dijous, 23 de gener del 2025

Lo cotidiano es exótico


Nota para Álvaro Santamaría, doctorando en Éstética y Teoría del Arte, en la Universidad de Salamanca, enviada en enero de 2025.

Lo cotidiano es exótico
Manuel Delgado

El etnógrafo se relaciona con su objeto de una forma paradójica, pero obligatoria. Como titula Georges Condominas su libro sobre los moï vietnamitas, "lo exótico es cotidiano", es decir en su inmersión en el terreno en contextos más o menos remotos tiene que llevar a cabo esa labor de familiarizarse con lo hasta entonces era raro para él. En cambio, si lo que pretende es trabajar en y con su entorno, lo que tiene que hacer es exotizar su experiencia ordinaria, darse cuenta de hasta qué punto es extraña o lo sería para alguien distante y distinto de la cultura a la que pertenece. Por tanto, en ese caso es lo cotidiano lo que debe devenir extraño, lo que ha de sorprendernos. Sorprenderse de lo "normal".

Pero esa idea es antigua. Está en la pista que coloca el primer romanticismo en la base de la disciplina. La idea de lo que lo cotidiano debe ser exótico es la que le permite a Novalis definir la poesía romántica. Dice de ella: "El mundo tiene que ser romantizado. Así se volverá a encontrar el sentido original. La romantización no es más que una potenciación cualitativa. (...) Al darle a lo común un significado elevado; a lo ordinario, un aspecto misterioso; a lo conocido, la dignidad de lo desconocido; a lo finito, una apariencia infinita, romantizamos".

Eso está en uno de sus primeros artículos, de 1798, "Polén", que el año pasado precisamente publicó Buchwald.

Ya sabes: "Toda ceniza es polen".





dimecres, 22 de gener del 2025

Sobre la relación entre historia y antropología


La Liberté guidant le peuple, de Eugène Delacroix. (1830)

Fragmento del artículo Cultura de la violencia y violencia de la historia en Centelles, verano de 1936, publicado en Historia y fuente oral, 9 (1993), pp. 103-117.

Sobre la relación entre historia y antropología
Manuel Delgado

En un texto ya clásico, Claude Lévi-Strauss advertía cómo la historia y la antropología no se diferenciaban una de la otra ni por su método, diverso sólo en la dosificación de los procedimientos, ni por su objeto, que era para ambas disciplinas la vida social, ni tampoco por su propósito común en avanzar en la comprensión de lo humano. A lo sumo, la separación se hallaría en la elección de unas perspectivas cuya complementariedad quedaba remarcada: “La historia organiza sus datos en relación con las expresiones conscientes de la vida social, y la etnología en relación con las condiciones inconscientes”.

Con todo, el propio Lévi-Strauss, en el mismo artículo, señalaba que esa premisa de la atención por el inconsciente como la principal distancia entre antropólogos e historiadores ni siquiera en general. Ya por aquel entonces la escuela de los Annales le había concedido un lugar importante en sus aportaciones, y la tradición intelectual que Febvre y Bloch inician no ha hecho más que brindar los frutos de una manera de hacer historia que muchos antropólogos no tendrían inconveniente en suscribir. A tal apunte, podría habérsele añadido el de la corriente genealogizante que arranca en Nietzsche para culminar, primero en Weber, luego en Elias y Foucalt. Fuera de Francia, no hay duda de que la existencia de un ambiente determinado por el formalismo en la Unión Soviética favoreció la aparición de figuras de la talla de un Mijail Bajtin. Por su parte, en el resto de la Europa continental, la influencia de la perspectiva histórico-culturalista derivada de Lukács, Gramsci y la escuela de Francfort ha propiciado abundantemente la comunicación entre antropólogos e historiadores.

Por el lado de los antropólogos, la apertura hacia la dimensión temporal de la cultura ha sido también una constante, por ejemplo, en el caso norteamericano, donde sin duda la fértil influencia del particularismo ideográfico de Franz Boas ha resultado saludablemente capital, y donde las grandes escuelas del materialismo y la ecología culturales han colocado la evolución en un lugar preferente en sus programas. En cuanto a la etnología francesa, sólo una mirada muy superficial puede afirmar que la perspectiva allí dominante en las últimas décadas, la estructural, ha sido insensible a los efectos de la diacronía en las sociedades estudiadas. Lévi-Strauss, al que sus denuncias contra el historicismo como último refugio de la trascendencia le hicieron merecedor de una cierta fama de contrario a introducir el cambio en sus análisis, se ha cansado de repetir que la calidad de sincrónica no pertenece intrínsecamente a ese instrumento analítico que es la noción de estructura y que hay estructuras que son, por definición, diacrónicas. En todo caso, haber sostenido que el sistema siempre prima sobre el proceso y la estructura sobre la experiencia y que toda configuración social está siempre regida por una lógica secreta, es un mérito que cabe atribuirle no tanto a Lévi-Strauss como a Carlos Marx.

En la única tradición académica en la que la impermeabilidad entre historiadores y científicos sociales podía reconocerse como problema, era en aquella afectada por la declarada hostilidad antihistórica de la antropología estructural-funcionalista británica y el funcionalismo sociológico americano. Tuvo que producirse, a finales de los 40, el desacato teórico de Evans-Pritchard y Firth ante la égida doctrinaria de Radcliffe-Brown en la antropología inglesa, para que quedara desatascada la relación de ésta con la historia y superada la desconfianza de los historiadores para con la antropología social y su inclinación por lo que Thompson llamaba “las explicaciones paradójicas”.

Desde entonces, un poco por doquier, no se ha hecho otra cosa que alimentar la evidencia de que aquel grave asunto teórico que fue la oposición acontecimiento/estructura, como el gran obstáculo que impedía comunicarse fluidamente a historiadores y antropólogos, no era otra cosa que un falso problema originado en múltiples malentendidos y en alguna que otra terquedad epistemológica. Hoy, unos y otros aparecen crecientemente disuadidos de que es tan cierto que todo proceso contiene una estructura como que toda estructura experimenta procesos. Si en antropología deben quedar pocos que continúen sosteniendo la ilusión de una sociedad suspendida en el tiempo y asumen el cambio como una de las variables estratégicas que afecta al objeto de su conocimiento, no es menos verdad que tampoco serán seguramente mayoría los historiadores dispuestos a continuar defendiendo en serio la antigua prevalencia del suceso en sus descripciones.

Pero, si esa sensibilidad ha ido impregnando cada vez más los trabajos en historia antigua, medieval o moderna, forzados a conceder un papel nodal a la conjetura, no puede decirse lo mismo del contemporaneismo. Una acaso excesiva confianza en la verosimilitud y en la abundancia de los documentos accesibles, ha permitido que ese comportamiento haya acabado deviniendo una suerte de reducto fortificado desde el que la monarquía de los fenómenos ha continuado ejerciendo su antiguo despotismo, dificultando las aperturas a la repetición y a la interpretación que el diálogo con la antropología y la asunción de su utillaje conceptual han propiciado en otras jurisdicciones historiográficas.



dimecres, 15 de gener del 2025

No existen creencias falsas


La fotografía es de Pablo de Kever y está tomada de evyraes.wordpress.com/

Introducción a la conferencia "Las amenzas laicas al laicismo", pronunciada en el Seminario Galileo Galilei de la Universidad de Granada, el 21 de octubre de  2013. Agradezco la invitación a los catedráticos José Antonio González Alcantud y María José Frájoli y el anfitrionaje ofrecido en el Albajcin por los amigos Pablo Laguna y Manuel Navarro, de Andalucía Laica.
 
