en que nuestro conocimiento nos legitime alguna vez a establecer propiedades y procesos.

Con sus limitaciones, yo todavía creo en el positivismo científico. Es más, a veces, contemplando lo que me rodea, creo que debería ser posible un positivismo poético.






divendres, 28 de febrer del 2025

La obra de arte público como signo de puntuación

La foto és de Nate Robert

Del artículo "La obra de arte como signo de puntuación y señal de tráfico", publicado en Exit-Book, 7 (verano 2007), pp. 9-13.

LA OBRA DE ARTE PÚBLICO COMO SIGNO DE PUNTUACIÓN
Manuel Delgado

Prevista como exaltación de la ejemplaridad absoluta del Arte y la Cultura, instrumento de esclarecimiento y clarificación de un espacio que tiende demasiado a la opacidad y al enmarañamiento, la obra de arte estable en espacios no museales está predestinada a constituirse en punto fuerte del territorio, quiere ser concreción física de un dispositivo de centralización. Puesta al servicio de un operativo textualizador, se configura como lugar de polarización de la atención del público, es decir, del conglomerado de usuarios siempre transitorios que son puestos así al corriente de lo que merece ser contemplado, pero también de lo que se aspira que signifique ese lugar. 

Eso que está ahí, dominando literalmente el paisaje, es una prueba de la calidad no sólo del espacio por el que transcurre o se detiene el viandante, sino mucho más de quiénes han dispuesto ese escenario y lo mantienen en condiciones adecuadas, léase de las instituciones gubernamentales, en el caso de los espacios públicos, o el de los propietarios, en el caso de los semipúblicos. Puesto que el espacio urbano es concebido como un texto sagrado que debe ser leído, ese monumento implícito que es la obra de arte fuera del museo –como ocurre con la estatua del héroe, el arco de triunfo o el monolito conmemorativo– funciona como un encabezamiento, un título que –al igual que el nombre que se asigna al sitio– aspira a definir los contenidos y las formas de lo que allí acontece y hacerlo además a salvo de la acción devastadora del tiempo, preservando lo duradero, lo estable, lo cristalizado de una estructura social políticamente centralizada.

Si para las instituciones la obra de arte público fijada en el territorio es una apuesta por lo perenne, lo que merece durar inalterable, para el usuario ese mismo objeto es un instrumento que le sirve para puntuar la espacialidad de las operaciones a que se entrega, justamente aquella sustancia que constituye la dimensión más fluida e inestable de la vida urbana. Si la ciudad legible, ordenada y previsible de los administradores y los arquitectos es por definición anacrónica –puesto que sólo existe en la perfección inmaculada del plan–, la ciudad tal y como se practica es pura diacronía, puesto que está formada por articulaciones perecederas que son la negación del punto fijo, del sitio. Ahí afuera, a la intemperie, lo que uno encuentra no son sino recorridos, diagramas, secuencias que emplean los objetos del paisaje para desplegarse en forma de arranques, detenciones, vacilaciones, rodeos, desvíos y puntos de llegada. Todo lo que se ha dispuesto ahí por parte de la administración de la ciudad –monumentos tradicionales, obras de arte, mobiliario de diseño– se convierte entonces en un repertorio con el que el incansable trabajo de lo urbano elabora una escritura en forma de palimpsestos o acrósticos. En calles, plazas, parques o paseos se despliegan relatos, muchas veces sólo frases sueltas, incluso meras interjecciones o preguntas, que no tienen autor y que no se pueden leer, en tanto son fragmentos y azares poco menos que infinitos, infinitamente entrecruzados.

Es a partir de esa condición discursiva que las actividades que tienen lugar en espacios públicos aparecen sometidas a determinadas reglas ortográficas, de las que los elementos del entorno en que se desarrolla la acción social se conducen como signos de puntuación. Para las instituciones, la erección de lugares de una suntuosidad especial funciona como una manera de subrayado, énfasis especial puesto en determinado valor abstracto superior –la Historia, la Religión, el Arte, la Cultura... –, jerarquización del espacio para la que se dispone de un equivalente a las mayúsculas o los tipos mayores de letra, en el caso del texto escrito, o a la entonación afectada que se emplea para darle solemnidad a las palabras rituales. 

En cambio, para el paseante ocioso, el viandante apresurado, los enamorados, los niños y los jubilados del parque, el consumidor que frecuenta un centro comercial o el más desazonador de los merodeadores, el monumento o la obra de arte fijada en espacios no museales son signos de puntuación para una caligrafía imprecisa e invisible. El arte público no efímero ve desvanecerse entonces toda pretensión de trascendencia, tanto política como creativa. Perdida toda solemnidad, de espaldas a su significado oficial, indiferente a la voluntad creadora del artista, abandonada toda esperanza de autonomía, el objeto de arte público es sólo y ante todo una inflexión fonética u ortográfica: punto y aparte, punto y seguido, interrogación, interjección, paréntesis, coma, punto y coma, dos puntos, puntos suspensivos... La pieza es entonces signo con que ritmar los cursos y los transcursos, señalar inversiones, desvíos, repeticiones, interrupciones, sustituciones, rodeos, encabezamientos, así como las diferentes modalidades de final.

Quienes creen monopolizar la producción y distribución de significados, han sembrado aquí y allá puntos poderosos de y para la estabilidad, núcleos representacionales cuya tarea es constituirse en atractores de la adhesión moral de los ciudadanos. En cambio, los practicantes de lo urbano convierten la obra de arte, como el monumento estricto, en elemento destinado a distinguir y delimitar, crear lo discreto a partir de lo continuo. Labor segmentadora y de disjunción, basada en interrupciones, reanudamientos y cambios de nivel o de cadencia, cuya función –como ocurre con los signos demarcativos en fonología– se parece a la de las señales de tránsito, puesto que es lo que literalmente son, en el sentido de que permiten organizar el tráfico de las apropiaciones empíricas o sentimentales de la calle, del parque o de la plaza.






dimarts, 11 de febrer del 2025

El pozo de las historias


Prólogo al catálogo de José Antonio Portillo, Artilugios par contar y crear historias (fui testigo de lo que cuento), València, Generalitat Valenciana, 2001. La foto está tomada del reportaje que le hizo Toni Rombau en Titeresante en febrero de 2015. https://tinyurl.com/mr2cmmxk

El pozo de las historias
Manuel Delgado

Hacia el final del Esbozo de una teoría general sobre la magia, escrito en 1902 por Marcel Mauss –el padre de la antropología europea–, se puede leer: «Todos los días la sociedad ordena, por así decirlo, nuevos magos, realiza ritos y escucha cuentos inéditos que son siempre los mismos». La persona y el trabajo de José Antonio Portillo vienen a confirmar la lucidez y el talento de Mauss a la hora de señalar la persistencia de la magia entre nosotros. En efecto, Portillo ha sido ordenado mago por la sociedad, en el sentido de que ha reconocido en él a un artista, que es lo mismo que decir a una reedición de la vieja figura de aquél a quien una colectividad dada asigna la tarea de generar cosas y hechos de la nada, para luego emplearlos como ingenios con que conferir sentido a las experiencias humanas. Por otra parte, como todo artista, oficia ritos, puesto que la creación y la exposición de obras de arte son rituales de paso en que esferas de lo real habitualmente incomunicadas entre sí –lo visible y lo invisible– entran en contacto y se mezclan. Y, por último, la producción concreta de José Antonio viene a demostrar lo más sobrecogedor y genial de la intuición de Mauss: el ser humano explica todos los días historias nunca antes escuchadas que, no obstante, no dejan por ello de ser siempre las mismas.

El reconocimiento del mérito propiamente artístico de Portillo, su aportación al campo de la especulación formal, no debería ensombrecer la potencia de su apuesta conceptual. Bibliotecas imposibles, manuscritos inverosímiles, bosques de historias, libros de nudos, yacimientos de palabras... , ese universo hecho todo de ecos, ese pozo lleno de murmullos del que se extraen relatos y sueños, no es sólo un homenaje a los grandes imaginadores de cuentos –Poe, Borges, Cortázar, Calvino...–, sino una ilustración perfecta de las teorías que desde la lingüística o la antropología han intentado resolver el misterio de por qué los seres humanos se repiten unos a otros las mismas historias, explicadas –eso sí– de formas poco menos que infinitamente diversas. La inteligencia humana –siempre, en todos sitios– opera de la misma forma a la hora de elaborar historias: exactamente como los artilugios de Portillo, es decir como dispositivos de especular, la materia prima de los cuales son materiales de reciclaje, residuos, restos...

Esa labor de Portillo es idéntica a la del bricoleur, propuesto por Lévi-Strauss como imagen de un ser humano dedicado a revolver en los contenedores de desechos culturales buscando y encontrando cosas «que podrían servir». Con ellas ese animal que habla y escucha lleva a cabo una labor incalculable de reparado y restauración, manipulando, de acuerdo con los principios de una arquitectura preexistente, los fragmentos o los vestigios de cuantos objetos de la naturaleza o de la vida social, cuantos acontecimientos o cuantas experiencias pudieran resultarle útiles en sus esfuerzos por clasificar significativamente el cosmos. El seguimiento de la teoría estructuralista de los mitos y los cuentos permite rencontrar en las obras de Portillo ese mismo ordenamiento en espiral y hojaldrado que caracterizaría la función fabuladora humana.

El conjunto de obras que José Antonio Portillo reúne bajo el epígrafe general de «Artilugios para contar y crear historias» demuestra la vigencia y el vigor de esa mito-lógica, que actúa más allá de las contingencias de la historia y de la cultura y más acá de las coordenadas sociales de cada momento o lugar. Los artefactos de Portillo vienen a ser además toda una venganza irónica de la inteligencia natural contra un presente que se exhibe como apoteosis de las «inteligencias artificiales». Sus objetos –colección de huellas, memorias polimórficas que nadie ha escrito, montones de sobras– son un extraño material escolar, destinado decididamente a intranquilizar a la infancia, a quitarle el sueño a niños que ya no podrán dejar de pensar en el secreto oculto de toda cosa hallada. Son sobre todo engranajes de pensar por pensar, constructos sabiamente perversos que nos restituyen la inquietud de las cosas, la elocuencia de la materia, la tendencia natural de los objetos más aparentemente insignificantes a hablar, a revelarse como puertas o trampillas a través de las cuales se insinúan otros mundos, la espuma de todo lo imaginado y de todo lo imaginable, reverberancia misteriosa incluso de todo aquello que no podemos suponer, aunque sepamos que está ahí, al mismo tiempo habitando nuestra fantasía y sus alrededores.