No existen creencias falsas
Manuel Delgado

El laicismo como movimiento y la laicidad como proyecto plantean una cuestión importante, que merece ser matizada. Aparecieron y existieron históricamente sobre todo como reacción al poder o a la vocación de poder del clericato católico y de la Iglesia como institución. Es en ese ámbito que conviene plantear su vigencia y expresar la simpatía a lo que representan. Ahora bien, la cuestión se vuelve más complicada si su pretensión es la de mantener a raya las amenazas que para el gran proyecto cultural de las Luces suponen, en general, lo que podría entenderse que son el oscurantismo y la irracionalidad. Desde ese punto de vista, la lucha que pudiera emprender el laicismo contra todas las formas de creencia y superstición en nombre de su supuesta irracionalidad es imposible, básicamente porque no existen convicciones ni prácticas religiosas irracionales, al menos para la antropología. Dicho de otro modo, desde la disciplina que vengo aquí a intentar representar, para las ciencias sociales de la religión, como escribiera Émile Durkheim en su fundamental Las formas elementales de la vida religiosa (Akal), "no existen religiones falsas". O, en otra línea teórica, las religiones aparecen precisamente como lo contrario de lo que se supondría desde formas groseras de positivismo: como lo que Max Weber llamaría, refiriéndose justo a ella, un mecanismo de racionalización, puesto que su función ordenar y sistematizar la experiencia del mundo.

Téngase en cuenta que el epígrafe antropología religiosa, de las religiones o de la religión sirve para designar una subdisciplina de contenidos más problemáticos de la cuenta; eso es cierto. A las condiciones difícilmente contorneables del objeto que aspira a conocer, la antropología religiosa está por lo general sometida a unas connotaciones extracientíficas que otros dominios también discutibles ‑lo económico, lo político, el parentesco‑ no han tenido que padecer. Por si fuera poco, la antropología de la religión no sólo reclama autoridad científica sobre un campo ya de por sí comprometido, como es el de la religión, sino que, por si fuera poco, pretende evaluar otros que sobreentienden afines, como son la magia, el simbolismo, la mitología, etc. Además, en cuanto se insta un desdibujamiento que subsuma la presunta condición especial de lo religioso en otras esferas ‑ideología, cosmovisión, imaginario, mentalidad, sistema de representación, etc.‑, el territorio a cultivar abarca entonces, de manera ya del todo impracticable, la casi totalidad de producciones ideacionales y sentimentales que ha estado en condiciones de producir el ser humano.

En principio, sería adecuado establecer que la antropología de la religión estudian instituciones, procesos, estructuras o funciones a las que un cierto criterio permite hallar en tanto que parcela exenta de la cultura, segregable para su disección analítica del resto de las que se supone conformando la vida de las sociedades. De hecho, tal espacio declarado franco es aquel en el que el resto de grandes bloques temáticos tradicionales en antropología ‑parentesco, economía, política‑ desisten de penetrar, hasta tal punto pertenece aquello que la habita al capítulo de lo puramente ideal o emotivo. Así, resultan separados para su interpretación todos aquellos aspectos de la cultura que no resulten homologables en tanto que tecnológicos o instrumentales y que, por esta causa, merecen ser exiliados a los territorios de lo simbólico, una vez rescatados de los abismos de la estolidez humana a los que la racionalidad vulgar los había condenado.

Las ciencias sociales de la religión tienden, por tanto, a devenir por ese sesgo una antropología de lo inefable, es decir, de todas aquellas figuras que han representado, en el proceso de etiquetado y marcaje de las jurisdicciones científicas, lo que podríamos llamar la "parte opaca" de los aspectos sensibles de la realidad, y siempre a partir de una ausencia o de un exceso: lo irracional o pre‑racional, lo extra‑ordinario, lo irreal, lo ilógico, pre‑lógico, lo no‑científico, lo sobre‑natural, lo extra-normal, lo meta‑físico, lo extra‑empírico, etc. O bien a partir de un tajante divorcio de lo real en dos esferas antagónicas, habitadas por cosas patentes unas, por intangibles las otras: lo instrumental y lo expresivo, lo material y lo ideal, lo empírico y lo simbólico, lo profano y lo sagrado, lo ordinario y lo trascendente. Expulsados a un país de espejismos y desmesuras, lo religioso y sus parientes, lo mágico y lo mítico, no han podido merecer con frecuencia otra cosa que explicaciones inevitablemen­te parecidas a los vaporosos perfiles que se les atribuía.

En cambio, si se aceptase la religión, la mitología o la magia en tanto que sistemas conceptuales, simbólicos o de representación solo especiales a causa de la vehemencia de sus argumentos y operaciones, manteniendo a raya las amenazas de esencialización que la asedian, muchos de los malentendidos a que han estado sometidos se disolverían. El misticismo devendría entonces solo una "puesta en valor" de conductas, objetos, lugares, personas, ideas o instancias a los que un estatuto especial ha convertido en poderosamente elocuentes. Entendida como una forma particularmente expeditiva y elaborada de hacer y de decir, destinada a justificar la organización del mundo y el sentido de la experiencia, la religión y la magia clarifican su lugar en la distribución por conceptos de aquello real de una manera no por fuerza oscura. Por otra parte, su caracterización también en tanto que tecnologías de categorización y conocimiento cancelaría, a buen seguro, la artificial distancia que las separaba de las otras variables de lo real que se habían catalogado como "materiales", al tiempo que estas veían reconocida su propia dimensión invisible.

Este último postulado es el que permitiría formular una clasificación en el conjunto de teorías que han aspirado a conocer el sentido de los ritos, las creencias y los mitos. De un lado pueden situarse quiénes han insistido en imaginar un objeto de conocimiento que formaba parte de la propia condición humana ‑el homo religiosus‑ y que tenía siempre un lugar vacante entre las instituciones culturales de todas las sociedades y de todas las épocas. Del otro, quiénes, de acuerdo con el supuesto anterior, han renunciado a toda definición positiva de religión y de magia y ha tratado los contenidos tradicionales de estos ámbitos sin ninguna concesión al tipo de trascendentaliza­ciones con los que se daba por sentado que las ideas o actitudes místicas merecían ser distinguidas de todas las demás.

Las alternativas que se han apartado en antropología y también en sociología religiosasde una tentación idealista que en su esfera debía, a la fuerza, ser más poderosa que en cualquier otra jurisdicción, están relacionadas con la tradición que inaugura la escuela de l'Année sociologique. La ruptura de su fundador, Émile Durkheim, consistió ante todo en descalificar frontalmente toda pretensión de explicar los hechos religiosos en tanto que excepcionales, misteriosos o trascendentes, asumiendo el estudio de las prácticas y las creencias mágicas y religiosas al margen precisamente de lo que hubiera en ellas de mágico y de religioso. Para Durkheim, la religión era una técnica social de clasificación cuyo resultado era la distribución de las cosas del mundo en sagradas y profanas, siendo el primer campo el de la más poderosa de las modalidades de producción y legitimación social de realidades conceptuales, un aspecto de los sistemas de representación que podía distinguirse sobre todo a partir de la vehemencia con que cuidaba la puesta en escena de sus argumentos y operaciones.  