Recuerdo de infancia. Al volver del colegio, al mediodía, cada día escuchaba fielmente los cuentos infantiles que emitía a mediados de los años 60 Radio Barcelona. El programa se llamaba Tambor y presentaba a una galería de personajes fijos a los que siempre se hacía aparecer en un momento u otro de la narración. El que más fascinante me resultaba –más que El Grillo Violín, más que Cucarachín Multagorda– y el que más rememoro una y otra vez era El Ciempiés Curioso. De hecho, El Ciempiés Curioso no tenía ningún papel concreto, sino que se limitaba a irrumpir en cualquier momento de la acción dramática, repitiendo, fuera cual fuese la situación, una única frase: «¡Oh! ¡Qué libro tan interesante!». Ese libro que apasionaba al Ciempiés Curioso era..., ¡todo! El rostro de su interlocutor, cualquier objeto que caía en sus manos, la piedra con la que tropezaba..., todo se le antojaba un texto que debía ser leído e interpretado. Su vida consistía única y exclusivamente en una labor interminable de lectura de las cosas y los seres, un trabajo insaciable de escrutamiento del universo. Pues bien, las obras de José Antonio Portillo nos invitan a convertirnos en algo parecido a ese personaje que –sin saberlo, a veces sin quererlo– no dejamos nunca de ser: lectores conspicuos de una biblioteca infinita e inagotable, compuesta no sólo por todas las historias explicadas, sino –y sobre todo– por todas las historias por explicar, las no nacidas, las no pensadas, las pendientes de imaginar. Tantas como páginas de la vida por abrir.

De la mano de estas cosas medio creadas, medio encontradas, podemos volver a ser rastreadores. Volver de nuevo a husmear huellas, a tantear relieves, a otear el horizonte, a resolver a medias los enigmas, a fluir entre las rocas de lo dado. A amar las visiones. Toda nuestra civilización se ha levantado sobre el desprecio a lo sensible, sobre ese atroz divorcio –impuesto a la vez desde la razón cartesiana y la moral protestante– entre lo interno y lo externo. De ahí la maldición del sujeto, el injusto descrédito de los lenguajes de la naturaleza, la dictadura de lo íntimo, la negación de todo lo que está ahí fuera, ese odio feroz contra la piel y las ventanas. Frente a esa ética que nos aparta de todo cuanto nos rodea, José Antonio Portillo nos desvela tesoros hundidos, pecios a la deriva, palacios en ruinas. Elogio del desenterrador de palabras, narrador que rescata lo desechado, escarba bajo el suelo y en las papeleras, se sumerge a pos de perlas sin brillo. En ese viaje a los sedimentos ha quedado atrás, espléndida y miserable, la Verdad, y este hombre nos deja justo en el límite, en la frontera que todo lo separa y todo lo une, allí donde un niño de barba blanca relata a un público absorto una historia traída de ningún sitio.

Más allá, no el texto, sino la textura. La lengua viva que sobrevive en los objetos muertos. No un lenguaje, sino un guante. Relojes, archivos, memorias oxidadas, colosal ejercicio de psicofonía colectiva en que alguien retoma, de pronto un relato, y le ayuda a continuar su travesía, y naufraga con él en una botella que alguien acabará hallando por azar en una playa remota. Cuentos giróvagos, locos como peonzas, que nos advierten de que nada es completamente inteligible; ni siquiera, legible. Siempre queda algo por leer, algo por oír, algo por repetir, todo por entender. Hablar, hacer hablar, escuchar, hacer escuchar... He ahí la gimnasia circular a que invitan los artefactos de José Antonio Portillo, ronda que incita a amar de nuevo, con nueva pasión, al mundo, ese inmenso libro que está escrito por fuera.

dimecres, 5 de febrer del 2025

Debe y Haber del posmodernismo en antropología


Ilongot del norte de Mindanao, fotografiados por Renato Rosaldo

Final del artículo "Antropología y posmodernidad", Trama & Fondo, 9 (2000) 

DEBE Y HABER DEL POSMODERNISMO EN ANTROPOLOGÍA 
Manuel Delgado 

En el Debe de la antropología posmoderna hay que anotar, además de su más que relativa originalidad, una cierta tendencia al narcicismo y una inmodestia más bien fastidiosa, que tiene su reflejo en la petulancia de algunas proclamaciones. A los antropólogos posmodernos como Capranzano se les puede leer cosas como : “¿Acaso ha de preñar el etnógrafo sus textos con su fálica interpretación vigorizante para que tengan un significado fiable? O bien, a Tyler: “La etnografía posmoderna puede ser solamente el diálogo mismo o posiblemente una serie de dichos paratécticos yuxtapuestos en una circunstancia compartida”. Al Haber tenemos, no obstante, un puñado de cosas aprovechables. Paradójicamente, lo que más valioso hay que reconocer en las nuevas corrientes en antropología es precisamente lo que en ellas hay de escasamente inédito. 

La antropología posmoderna se ha detenido, y nos ha invitado a deternernos por unos momentos con ella, para pensar en algo que ya nos había preocupado mucho antes, acaso desde el momento mismo en que la disciplina llegó a constituirse. Hablo de las siempre tan díficiles correlaciones entre observación y teoría, de las limitaciones de toda interpretación, de la siempre percibida sensación de impostura ante la miseria de la reducción, las trampas de la elección y la exclusión, la condena a ficcionar. Cabe preguntarse si ha habido algún antropólogo que no se haya preguntado alguna vez con honestidad sobre sus posibilidades de escapar, tal y como anhela, del discurso, de aplicar sobre las cosas una mirada liberada del despotismo de la representación. A la corriente posmoderna en antropología hay que reconocele su capacidad de colocar en primer término de la discusión los problemas derivados de la relación entre circunstancia personal y circunstancia etnográfica. Es decir, el conjunto de cuestiones asociadas al “quién habla”, “de quién”, “en qué términos” y, sobre todo, “con qué derecho”. Como señala James Clifford, “la etnografía es, en última instancia, una actividad situada en el ojo del huracán de los sistemas de poder que definen el significado”. 

En estas circunstancias en que todos los discursos de verdad aparecen como un fraude, en que toda certidumbre queda reducida a un simple despliegue retórico, resulta inexorable una deslegitimación sistemática de todo metanivel que pretenda trascender la provisionalidad de la existencia humana. Este es el principio abisal del pensamiento y el ánimo posmoderno, la identificación de la verdad en tanto que falsedad convenida y autovalidada, lo que en antropología se traduce en una condena a muerte de todo principio de cientificidad, nuevo asesinato nietzscheniano de una de las nuevas figuras de Dios. El etnógrafo posmoderno descubre que de los exóticos apenas puede ofrecer otra cosa que un simple relato, brindado sin garantía alguna, simulación en que el ser de los otros queda atrapado, como en una ratonera, en aquello que Geertz llama el como si... Por supuesto que nada de nuevo hay en eso. Se reconocen aquí los perfiles de Nietzsche, del Weber que Parsons ignorara, de Heidegger, de Foucault... La antropología posmoderna, por su insistencia en subrallar los sarcasmos de la profesión y por su voluntad de mostrarse en toda su capacidad de cinismo, puede ser entendida como una antropología esencialmente nihilista. 

En el extremo más radical de tal sensación, allá donde los estructuralistas quisieron encontrar aquella «cuarta dimensión» del espíritu humano, donde el yo y el los demás, lo subjetivo y lo objetivo, pudieran disolver su distancia en un insconciente humano universal, los posmodernos han encontrado sólo una contradictoria red de falsas revelaciones y malentendidos, de los que, por si fuera poco, la narración etnográfica no podía ofrecer otra cosa que una pálida, insuficiente y distorsionada reproducción. Merece la pena tener en cuenta todos lo viejos problemas que las nuevas corrientes nos vuelven a plantear. Podemos resolver no caer en el total desaliento que nos tratan de suscitar, pero hay que reconocer que no dejan de tener razón cuando advierten del riesgo sofístico en que incurre en su labor el etnógrafo, de quién no podemos esperar que salga indemne de la obligación que se le impone de ir siempre lo más lejos posible. 

Una vez cumplido este requisito autorreferencial que nos enfrenta con nuestra condición de mediadores entre sistemas culturales dicen que irreductibles al nuestro, podemos adoptar dos vías. Una, la de continuar, a pesar de todo, con el proceso que conduce de la etnografía a la antropología, entendida ahora como tratamiento sistémico y comparativo de una tan precariamente constatada realidad. La otra, detener decepcionados la marcha y concluir que no había a dónde ir, es decir que es del todo imposible trascender la discutibilidad de los informes de campo, convertidos ahora en simples artificios literarios inverificables. No hay duda de que esta segunda opción, por mucho que no sea la nuestra, es del todo legítima y no impide que quiénes lo deseen continuen con su sísifica tarea de hacer de la antropología una disciplina que explica a base de traducir-traicionar códigos culturales.






dilluns, 3 de febrer del 2025

Alberto Cardín o la impostura dels honestos



Article publicat a la revista L’Esborrany, el març 1992

ALBERTO CARDÍN O LA IMPOSTURA DELS HONESTOS
Manuel Delgado


En el darrer període de la seva vida, a Alberto Cardín li agradava fer plans per un futur del que, d’altra banda, tenia seriosos motius per a desconfiar. Un n’era el d’organitzar una fantàstica associació de culturòlegs que, sota l’autoirònic nom d’Antropólogos de Guardía, agruparia aquells que freqüentaven els mass-media amb la manera antropològica de donar amb les coses. Vet aquí una forma, deia, de contra distingir-nos nosaltres, els que entenem la urgència de pronunciar-nos entorn del que hi ha a partir de la versatilitat explicativa de l’etnologia, d’aquells altres practicants de la disciplina que inverteixen el millor de les seves qualitats i energies intel·lectuals en la licitació per les sinecures universitàries i per les molles que en recerca destina l’administració científica del país a l’antropologia.

El projecte, malgrat el que pogués semblar, era del tot seriós. I, en qualsevol cas, la seva evocació serveix aquí per a donar una imatge prou precisa del que l’antropologia era per a en Cardín i el que aquest, una persona tan lleialment vinculada d’altra banda a l’ICA, significava al seu torn per l’antropologia espanyola en general. Constata, d’altra banda, que en l’ambient de la comunitat dels antropòlegs i dels intel·lectuals en general del país, Cardín va acabar per esdevenir un exemple d’honestedat i coherència, és a dir, un impostor.