Fue Durkheim quien concedió la primacía explicativa a la tarea que la inteligencia colectiva asignaba a los sistemas religiosos: proyectar al plano de lo incontestable los principios axiomáticos de los que dependía el orden de la sociedad y, más allá, devenir matriz primordial de la que surgían, mediante un proceso de diferenciación, los elementos fundamentales de la cultura, aquellas categorías que, impuestas a priori a su experiencia individual, constituían los marcos permanentes de la vida mental de cada etapa o sociedad.  Herederos de tal enseñanza, desoyendo la atracción que suele ejercer lo misterioso, renunciando a seguir la tantas veces reconfortante vía de lo subjetivo, las ciencias sociales de la religión han seguido aproximándose al campo del mito y el ritual con una voluntad esclarecedora de lo que, tras su aspecto extraño o incluso estólido, eran reconocidas como expresiones secretamente racionales de la inteligencia de las sociedades.




dissabte, 11 de gener del 2025

Poética del poder

Ngabem, ceremonia de cremación real, a principios del siglo xx

Reseña de Negara. El Estado-teatro en el Bali del siglo XIX, de Clifford Geertz (Paidós, 20oo), traducción de Albert Roca, publicado en El País, el 20 de abril del 2000.

POÉTICA DEL PODER 
Manuel Delgado

Clifford Geertz es uno de los contados antropólogos de relieve de los que el lector en español puede conocer el grueso de su producción. Gedisa nos deparó hace años su obra teórica mayor (La interpretación de las culturas) y Paidós se ha preocupado de tenernos al tanto de sus libros más importantes: El antropólogo como autor, Observando el Islam, Los usos de la diversidad, Tras los hechos, Conocimiento local..., y ahora Negara, publicado originalmente en 1980 y una de las piezas fundamentales de su trayecto. Gracias a esa presencia estable en las librerías podemos tomar postura a propósito de las reputaciones de Geertz, tanto de la positiva, la que le coloca a la altura de un Lévi-Strauss o reconoce en él grandes virtudes como prosista, como de la negativa, la que le tiene por un diletante de retórica fácil, un conspicuo sembrador de confusiones y un conspirador contra la propia disciplina que practica.

Sea cual sea nuestra sentencia sobre sus cualidades o defectos, lo cierto es que no podremos escamotearle a este profesor de Princeton el mérito de estar en el ojo del huracán –o serlo él mismo– de las polémicas que han agitado las ciencias sociales en las últimas décadas. Discípulo directo de Talcott Parsons y de Clyde Kluckhohn en la época dorada de Harvard, exponente –con Turner, Douglas o Sahlins– de lo que se dió en llamar antropología simbólica, revitalizador del pensamiento de Max Weber, apóstol del relativismo cultural, promotor de una definición débil del método antropológico –descripción densa, conocimiento local, escrutamiento en pos del significado, interpretación más que explicación de los hechos culturales–, ubicado al mismo tiempo en el fundamento y en la periferia del movimiento posmoderno... ; he ahí algunos de los atributos que podrían asignársele a Geertz a la hora de reconocer en él una figura intelectual insustituible, un generador de energías epistémicas, por mucho que hayan sido éstas con frecuencia más calóricas que luminosas.

La obra que acaba de editarse es capital para entender los elogios e impugnaciones que vienen dedicándosele a Geertz. Por mucho que se trate más bien de un trabajo de sociología histórica, Negara no se puede desligar de la experiencia de su autor en Bali, la isla en que recalara en los años cincuenta tras los pasos de Gregory Bateson y Margared Mead. Su asunto es la relación entre el poder de la representación y la representación del poder, tal y como queda ejemplificada en el Estado teatral clásico que conocieron amplias zonas del sureste asiático índico a lo largo de varios siglos. Esa modalidad estatal sobrevive en Bali con el nombre de negara a lo largo de todo el XIX, hasta su disolución primero en el imperio holandés y más tarde en la moderna Indonesia.

El informe sobre el negara aporta datos sobre en qué consiste la política antes o después de sus manifestaciones contingentes, cómo lleva a término de manera siempre singular una tarea que es en todos sitios la misma : materializar pretensiones espirituales y espiritualizar intereses materiales. Lo que nos dice el negara es que todo poder político requiere para existir y darse a creer no sólo una mecánica, sino sobre todo una poética, una retórica capaz de hacer conmovedora la desigualdad en que se funda y de convertir lo obligatorio en deseable. 

Leyendo Negara uno puede llevarse la impresión de que Geertz viene a confirmarnos una cierta imagen de Bali como la consecuencia de un colosal y continuado impulso estético, en que todo, incluso el poder, acababa resultando bello. Pero es no menos inevitable someter ese paisaje con política a una tarea de traducción que, una vez más, nos permite convertir lo remoto en metáfora de lo cercano. En este caso, las fastuosidades políticas del Bali del XIX nos incitan a pensar acerca de nuestras propias teatrocracias, esa persistencia de los tramoyismos mediante las que los gobiernos occidentales de hoy mismo intentan suplir, por la vía ornamental, sus ostensibles carencias en materia de legitimidad.





dimarts, 7 de gener del 2025

L'intel·lectual com a frau


Comentari per als estudiants d'Antropologia Religiosa de la UB, enviat el març de 2016

L'intel·lectual com a frau
Manuel Delgado

M'agradaria que reparéssiu en la pertinència del que vàrem discutir sobre la construcció social de l'"intel·lectual", que és en essència un rol atribuït des de fora i que el destinatari sol acabar assumint convençut com el d'algú en condicions d'exercir una mena d'autoritat oracular sense fonament real, és a dir que es pronuncia de manera solemne sobre temes sobre els quals no te la mínima competència. No estem parlant de filòsofs, sociòlegs, literats, creadors... L'"intel·lectual" no és un professional de res. No hi ha un Col·legi Oficial d'Intel·lectuals, ni "intel·lectual" no és un títol acadèmic. Intel·lectual és una persona que, havent-se guanyat la seva valoració un àmbit del coneixement o la creació, l'aplica de manera arbitrària per ponderar sobre qualsevol tema sobre el que sigui interpel·lat, atribuint-se a la seva veu una virtut gairebé oracular. Per entendre'ns, l'intel·lectual és algú que exerceix una forma socialment reconeguda i reclamada d'impostura, a la que el destinatari, per pura vanitat, gairebé sempre acaba sucumbint.

Una variable especialment patètica d'aquesta figura de l'intel·lectual —llegiu sempre "intel·lectual", entre cometes— és la de l'intel·lectual compromès, que a la seva injustificada arrogància mental li afegeix una dosi de messianisme, com si estigués convençut que els febles, els desvalguts, les víctimes de tota mena d'injustícia, reclamen la seva generositat perquè acudeixi on sigui per beneir-los amb els seus pensaments.

Hi ha dos referències bibliogràfiques que us demanaria que tinguéssiu en compte i que parlen de la immensa trivialitat i falta d'honestedat que s'amaga darrera de la "feina" d'intel·lectual.

La primera és relativa a l'expressió més descaradament banal de l'intel·lectual com a impostor professional a temps complet o parcial, que és la del professor universitari, escriptor o artista que participa en tertúlies mediàtiques per parlar de qualsevol tema del que, per principi, quasi com a requisit, no han de tenir ni idea i, a més, fer-ho de forma rotunda, distribuint tota mena de sentències que tenen l'aparença de contenir una veritat inqüestionable. Alguns ho fan perquè els hi paguen i es treuen un a més a més, d'altres per pura supèrbia, però sense que quedi mai clar perquè la seva opinió val més que la de qualsevol altra que, com ells, te una informació superficial sobre la qüestió en particular i vessa opinions igualment superficials.

Un llibre ben recent en parla d'aquesta mena de gent. Acaba de sortir. Us el recomano. Es titula La desfachatez intelectual i és d'Ignacio Sánchez-Cuesta (Catarata). Parla de Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Javier Cercas, Jon Juaristi, Félix de Azúa, Fernando Vargas Llosa, etc.