En observar la trajectòria bibliogràfica del que va estar company i professor a la Facultat de Belles Arts de la Universitat de Barcelona, és fàcil d’observar com això trobava traducció literària. Només dos dels seus treballs –Guerreros, chamanes y travestis (Tusquets, 1984, recentment reeditat) i El orden caníbal (en preparació en Anagrama)- constitueixen desenvolupaments profunds entorn temes majors, en el primer cas a propòsit del bardajisme a les societats extra occidentals i en el segon sobre la construcció cultural de l’antropofàgia. I no és casual en absolut de sengles compel·lim-nos acadèmics, és a dir de tesis de llicenciatura i de doctoral. No podem comptar en aquest epígraf l’obra que li encarregà Salvat, Movimientos religiosos contemporáneos, per molt que Cardín se’n sabés sortir del compromís amb un abrivament inhabitual en aquests casos.

Tota la resta –el més important, sens dubte- del que conforma la seva aportació a la disciplina és constituït per una quantitat extraordinària d’articles, la majoria breus o brevíssims, publicats fora del circuit de les revistes especialitzades, ja sigui en revistes d’àmplia difusió –Epoca, El Europeo, Diagonal, etc.-, o en publicacions periòdiques de pensament en general, com ara Cuadernos del Norte o El Basilisco, palesant els testimonis de la seva irrenunciada asturianeitat. Sense oblidar, és clar, aquelles altres de les que exercí la seva militància crítico-cultural, en moltes de les quals figurava com un dels seus impulsors i animadors: Bazaar, Diwan, Revista de Literatura, Sínthoma, o, ara mateix, l’excel·lent i heroica Luego... A tot això cal afegir, en un primer terme, les seves irrupcions en la premsa periòdica, a les pàgines de El País, El Mundo o El Sol.

Al llarg de tots aquests anys en què va estar conreant aquesta singular forma de concebre la intervenció antropològica, va anar publicant pronunciaments entorn de temes absolutament diversos, que contemplats en el seu conjunt, desmentien la seva aparença inconnexa, cohesionats com estaven pel to interpretatiu que Cardín imprimia als objectes del seu raonament.

El repertori de destinacions de la seva mirada sembla ara, situant-nos davant la seva constel·lació, perplexant. Des d’una biografia de Rommy Schneider a especulacions teòriques sobre l’obsessió trinitària espanyola. De glosses entorn Fray Toribio de Paredes, Motolinia, fins la visita del Papa a Papua. De la figura del “caganer” als nostres pessebres a una descripció quasi ressentida de Marlene Dietrich (a Diosas y diablesas, Laertes, 1989). Del sexe de les anomenades “sectes destructives” a l’injust relegament de la figura de Mo Ti pel que fa a la de Confuci. De la seducció infantil fins al paper menys que inesgotable d’ordres temàtics que mereixia de Cardín una contemplació analítica irrepetible i d’una rara i inhipotecable lucidesa.

Algunes de totes aquests escapades intel·lectuals, que tant li acosten a la figura inclassificable d’Arthur Hocart –a qui va traduir en el seu moment, per cert-, han quedat recollides en dues compilacions: Tientos etnológicos (Júcar, 1988) i Lo próximo y lo ajeno k(Icaria, 1991). Altres estaven en preparació en el moment de la seva desaparició: El otro psicoanàlisis, negociant-se amb Anthropos, i dos col·leccions intitulades encara, una per Ediciones Libertarias i l’altra per Muchnik, entorn del catolicisme actual i l’Església.

Encara hi hauria moltes més coses que no haurien de restar bandejades en aquesta repassada a la contribució de Cardín a l’antropologia, és a dir, sense comptar el que va fer en el camp de la crítica literària o de la novel·la o la poesia. Com a director de col·laboracions li devem la coneixença en espanyol d’obres fonamentals, pertanyents a autors capitals per a la modernitat de la disciplina, com ara Balandier, Todorov, Clifford..., algunes amb la categoria de precursores, com ara el Diario de campo de Malinowski, o el Naven, de Bateson. També a la confiança que van dipositar en la seva persona editorials com ara Júcar, Alta Fulla, Anagrama, Laertes, etc., podem avui tenir accés a obres de Gustavo Bueno o Caro Baroja que havien estat incomprensiblement postergades, o traduccions introbables de Tylor, Wundt, Frazer o Lubbock. I com oblidar alguns dels millors llibres de genis de la literatura de l’exòtic, com Burton o Lawrence.

Un mèrit extraordinari i una presència intel·lectual i humana són el que l’antropologia catalana ha perdut amb la desaparició d’Alberto Cardín. Amb ella ha vingut a produir-se un colossal buit de valentia, intel·ligència i honestedat que ni tan sols aquells que l’estimàrem –que no vam ser tots ni de bon tros- vam aconseguir mai d’omplir.


dimecres, 29 de gener del 2025

Comunicat del congrés científic internacional CIEA12 davant el desallotjament de l’Antiga Massana

Avui comencem a la Universitat de Barcelona el 12è Congrés Ibèric d’Estudis Africans, una de les cites científiques més importants de l’africanisme a nivell internacional, amb 400 intervinents i 800 inscrits de 54 països, molts d’ells africans.

La nostra intenció era celebrar la trobada no sols a la Facultat de Geografia i Història, sinó també a altres indrets significatius del Raval per fer palesa la nostra integració en la vida social cultural del barri.

Estan programades activitats al MACBA, al CCCB i, l’acte de cloenda, en un espai que recollia una part important de l’activitat associativa del barri.

Aquest espai, l’Antiga Massana, no podrà ser el lloc de comiat del nostre congrés ni continuarà acollint la realitat del barri que compartíem.

Ahir, la policia, seguin ordres de l’Ajuntament de Barcelona, va desallotjar-lo violentament.

No cal dir que la part de la vida universitària de Barcelona que representem s’escandalitza i avergonyeix que una ciutat que presumeix d'oberta i cosmopolita pugui ser escenari d’actuacions tan injustes i injustificades.

En qualsevol cas, el succeït servirà perquè els centenars de congressistes d’arreu del món que hem aplegat per parlar de les societats africanes puguin veure de primera mà, a Barcelona, a l’ anomenat “primer món”, fins quin punt per conèixer abusos i arbitrarietats i patir-los no cal canviar de continent. 


dijous, 23 de gener del 2025

Lo cotidiano es exótico


Nota para Álvaro Santamaría, doctorando en Éstética y Teoría del Arte, en la Universidad de Salamanca, enviada en enero de 2025.

Lo cotidiano es exótico
Manuel Delgado

El etnógrafo se relaciona con su objeto de una forma paradójica, pero obligatoria. Como titula Georges Condominas su libro sobre los moï vietnamitas, "lo exótico es cotidiano", es decir en su inmersión en el terreno en contextos más o menos remotos tiene que llevar a cabo esa labor de familiarizarse con lo hasta entonces era raro para él. En cambio, si lo que pretende es trabajar en y con su entorno, lo que tiene que hacer es exotizar su experiencia ordinaria, darse cuenta de hasta qué punto es extraña o lo sería para alguien distante y distinto de la cultura a la que pertenece. Por tanto, en ese caso es lo cotidiano lo que debe devenir extraño, lo que ha de sorprendernos. Sorprenderse de lo "normal".

Pero esa idea es antigua. Está en la pista que coloca el primer romanticismo en la base de la disciplina. La idea de lo que lo cotidiano debe ser exótico es la que le permite a Novalis definir la poesía romántica. Dice de ella: "El mundo tiene que ser romantizado. Así se volverá a encontrar el sentido original. La romantización no es más que una potenciación cualitativa. (...) Al darle a lo común un significado elevado; a lo ordinario, un aspecto misterioso; a lo conocido, la dignidad de lo desconocido; a lo finito, una apariencia infinita, romantizamos".

Eso está en uno de sus primeros artículos, de 1798, "Polén", que el año pasado precisamente publicó Buchwald.

Ya sabes: "Toda ceniza es polen".





dimecres, 22 de gener del 2025

Sobre la relación entre historia y antropología


La Liberté guidant le peuple, de Eugène Delacroix. (1830)

Fragmento del artículo Cultura de la violencia y violencia de la historia en Centelles, verano de 1936, publicado en Historia y fuente oral, 9 (1993), pp. 103-117.

Sobre la relación entre historia y antropología
Manuel Delgado

En un texto ya clásico, Claude Lévi-Strauss advertía cómo la historia y la antropología no se diferenciaban una de la otra ni por su método, diverso sólo en la dosificación de los procedimientos, ni por su objeto, que era para ambas disciplinas la vida social, ni tampoco por su propósito común en avanzar en la comprensión de lo humano. A lo sumo, la separación se hallaría en la elección de unas perspectivas cuya complementariedad quedaba remarcada: “La historia organiza sus datos en relación con las expresiones conscientes de la vida social, y la etnología en relación con las condiciones inconscientes”.

Con todo, el propio Lévi-Strauss, en el mismo artículo, señalaba que esa premisa de la atención por el inconsciente como la principal distancia entre antropólogos e historiadores ni siquiera en general. Ya por aquel entonces la escuela de los Annales le había concedido un lugar importante en sus aportaciones, y la tradición intelectual que Febvre y Bloch inician no ha hecho más que brindar los frutos de una manera de hacer historia que muchos antropólogos no tendrían inconveniente en suscribir. A tal apunte, podría habérsele añadido el de la corriente genealogizante que arranca en Nietzsche para culminar, primero en Weber, luego en Elias y Foucalt. Fuera de Francia, no hay duda de que la existencia de un ambiente determinado por el formalismo en la Unión Soviética favoreció la aparición de figuras de la talla de un Mijail Bajtin. Por su parte, en el resto de la Europa continental, la influencia de la perspectiva histórico-culturalista derivada de Lukács, Gramsci y la escuela de Francfort ha propiciado abundantemente la comunicación entre antropólogos e historiadores.

Por el lado de los antropólogos, la apertura hacia la dimensión temporal de la cultura ha sido también una constante, por ejemplo, en el caso norteamericano, donde sin duda la fértil influencia del particularismo ideográfico de Franz Boas ha resultado saludablemente capital, y donde las grandes escuelas del materialismo y la ecología culturales han colocado la evolución en un lugar preferente en sus programas. En cuanto a la etnología francesa, sólo una mirada muy superficial puede afirmar que la perspectiva allí dominante en las últimas décadas, la estructural, ha sido insensible a los efectos de la diacronía en las sociedades estudiadas. Lévi-Strauss, al que sus denuncias contra el historicismo como último refugio de la trascendencia le hicieron merecedor de una cierta fama de contrario a introducir el cambio en sus análisis, se ha cansado de repetir que la calidad de sincrónica no pertenece intrínsecamente a ese instrumento analítico que es la noción de estructura y que hay estructuras que son, por definición, diacrónicas. En todo caso, haber sostenido que el sistema siempre prima sobre el proceso y la estructura sobre la experiencia y que toda configuración social está siempre regida por una lógica secreta, es un mérito que cabe atribuirle no tanto a Lévi-Strauss como a Carlos Marx.