Ara bé. Us pensareu que aquesta caradura com a matèria primera de l'exercici com a intel·lectual és exclusiva d'aquells que s'arrosseguen pel fang dels mitjans. Us equivoqueu. Això també val per als "maîtres à penser", els "grans pensadors" que mai trepitjarien un plató televisiu o un estudi radiofònic, o ni tan sols escriurien una columna a un diari. Parlo de gent com Jacques Lacan, Julia Kristeva, Paul Virilio, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Luce Irigaray, Bruno Latour
Jean Baudrillard...

Doncs bé. És d'ells que parla un llibre fonamental, escrit per dos físics, Alan Sokal i Jean Bricmont. Es titula Imposturas intelectuales (Paidós) i allà els autors se n'en foten de com aquests pensadors de referència utilitzaven categories científiques de la manera més alegre, elaborant teories enrevessades sense sentir, plenes de inexactituds en l'ús que feien de tota mena de conceptes científics i que en realitat, malgrat l'altisonància, la seva aparent fondària i sovint la seva foscor, no significaven absolutament res o, si és vol, significaven el que es volgués.

En Sokal va rematar la seva denúncia amb un experiment. Va enviar a una de les revistes de filosofia més prestigioses del món, Social Text, un article titulat "Transgressing the boundaries: toward a transformative hermeneutics of quantum gravity", és a dir "Transgressions de les fronteres: vers una dinàmica transformadora de la gravetat quàntica". L'article estava escrit en un llenguatge pretensiós i ben complicat, però estava farcit d'afirmacions absurdes i frases sense cap sentit. No cal dir que, després de ser avaluat pel seu comitè de redacció, va acceptar el text i el va publicar al seu número de 1996. L'article està inclòs en l'edició espanyola del llibre.



diumenge, 5 de gener del 2025

La humillación

La foto es de David Goldolatt

Prólogo para el libro La humillación, publicado por la Editorial Bellaterra en 2008. Recogía las intervenciones en un seminario de Els Juliols de la UB, organizado por GRECS, el Grup de Rercerca en Exclusió i Control Socials. En él participamos Gerard Horta, Alberto López Bargados, Santiago López Petit, Marina Garcés, Jorge Larrosa, Fernando González Placer, Roberto Bergalli, Miquel Izard y Bernat Muniesa. 

¿Quiénes son los humillados?
Manuel Delgado, Gerard Horta y Alberto López Bargados

Es posible que haya sido desde siempre que determinados seres humanos, individualmente o como miembros de ciertos colectivos, hayan sido o se hayan sentido humillados –o ambas cosas a la vez– por otros que eran más numerosos o más poderosos que ellos. Ser o sentirse humillado es saber que tú no eres como los demás, que eres demasiado o demasiado poco no importa qué, y que ese exceso o esa carencia te hace merecedor de un trato denigrante que te rebaja, te hunde, te inferioriza, te inhabilita para merecer esa dignidad elemental que nadie debería ver nunca escamoteada. Ser o sentirse humillado es ser o sentirse una mierda, es decir literalmente un detritus, un desecho, algo que está de más, que sobra, que, además, apesta y ensucia, y frente a cuyo potencial contaminante solamente cabe la condena al aislamiento, a la expulsión o al borrado definitivo. Esa negación que afecta a ciertas personas –algunas, casi siempre muchas– no es un fenómeno nuevo; es posible que la marginación, la discriminación, la segregación, la xenofobia, el clasismo, el machismo y todas las demás formas de exclusión o de opresión hayan conocido todo tipo de expresiones en sociedades que probablemente nunca ni en ningún sitio han llegado a devenir justas. 

Seguramente siempre y por doquier las relaciones entre los diversos conjuntos sociales se han visto marcadas, a menudo, por la convicción de que alguno de esos conjuntos era intrínsecamente indeseable y merecía una descalificación global, que no pocas veces acababa conduciendo al asedio y, en los casos más extremos, al exterminio físico. A lo largo de varios siglos, en demasiados lugares, un número incalculable de individuos han sido prejuzgados, marcados, perseguidos o castigados no por lo que habían hecho sino por lo que eran o se suponía que eran. Esa dimensión expresiva de la humillación, por principio sancionada por una ley, legitimada por una ideología o consagrada por un dogma, tiene su contrapartida en la zona de sombra de los sentimientos. El individuo humillado experimenta de un modo u otro la amargura de su condición, se ve obligado a afrontar las emociones que suscita en él o ella esa desagregación forzosa, sometiéndose las más de las veces, sublevándose en algunas otras. Con todo, la voluntad de humillar y el sentimiento de sentirse humillado no son operaciones lógicas perfectamente coordinadas, ni sus efectos sobre la acción social son predecibles; se abre aquí el vasto y esquivo campo de la conciencia. Si, en principio, sentirse humillado es el primer paso para la impugnación de todo orden social así configurado, falta saber si sentir que se humilla conduce invariablemente a la relajación y eventualmente a la supresión de dicho orden.

No parece existir, pues, un único principio lógico que nos permita enunciar de manera general qué es humillar y/o sentirse humillado, por lo que resulta más prometedor atender a la casuística. ¿Cuáles han sido y continúan siendo, hoy y a nuestro alrededor, los motivos de ese rechazo que no necesita pruebas para justificarse, o que es capaz de inventarlas para justificar la negación al clasificado como “otro” del derecho a la igualdad, a la libertad o a la vida sólo por las diferencias que supuestamente encarna o que se le atribuyen? ¿Cuáles son los mecanismos que permiten desarrollar esa construcción social del otro como enemigo que hay que neutralizar, incluso suprimir, en todos los casos no sin antes haberlo humillado? 

A la hora de ensayar una respuesta a estas cuestiones, sería cosa de descartar algunas respuestas habituales. La primera, la que suele considerar las actitudes excluyentes en términos psicológicos, de forma que la humillación –y enseguida, tras ella, la segregación o persecución– sea atribuida a la personalidad de los humillantes. He ahí una vía para escamotear un intento de comprensión profunda del problema. A veces, porque naturalizan el rechazo, al considerarlo una proyección del recelo instintivo que todas las especies experimentan hacia el extraño (Jacquard). Se trata de una visión que muestra la negación o el rebajamiento del otro a una especie de tendencia natural del ser humano a temer y a protegerse de todo lo desconocido, y en consecuencia a rechazarlo. Esta línea argumental suele reforzarse con razones extraídas de la etología animal o la sociobiología. Otras lecturas subjetivistas más sofisticadas consideran que el otro rechazado representa una proyección de los elementos inconscientes que no queremos aceptar de nosotros mismos, nuestro propio «yo oscuro» (Kristeva). Incluso otra línea analizaría las conductas humillantes a lo que se presenta como una «personalidad autoritaria» (Adorno), o sencillamente, como el síntoma de una patología psiquiátrica que agudiza la agresivi­dad.

Frente a esa clase de interpretaciones, que dejan de lado los factores contextuales, acaso convendría, como decíamos, llevar a cabo una lectura de las formas variables de humillación que las considerara asociadas en todos los casos a unos determinados sistemas de acción y representación sociales, que las mostrase como la consecuencia, más que la causa, de relaciones entre sectores sociales que son considerados o que se consideran a sí mismos incompatibles o antagónicos y uno de los cuales ejerce la dominación sobre el o los otros, a los que humilla precisamente como estrategia de naturalización de ese mismo dominio, como forma de convertirlo en natural y de convencer al propio humillado de la inevitabilidad y la inexorabilidad del maltrato que sufre.

Dicho con otras palabras: las técnicas y los discursos de y para la exclusión de unos seres humanos por otros no deben ser buscados –como se suele hacer– en el origen de las tensiones o de las contradicciones sociales, sino que a menudo son su resultado. ¿Cuál es su tarea? Racionalizar, a posteriori, la humillación y, enseguida, la explotación, la marginación, la expulsión o, en los casos más extremos, el acoso o el exterminio de los excluidos. Así, cada uno de los grupos que se autodiferencia o que es diferenciado por los otros representa un punto dentro de una red de relaciones sociales en que la distribución del espacio, los requerimientos de la división social del trabajo y muchas otras formas de conducta competitiva son fuentes permanentes de colisión de intereses, y entre las identidades donde esos intereses se refugian tan a menudo para legitimarse. Entonces, la frecuencia y la intensidad de los contactos físicos, territoriales, culturales y económicos estaría en la misma base del aumento de la conflictividad entre colectivos humanos, una conflictividad que, obviamente, siempre acabará beneficiando al agente que ocupe la posición hegemónica, que controle los aparatos represivos del Estado y que no sólo tenga acceso a las fuentes de producción de los significados, sino que las instrumentalice adecuadamente en orden a perpetuar la opresión tanto como a mostrar como «normal» tal estado de las cosas.

A escala global, la identidad colectiva –étnica, religiosa, política– aflora en calidad de subrogación que oculta relaciones de clase o de casta, lo que explica la verticalidad que se impone a las relaciones entre un colectivo diferenciado y el otro. De hecho, el auténtico trasfondo del terror estructural agazapado en semejantes dinámicas consiste en hacer creer a una mayoría social que ella misma no es en ningún caso objeto de humillación política, económica y cultural. En este sentido, los dispositivos de control social se aplican en la fijación del etiquetaje humillante, del blanco del menosprecio, sobre unos sectores sociales determinados a fin de ocultar las dimensiones reales de procesos cuya finalidad última –la perpetuación del totalitarismo y la desigualdad– alcanza conjuntos sociales mucho mayores que en ningún modo se autopercibirían como «humillados».

Se podría establecer que los dispositivos de la exclusión, reconocibles a distintos grados en otras sociedades y momentos históricos, se han agudizado en una última fase de la evolución de las sociedades modernizadas, como consecuencia paradójica del apogeo del igualitarismo. En efecto, las ideologías de y para la humillación –al margen de su grado de sofisticación– funcionan como una fuente de justificaciones para desmentimiento de la igualdad de derechos y oportunidades que sufren constantemente las relaciones sociales reales. Todas las modalidades de inferiorización encuentran, por esta vía, un vehículo para naturalizar una jerarquía en la distribución de privilegios y en el acceso al poder político y a la riqueza económica que los principios democráticos que únicamente en términos de autorepresentación ideal orientan la sociedad moderna nunca podrían legitimar.

Cada forma de humillación conoce varios niveles de intensidad y de elaboración. Puede basarse en un estado de opinión difuso o llegar a ser asumida como orientación básica de medidas gubernamentales o de leyes incluso presuntamente democráticas. Sus formalizaciones pueden ser fragmentarias y contradictorias, pero también pueden apoyarse en teorías que parecen sazonadas con el máximo rigor «científico». Las lógicas de la humillación pueden limitar los efectos a un desprecio y una hostilidad latentes, que desencadenan una infinidad de microincidentes cotidianos que puede que apenas llamen la atención a fuerza de ordinarios o que, en ocasiones, alcancen el rango de incidente destacable por los medios de comunicación cuando es lo bastante espectacular. Puede ser individual, o bien protagonizado por pequeños grupos o incluso masivo, como vemos en el caso extremo de los linchamientos o los progromos. Pero también puede y suele definir la política de un gobierno, institucionaliz­arse e instalarse como violencia oficial del Estado, y dar pie a auténticos programas de deportación o de eliminación física del que siempre en un primer momento tuvo que ser humillado.




Espacio púlblico y orden político


La foto es de Elena Rostunova

Fragmento de "De la ciudad concebida a la ciudad practicada", Archipiélago, 62, 2004, pp. 7-12.

Espacio público y orden político
Manuel Delgado

Cabe recordar que la asociación de lo público a aquello cuya titularidad corresponde al Estado introduce un elemento de malentendido a la hora de definir un espacio como "público", puesto que de algún modo cuestiona la propia dimensión abierta y accesible a todos que se acepta como su primera cualidad. Considerar que ha de estar supeditado a las instituciones estatales equivale a afirmar que el espacio público no es del público, sino de un orden político que se ha autoarrogado la función de fiscalizarlo e imponerle sus sentidos. En este caso, el espacio público ve desmentida su propia condición de tal, en tanto es concebido y reconocido como propiedad privada de un poder político centralizado. Si, al pie de la letra, su eventual condición pública debería hacer de un espacio dado un ámbito para las apropiaciones transitorias y en filigrana, su naturaleza legal lo postula como dependiente de una instancia de control que se considera autorizada a administrar sus empleos, restringir su acceso y distribuir significados afines a su ideología.

Es en tanto que patrimonio de la administración centralizada sobre la ciudad -la polis- que el espacio público está sometido a una casi obsesiva voluntad clarificadora. Desde esa perspectiva, las principales funciones que debe ver cumplido ese espacio público se limitan a: 1), asegurar la buena fluidez de lo que por él circula; 2), servir como soporte para las proclamaciones de la memoria oficial -monumentos, actos, nombres..., y 3), últimamente, ser sometido a todo tipo de monitorizaciones que hacen de sus usuarios figurantes de las puestas en escena autolaudatorias del orden político o que los convierten en consumidores de ese mismo espacio que usan. 

Para tales fines, la Administración trata de mantener el espacio público en buenas condiciones para una red de encuentros y desplazamientos lo más ordenados posible, así como de asegurar unos máximos niveles de claridad semántica que eviten a toda cosa tanto la ambigüedad de su significado como la tendencia que nunca deja de experimentar a embrollarse, es decir, a una exuberancia perceptual y simbólica que lo hace ininterpretable en una sola dirección. Esta preocupación por la legibilidad del espacio público es la que se traduce en todo tipo de iniciativas urbanísticas que pretenden arquitecturizarlo, que lo fuerzan a asumir esquematizaciones provistas desde el diseño urbano, siempre a partir del presupuesto de que la calle y la plaza son -o deben ser- textos que vehiculan un único discurso.

Frente a esa definición del espacio público como texto unitario se reproducen las evidencias de una apropiación ora microbiana, ora tumultuosa de ese mismo espacio por parte de sus practicantes, su condición de escenario para el incansable trabajo de la sociedad sobre sí misma. Si el espacio público politizado -en el sentido de sometido a la polis- vive bajo la obcecación por hacer de él lo que ni es ni nunca ha sido ni seguramente será -una superficie nítida, pacificada, sumisa-, el espacio público socializado asume una naturaleza permanentemente intranquila, escenario activo que es para lo inesperado, proscenio en que la excepción es casi norma y marco para una sociedad autogestionada que se pasa el tiempo tejiendo y destejiendo tanto sus acuerdos como sus luchas.

Poner el acento en las cualidades permanentemente emergentes del espacio público urbano implica advertir que éste no puede patrimonializarse como cosa ni como sitio, puesto que ni es una cosa -un objeto cristalizado-, ni es un sitio -un fragmento de territorio dotado de límites y marcas. De hecho, bien podríamos decir que es cualquier cosa menos un territorio. Sería antinómico y no puede concebirse algo a lo que llamar territorio público. El espacio urbano es -repitámoslo- sólo la labor de la sociedad urbana sobre sí misma y no existe -no puede existir- como un proscenio vacío a la espera de que algo o alguien lo llene. No es un lugar donde en cualquier momento pueda acontecer algo, puesto que ese lugar se da sólo en tanto ese algo acontece y sólo en el momento mismo en que acontece. Ese lugar no es un lugar, sino un tener lugar. Puro acaecer, el espacio urbano sólo existe en tanto es usado, que es lo mismo que decir atravesado, puesto que en realidad sólo podría ser definido como eso: una mera manera de pasar por él.





dimarts, 31 de desembre del 2024

Centro urbano y centralidad ritual

     
La foto es de Jaime Vedres

En José María García-Pablos, ed. Nombrando lo urbano, Escuela de Arquitectura, Ingeniera y Diseño, Universidad Europea, Madrid, 2016, pp. 84-85.