En la única tradición académica en la que la impermeabilidad entre historiadores y científicos sociales podía reconocerse como problema, era en aquella afectada por la declarada hostilidad antihistórica de la antropología estructural-funcionalista británica y el funcionalismo sociológico americano. Tuvo que producirse, a finales de los 40, el desacato teórico de Evans-Pritchard y Firth ante la égida doctrinaria de Radcliffe-Brown en la antropología inglesa, para que quedara desatascada la relación de ésta con la historia y superada la desconfianza de los historiadores para con la antropología social y su inclinación por lo que Thompson llamaba “las explicaciones paradójicas”.

Desde entonces, un poco por doquier, no se ha hecho otra cosa que alimentar la evidencia de que aquel grave asunto teórico que fue la oposición acontecimiento/estructura, como el gran obstáculo que impedía comunicarse fluidamente a historiadores y antropólogos, no era otra cosa que un falso problema originado en múltiples malentendidos y en alguna que otra terquedad epistemológica. Hoy, unos y otros aparecen crecientemente disuadidos de que es tan cierto que todo proceso contiene una estructura como que toda estructura experimenta procesos. Si en antropología deben quedar pocos que continúen sosteniendo la ilusión de una sociedad suspendida en el tiempo y asumen el cambio como una de las variables estratégicas que afecta al objeto de su conocimiento, no es menos verdad que tampoco serán seguramente mayoría los historiadores dispuestos a continuar defendiendo en serio la antigua prevalencia del suceso en sus descripciones.

Pero, si esa sensibilidad ha ido impregnando cada vez más los trabajos en historia antigua, medieval o moderna, forzados a conceder un papel nodal a la conjetura, no puede decirse lo mismo del contemporaneismo. Una acaso excesiva confianza en la verosimilitud y en la abundancia de los documentos accesibles, ha permitido que ese comportamiento haya acabado deviniendo una suerte de reducto fortificado desde el que la monarquía de los fenómenos ha continuado ejerciendo su antiguo despotismo, dificultando las aperturas a la repetición y a la interpretación que el diálogo con la antropología y la asunción de su utillaje conceptual han propiciado en otras jurisdicciones historiográficas.



dimecres, 15 de gener del 2025

No existen creencias falsas


La fotografía es de Pablo de Kever y está tomada de evyraes.wordpress.com/

Introducción a la conferencia "Las amenzas laicas al laicismo", pronunciada en el Seminario Galileo Galilei de la Universidad de Granada, el 21 de octubre de  2013. Agradezco la invitación a los catedráticos José Antonio González Alcantud y María José Frájoli y el anfitrionaje ofrecido en el Albajcin por los amigos Pablo Laguna y Manuel Navarro, de Andalucía Laica.
 
No existen creencias falsas
Manuel Delgado

El laicismo como movimiento y la laicidad como proyecto plantean una cuestión importante, que merece ser matizada. Aparecieron y existieron históricamente sobre todo como reacción al poder o a la vocación de poder del clericato católico y de la Iglesia como institución. Es en ese ámbito que conviene plantear su vigencia y expresar la simpatía a lo que representan. Ahora bien, la cuestión se vuelve más complicada si su pretensión es la de mantener a raya las amenazas que para el gran proyecto cultural de las Luces suponen, en general, lo que podría entenderse que son el oscurantismo y la irracionalidad. Desde ese punto de vista, la lucha que pudiera emprender el laicismo contra todas las formas de creencia y superstición en nombre de su supuesta irracionalidad es imposible, básicamente porque no existen convicciones ni prácticas religiosas irracionales, al menos para la antropología. Dicho de otro modo, desde la disciplina que vengo aquí a intentar representar, para las ciencias sociales de la religión, como escribiera Émile Durkheim en su fundamental Las formas elementales de la vida religiosa (Akal), "no existen religiones falsas". O, en otra línea teórica, las religiones aparecen precisamente como lo contrario de lo que se supondría desde formas groseras de positivismo: como lo que Max Weber llamaría, refiriéndose justo a ella, un mecanismo de racionalización, puesto que su función ordenar y sistematizar la experiencia del mundo.

Téngase en cuenta que el epígrafe antropología religiosa, de las religiones o de la religión sirve para designar una subdisciplina de contenidos más problemáticos de la cuenta; eso es cierto. A las condiciones difícilmente contorneables del objeto que aspira a conocer, la antropología religiosa está por lo general sometida a unas connotaciones extracientíficas que otros dominios también discutibles ‑lo económico, lo político, el parentesco‑ no han tenido que padecer. Por si fuera poco, la antropología de la religión no sólo reclama autoridad científica sobre un campo ya de por sí comprometido, como es el de la religión, sino que, por si fuera poco, pretende evaluar otros que sobreentienden afines, como son la magia, el simbolismo, la mitología, etc. Además, en cuanto se insta un desdibujamiento que subsuma la presunta condición especial de lo religioso en otras esferas ‑ideología, cosmovisión, imaginario, mentalidad, sistema de representación, etc.‑, el territorio a cultivar abarca entonces, de manera ya del todo impracticable, la casi totalidad de producciones ideacionales y sentimentales que ha estado en condiciones de producir el ser humano.