CENTRO URBANO Y CENTRALIDAD RITUAL
Manuel Delgado

Todo conjunto espacial maqueta un cierto orden social, ya sea deseado por una minoría social con control sobre la producción de significados, ya sea proyectado por sectores sociales subalternos que también se reconocen en un determinado paisaje urbano. Esa plusvalía simbólica atribuida a un parte de la trama urbana resulta de reconocer en ella conglomerados congruentes de símbolos en condiciones de provocar en los individuos algún tipo de reacción emocional y, en consecuencia, determinados impulsos para la acción, a la manera de una especie de reflejo condicionado culturalmente pautado. Tenemos entonces, siguiendo a Victor Turner, que la función que cumplen los espacios rituales —y un centro histórico lo es o quisiera serlo— es a la vez posicional –relativa a cuál es el lugar estructural de cada cual en relación con los demás–, conductual –cuál es el comportamiento adecuado para cada eventualidad– y emocional, es decir relativo a los sentimientos que cabe albergar ante cada avatar de la vida social, saturados como están de unas cualidades afectivas que impregnan de sentimientos gran cantidad de conductas y situaciones.

En ese contexto teórico, en un centro urbano podemos reconocer la polarización de sentido propia de los símbolos rituales. Tenemos ahí un polo sensorial, en el que el contenido está directamente asociado con la forma externa del símbolo, e nuestro caso una determinada morfología, una escenografía hecha de piedras, vías, mobiliario, actividad, ambiente... En él se acumulan elementos que suscitan recuerdos, deseos y sentimientos. Al mismo tiempo, en ese mismo espacio se conduce a la manera de un polo ideológico, que remite enérgicamente a una ordenación de normas y valores que guían la acción y la conceptualización social. De esta manera, un centro urbano yuxtapone lo que es físico —los elementos materiales que configuran el entorno y el microclima social que cobijan— con lo que es estructuralmente axiomático. Materializan lo social, al tiempo que socializan lo material. Siempre siguiendo a Turner, ponen en contacto principios éticos abstractos y estímulos sensitivos que son al mismo tiempo emocionales: las normas y valores se cargan de  emoción, y las emociones se dignifican, ya sea para institucionalizarse al servicio del orden social establecido, ya sea en orden a impugnarlo o revocarlo. De ahí, a su vez, la naturaleza, por así decirlo, pedagógica del centro urbano. En tanto reúne las cualidades de condensador simbólico, cumple una función en tanto que instrumento educativo, que imparte información acerca de las emociones de que está hecha la sociedad, es decir de aquellos que permiten mantener unidos a sus miembros o a un sector de estos. Es esa presunción teórica la que permite a Clifford Geertz evocar a Flaubert para hablar del simbolismo ritual como un elemento clave para la educación sentimental de los miembros de una sociedad, una apreciación del todo aplicable a la capacidad concomitante y evocadora que es capaz de suscitar un centro urbano para quienes lo habitan o recorren.

Esa condición múltiple como quintaesencia de la vida social, condensadores simbólicos y espacios con valor ritual es la que convierte a los centros urbanos en la arena ideal que los segmentos con contenciosos activos –de los minoritarios o marginales hasta los que consiguen congregar grandes muchedumbres– ocupan con tal de llamar la atención no sólo de los gobiernos que tienen allí su domicilio, sino del conjunto de la ciudadanía y de los medios de comunicación. Las luchas colectivas –del tipo que sea– encuentran en el centro urbano el marco idóneo en que amplificar sus contenidos vindicativos, hacer palpables conflictos cuya presencia irrumpe e interrumpe la vida ordinaria de las ciudades. Cada una de esas ocasiones demuestra cuán ficticia es la regularidad que se supone rigiendo la actividad de una ciudad, alterada por constantes espasmos de los que las fiestas ya eran anuncio y previsión. No hay metrópolis que no ofrezca un ejemplo de esa funcionalidad del centro urbano como escenario para que la sociedad se ofrezca los mejores espectáculos de sí misma, aquellos que la fiesta y su pariente mayor, la revuelta, le deparan.



divendres, 20 de desembre del 2024

Todo lugar es lugar de memoria

La foto es de Yanidel

Comentario para Tulio Argante, doctorando, enviado en marzo de 2020.

TODO LUGAR ES LUGAR DE MEMORIA
Manuel Delgado

Decir “lugar de memoria” es decir “lugar de olvido”, puesto que toda estrategia de memoria oficial lo es siempre de soslayamiento de todo lo que el poder que erige un monumento quiere olvidar y que se olvide. O sea, un “lugar de memoria” es un monumento, esto es la prueba de cómo el orden político hace por imponer sus discursos de homogeneización, centralización y control. Recuerda: para los historiadores un «lugar de memoria» es aquel punto en que se produce un retorno reflexivo de la historia sobre sí misma. Ahora bien, acaso deberíamos reconocer que un lugar sólo existe en tanto la memoria de un modo u otro lo reconoce, lo sitúa, lo nombra, lo integra en un sistema de significación más amplio. Dicho de otro modo: un lugar sólo lo es porque un dispositivo de enunciación puede pensar o decir de él alguna cosa que por él o en él es recordada, ésto es «tenida presente». Esto es algo que me hizo notar la lectura de un texto de Michel Izard sobre el reíno Yatenga de los moose, en el Oeste africano: «La scène de la memoire», en L´Odysée du Pouvoir, (EHESS).

Es lo que te explicaba en el despacho. Decir «lugar de memoria» no deja de ser entonces un pleonasmo, puesto que un lugar sólo llega a ser distinguible a partir de su capacidad para establecer correspondencias que permiten dibujar una cruz sobre la superficie del territorio en que se ubica. Son estos dispositivos los que acuerdan conceder a ciertos lugares propiedades lógicas, entre las que destaca la de una inalterabilidad más duradera que la de las palabras, los hechos o los actos a los que aparecen conectadas circunstancialmente. Lugar se entiende entonces como sinónimo de sitio, un punto que ha merecido ser resaltado en el mapa, apoteosis del territorio, lugar de la cosa, es decir accidente topográfico que se define por haber sido ocupado o estar a la espera de un objeto o entidad que lo reclama como propiedad –«un sitio para cada cosa, una cosa para cada sitio», se dice–, lugar que existe a propósito para una acción o conducta adecuada –«saber estar en su sitio»–, plasmación espacial de un determinado papel o estatuto –«poner en su sitio» a alguien; considerar «éste es mi sitio». De ahí también la noción de sitiar como acción de asediar un territorio defendido, para rendirlo o apoderarse de él. Como ha escrito Fernández de Rota en un artículo titulado "Límite y cultura: el contenido de una forma», Revista de Antropología Social, 3 (1994): "un sitio es «un espacio perpetrado de moralidad».

Estamos hablando entonces de una reificación territorial de algo o alguien que no puede ser sustituido por nada o por nadie más, marca concreta hecha sobre el espacio, un punto de calidad en el cual la ideología o los sentimientos relativos a valors sociales o personales se revelan. Esta fetichización –el «valor ritual» que Radcliffe-Brown colocara en la base misma de la moderna antropología simbólica–es la que hace del lugar un nudo, un lazo que permite resolver tanto social como intelectualmente las fragmentaciones, las discontinuidades que toda complejidad le impone tanto a la consciencia como a la percepción.

Bueno, tú léete el texto que te mando y mira a ver si te haces con algún clásico sobre la memoria. Por ejemplo, el de Jacques Le Goff, El orden de la memoria. El tiempo como imaginario. Barcelona: Paidós. O el capítulo "La liberación de la memoria", de ese prodigio que es El gesto y la palabra, de André Leroi-Gourhan (Universidad Central de Venezuela). También Paul Ricoeur, 2003. La memoria, la historia, el olvido. Madrid: Trotta.

También podrías “reforzar” tu adhesión a Halbwachs. Por ejemplo: Mazzela, Sylvie. 1996. “Le ville-mémoire. Quelques usages de La mémoire collective de Maurice Halbwachs”. Enquête, (segundo semestre): 177-190; Ramos, Ramón. 1989. “Maurice Halbawchs y la memoria colectiva”. Revista de Occidente, (setembre): 63-81; Joseph, Isaac. 1985. "Decors et rituels de la memoire collective d'apres Maurice Halbwachs". A Metamorphoses de la ville. París: Economica. ¿Tienes el número especial que le dedicó a Halbwachs la Revista Anthropos?. Es el 218. De propina, un artículo de otro amigo-maestro: Velasco, Honorio. 1994. “Sugerencias para una comprensión de la cultura como memoria”. Antropología, 8 (octubre): 123-138.



La doble función del llamado inmigrante

La foto es de Àngel García y está tomada de https://www.revista5w.com/temas/movimientos-sociales/tras-las-mantas-7747

Fragmento de Víctimas Alienígenas. El inmigrante como personaje conceptual, en Josep Tamarit, ed., Víctimas olvidadas, Tirant lo Blanch, 2010, pp. 71-86.

La doble función del llamado inmigrante
Manuel Delgado

Contrastan dos acepciones del término función. Una entidad dada puede cumplir una función en el sentido organicista –el que adopta Radcliffe-Brown–, es decir en el de la tarea productiva y dinámica que un órgano dado lleva a cabo al servicio del buen funcionamiento de una determinada morfología estructural. Pero también puede cumplir una función en el sentido lógico-matemático, es decir como relación entre variables mutuamente dependientes en el plano formal. Es en ese último sentido que Lévi-Strauss puede hablar de “función simbólica”, adoptando ese valor de la glosemática, que lo entendería en tanto que equivalente de la función semiótica o capacidad que un signo tiene de expresar un contenido inicialmente amorfo que le es externo, pero del que acaba siendo solidario. No es cosa de detenerse en la génesis de la idea de función simbólica. Digamos, sólo, que ésta remite a un determinado tipo de operaciones cuya labor, ejercida desde el inconsciente, es la de imponer formas dadas a contenidos cualesquiera, con el objetivo no de remitir unos hechos a sus causas objetivas, sino más bien de articularlos en una totalidad congruente y significativa, organizarlos de tal manera que el producto final permita integrar datos contradictorios, ordenar experiencias fragmentarias poco o nada formuladas, objetivar sentimientos confusos, etc.

Por supuesto que la función orgánica y la función simbólica no son incompatibles. Un objeto del mundo perceptible puede ser útil, e incluso fundamental, en orden al mantenimiento de una determinada estructura social, gracias a su papel en el plano tecnoecológico y tecnoeconómico, y al mismo tiempo convertirse en un instrumento al servicio de la inteligibilidad de la experiencia. El propio Lévi-Strauss proponía como ejemplo la posibilidad de que en una misma consciencia convivan, de manera no excluyente y hasta complementaria, la atribución de las causas de una guerra a los avatares de un proceso de emancipación nacional y a las maquinaciones de los traficantes de armas, es decir al mismo tiempo a motivaciones de orden simbólico-identitario y estrictamente materiales.

Así pues, el inmigrante es no sólo pieza fundamental de un sistema de producción basado en la explotación humana o una garantía para el relevo generacional, sino un auténtico personaje conceptual, en el sentido que Deleuze y Guatari sugerían para esa noción en su introducción a Qué es la filosofía. Un determinado sistema de representación genera, como el filósofo imaginario al que se refieren Deleuze y Guatari, sus propios personajes conceptuales, es decir personalidades mediante las cuales un complejo social puede pensarse a si mismo como otro, y como otro al que se encarga encarnar sus conceptos más fuertes, o acaso la fuerza misma de sus conceptos principales, vehículos al servicio de la designación no de algo extrínseco, “un ejemplo o una circunstancia empírica, sino una presencia intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad del pensamiento mismo”.

En tanto que personaje conceptual, el inmigrante representa lo heteronómico, es decir “los otros nombres”, que pueden corresponder no sólo al perfil de quien los concibe y a habla de o con ellos, sino también a su negación o su contrario. Como si el orden social y su autorepresentación encontrará en el inmigrante algo parecido a lo que Nietzsche encontraba en Zaratustra o Platón en Sócrates. Alguien con quien dialogar, aunque fuera, como en nuestro caso, en términos polémicos, es decir con quien imaginarse antagónico e incompatible. Una oportunidad para que, como escribiera Kappler sobre la relación entre monstruos y humanos en la cosmología altomedieval, “el pensamiento confraternice con su enemigo”.

Es a partir de ahí que el inmigrante puede asumir su papel no sólo como garante de la renovación demográfica o mano de obra vulnerabilizada al servicio de una estratégica economía informal, sino también como artefacto simbólico-conceptual. Ello no cuestiona que el llamado “fenómeno de la inmigración” sea sobre todo un fenómeno de explotación, al tiempo que una nueva prueba de la dependencia que las sociedades urbano-industriales tienen con respecto de los contingentes de jóvenes que no pueden dejar de atraer desde afuera; pero si que contribuye a explicar por qué ese rol objetivo de la inmigración y los inmigrantes en relación con las demandas del mercado laboral y de la lógica demográfica tenga tan poca audiencia, merezca tan escasa relevancia pública, si se lo compara con la que obtienen otros argumentos mucho más etéreos en los medios de comunicación, los discursos institucionales, los pronunciamientos militantes de cualquier signo o las apreciaciones populares. De espaldas a los datos objetivos, vemos primar por encima de todo consideraciones morales que remiten a ese orden del universo que, para bien o para mal, el Inmigrante en funciones de operador simbólico y personaje conceptual pone en cuestión.

Nada hay de incompatible entre la función socioeconómica del inmigrante y aquella otra que lo coloca entre comillas para ponerlo a significar. Al contrario: la una requiere de la otra. Aceptemos la aseveración que hace Marvin Harris cuando, retomando el debate imaginario entre Radcliffe-Brown y Lévi-Strauss, nos dice que si ciertos animales son buenos para pensar es porque antes han sido declarados buenos para comer, o, como él plantea, presentan una relación coste-beneficio práctico más favorable. Trasladando ese punto de vista a nuestro terreno, podremos afirmar que si han venido miles de extranjeros a vivir entre nosotros no es para ponerse a disposición de nuestra especulación reflexiva, sino para atender requerimientos materiales hegemónicos de la sociedad que les recibe.