En principio, sería adecuado establecer que la antropología de la religión estudian instituciones, procesos, estructuras o funciones a las que un cierto criterio permite hallar en tanto que parcela exenta de la cultura, segregable para su disección analítica del resto de las que se supone conformando la vida de las sociedades. De hecho, tal espacio declarado franco es aquel en el que el resto de grandes bloques temáticos tradicionales en antropología ‑parentesco, economía, política‑ desisten de penetrar, hasta tal punto pertenece aquello que la habita al capítulo de lo puramente ideal o emotivo. Así, resultan separados para su interpretación todos aquellos aspectos de la cultura que no resulten homologables en tanto que tecnológicos o instrumentales y que, por esta causa, merecen ser exiliados a los territorios de lo simbólico, una vez rescatados de los abismos de la estolidez humana a los que la racionalidad vulgar los había condenado.

Las ciencias sociales de la religión tienden, por tanto, a devenir por ese sesgo una antropología de lo inefable, es decir, de todas aquellas figuras que han representado, en el proceso de etiquetado y marcaje de las jurisdicciones científicas, lo que podríamos llamar la "parte opaca" de los aspectos sensibles de la realidad, y siempre a partir de una ausencia o de un exceso: lo irracional o pre‑racional, lo extra‑ordinario, lo irreal, lo ilógico, pre‑lógico, lo no‑científico, lo sobre‑natural, lo extra-normal, lo meta‑físico, lo extra‑empírico, etc. O bien a partir de un tajante divorcio de lo real en dos esferas antagónicas, habitadas por cosas patentes unas, por intangibles las otras: lo instrumental y lo expresivo, lo material y lo ideal, lo empírico y lo simbólico, lo profano y lo sagrado, lo ordinario y lo trascendente. Expulsados a un país de espejismos y desmesuras, lo religioso y sus parientes, lo mágico y lo mítico, no han podido merecer con frecuencia otra cosa que explicaciones inevitablemen­te parecidas a los vaporosos perfiles que se les atribuía.

En cambio, si se aceptase la religión, la mitología o la magia en tanto que sistemas conceptuales, simbólicos o de representación solo especiales a causa de la vehemencia de sus argumentos y operaciones, manteniendo a raya las amenazas de esencialización que la asedian, muchos de los malentendidos a que han estado sometidos se disolverían. El misticismo devendría entonces solo una "puesta en valor" de conductas, objetos, lugares, personas, ideas o instancias a los que un estatuto especial ha convertido en poderosamente elocuentes. Entendida como una forma particularmente expeditiva y elaborada de hacer y de decir, destinada a justificar la organización del mundo y el sentido de la experiencia, la religión y la magia clarifican su lugar en la distribución por conceptos de aquello real de una manera no por fuerza oscura. Por otra parte, su caracterización también en tanto que tecnologías de categorización y conocimiento cancelaría, a buen seguro, la artificial distancia que las separaba de las otras variables de lo real que se habían catalogado como "materiales", al tiempo que estas veían reconocida su propia dimensión invisible.

Este último postulado es el que permitiría formular una clasificación en el conjunto de teorías que han aspirado a conocer el sentido de los ritos, las creencias y los mitos. De un lado pueden situarse quiénes han insistido en imaginar un objeto de conocimiento que formaba parte de la propia condición humana ‑el homo religiosus‑ y que tenía siempre un lugar vacante entre las instituciones culturales de todas las sociedades y de todas las épocas. Del otro, quiénes, de acuerdo con el supuesto anterior, han renunciado a toda definición positiva de religión y de magia y ha tratado los contenidos tradicionales de estos ámbitos sin ninguna concesión al tipo de trascendentaliza­ciones con los que se daba por sentado que las ideas o actitudes místicas merecían ser distinguidas de todas las demás.

Las alternativas que se han apartado en antropología y también en sociología religiosasde una tentación idealista que en su esfera debía, a la fuerza, ser más poderosa que en cualquier otra jurisdicción, están relacionadas con la tradición que inaugura la escuela de l'Année sociologique. La ruptura de su fundador, Émile Durkheim, consistió ante todo en descalificar frontalmente toda pretensión de explicar los hechos religiosos en tanto que excepcionales, misteriosos o trascendentes, asumiendo el estudio de las prácticas y las creencias mágicas y religiosas al margen precisamente de lo que hubiera en ellas de mágico y de religioso. Para Durkheim, la religión era una técnica social de clasificación cuyo resultado era la distribución de las cosas del mundo en sagradas y profanas, siendo el primer campo el de la más poderosa de las modalidades de producción y legitimación social de realidades conceptuales, un aspecto de los sistemas de representación que podía distinguirse sobre todo a partir de la vehemencia con que cuidaba la puesta en escena de sus argumentos y operaciones.  

Fue Durkheim quien concedió la primacía explicativa a la tarea que la inteligencia colectiva asignaba a los sistemas religiosos: proyectar al plano de lo incontestable los principios axiomáticos de los que dependía el orden de la sociedad y, más allá, devenir matriz primordial de la que surgían, mediante un proceso de diferenciación, los elementos fundamentales de la cultura, aquellas categorías que, impuestas a priori a su experiencia individual, constituían los marcos permanentes de la vida mental de cada etapa o sociedad.  Herederos de tal enseñanza, desoyendo la atracción que suele ejercer lo misterioso, renunciando a seguir la tantas veces reconfortante vía de lo subjetivo, las ciencias sociales de la religión han seguido aproximándose al campo del mito y el ritual con una voluntad esclarecedora de lo que, tras su aspecto extraño o incluso estólido, eran reconocidas como expresiones secretamente racionales de la inteligencia de las sociedades.




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