Pero tales requerimientos, basados en la inferiorización masiva de una mano de obra barata, no pueden ser satisfechos sin un conjunto previo o paralelo de operaciones retóricas que han hecho de cada asalariado foráneo un inmigrante, esa figura que no tiene nada de objetiva, sino que resulta y depende de un proceso de construcción política, mediática y también popular que lo convierte en leyenda, que lo mixtifica para reconocer en él nuevas versiones de viejas figuras mitológicas, que son siempre variantes de la del “enigma venido de otro mundo”, por evocar el título español de un mítico film de serie B de los años 50. Es a través de esa transfiguración que el extranjero explotado pasa a ser el nuevo Gran Forastero: amenaza o esperanza, pero siempre alguien a quien controlar, perseguir, proteger o de quien esperar, pero nunca como lo que es, sino como lo que se imagina que es, que siempre es mucho más y otra cosa.





dimarts, 17 de desembre del 2024

Por un positivismo poético

La foto es de Yanidel https://www.facebook.com/YanidelPhotography

De una discusión sobre positivismo en el Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà en octubre de 2023

Por un positivismo poético
Manuel Delgado

A mí me apasiona esta conexión entre la antropología y las “ciencias duras”. No es solo la obra genial de Gregory Bateson y la apropiación social que hizo de la cibernética, sino el propio Lévi-Strauss y cómo aplicó las cadenas de Márkov a una visión estocástica de lo social. Recordad que era Lévi-Strauss quien escribió que la antropología debería ser una entropología, es decir una disciplina cuya función debería ser acreditar la naturaleza irreversible de ciertos procesos sociales. De todos modos, está claro que nuestra disciplina hermana, la lingüística, es un ejemplo y un modelo de ciencia social “dura” y que la antropología es, en última instancia, una ciencia de la comunicación.

Sí, cierto. Ceci tiene razón advirtiendo de esos peligros de un tipo de investigación que, de la mano de la computación, contribuya no solo a ejercer, sino también a legitimar formas de control social. Lo que pasa es que eso valdría, por desgracia, para todo tipo de conocimiento provisto desde la academia. Saber para quién, para qué, son preguntas que a veces es mejor no hacerse.

Otra cosa es lo de renunciar al positivismo. Completamente de acuerdo por lo que hace a esa versión pacata y caricaturesca del racionalismo explicativo en que se han convertido las ciencias –todas–, pero creo que es importante pasar a la contraofensiva respecto de la preeminencia de la antropología interpretativa y de la competencia desleal ejercida desde los llamados estudios culturales, con su énfasis en “los imaginarios” y en la supuesta autonomía de los hechos culturales. Esa disolución de la antropología en la retórica hermenéutica y la hegemonía de lo discursivo –que hace que acabemos representando representaciones– han implicado en buena medida un desmantelamiento del plan con que la antropología nació de constituirse en una ciencia de la observación y la descripción de lo dado, en busca de los principios que lo rigen y sus alteraciones, es decir en cómo unas cosas tienen que ver con otras y devienen algún tipo de sistema.

Porque el mundo está ahí; existe; creedme. ¿Cómo conocer la realidad ­­­­y de qué están hechos los hechos sino es generando unidades observacionales y analíticas discretas y claras? En el arranque de su Manual de etnografía, Marcel Mauss establece: "La ciencia etnológica se plantea como meta la observación de las sociedades... El etnógrafo ha de preocuparse por ser exacto, completo, debe tener el sentido de los hechos y de sus relaciones mutuas, así como el de las proporciones y las conexiones". Eso último es lo más importante: no nos interesan tanto las formas, las materias o los temas, como las energías, los empalmes y choques entre fuerzas, las densidades y las intensidades. Ello en el camino de etapas ulteriores en que nuestro conocimiento nos legitime alguna vez a establecer propiedades y procesos.

Con sus limitaciones, yo todavía creo en el positivismo científico. Es más, a veces, contemplando lo que me rodea, creo que debería ser posible un positivismo poético.


divendres, 13 de desembre del 2024

La iconoclastia islámica y el precedente Ikwhan

Camellería ikwhan

Nota para Antonio Monforte, doctorando.

La iconoclastia islámica y el precedente Ikwhan
Manuel Delgado

Lo que tenemos es que las interpretaciones sobre el fundamento antirritual y escriturista de la Modernidad no suelen tener en cuenta un aspecto: que los grandes movimientos de reforma religiosa que aplicaron violentamente el principio deuteronómico de negación del culto a los ídolos y finalmente los seguidores de Zuinglio y Calvino habían tenido su precedente más importante en las grandes revueltas antidolátricas del Bizancio de los siglos VIII y IX, y que éstas, a su vez, fueron la consecuencia de un fenómeno de contagio de la iconofobia que, inspirándose en el judaísmo, había promovido la revolución islámica del siglo VII.

El cambio en la relativa tolerancia del islam respecto del culto a las mediaciones simbólicas cambia con Ibn Taymiyya, una de las fuentes de la jurisprudencia hanbali, en el siglo XIV, que en su momento declaró una guerra a la veneración de los santos y sus tumbas, incluso la invocación del nombre del Profeta y el culto a su sepulcro. Esta línea doctrinal, conoció de la mano de Ibn Abd il-Wahhab su extremo no sólo el antisacramentalismo musulmán ortodoxo, sino que representó la más radical intolerancia hacia las formas externas de piedad, en todos los sentidos equiparable a la los revoltosos calvinistas europeos de los siglos XVI y XVII. Es más, fue el wahabismo que más decididamente practicó la iconoclastia, sobre todo en cuanto a las prácticas devocionales tradicionales en las zonas bajo su control doctrinal. Por ejemplo, el odio hacia los shiis se concretaba en el rechazo a sus peregrinaciones, puesto que toda peregrinación es shirk o politeísmo. 

De hecho los wahabíes toman Kerbala en 1802 y destruyen el templo de Imam Husain. Eso explica los atentados hasta ahora mismo a lugares de culto chiitas, a los que se acusa de idólatras. Pero los wahabíes también atacan los lugares de adoración suníes. Por ejemplo, a finales de los años 20 los wahabitas emprendieron en la misma Arabia una campaña de destrucción de tumbas de imanes y santos musulmanes, destruyeron la tumba de Fátima, hija de Mahoma o prohibieron la adoración en los templos lo que condujo a prohibir las lápidas en las mezquitas.

De hecho, luego de conseguida su independencia como reino en 1932, el gobierno de Arabia Saudí no ha cesado hasta ahora la destrucción de lugares sagrados. En 1998, se allanó la tumba de la madre de Mahoma, Amina Bint Wahb. La casa de Khadija, esposa de Mahoma, se ha convertido en unos lavabos públicos. La casa de Abu Bakr, el primer califa y padre de Aisha, la última mujer de Mahoma, estaba donde ahora se levanta el Hotel Hilton. Se planeo incluso la demolición de la montaña Al Nour, donde está la cueva en que Mahoma recibió las primeras revelaciones. Ese proceso de destrucción de lugares santos del Islam en La Meca solo se ha detenido relativamente en 2005 como consecuencia de las presiones internacionales en pro de la conservación del patrimonio cultural árabe. De hecho, el 95 % de los edificios antiguos de La Meca han sido demolidos. De todos modos, no sé cómo está el tema, pero en septiembre se reanudaron los planes para destruir la tumba de Mahoma en La Meca y trasladar el cuerpo del Profeta a una tumba anónima, última expresión de la descalificación wahabí del culto a las tumbas. 

Pero me interesa que te fijes en un precedente directo tanto de la furia iconoclasta de los talibanes como de Estado Islámico. Me refiero a una corriente del wahabismo especialmente fanática, que fue la del Ikhwan. Puedes buscar referencias donde quieras y ver el papel que tuvo en las primeras luchas por el poder en la península Arábiga en apoyo de Abdul Aziz. Fue Azid quien fundó el movimiento en 1912 a partir de tribus beduinas del Najd, aunque luego se enfrentaran a él. Luego extendieron su presencia a Transjordania, procurando no pocas de las claves que explican el conflicto actual en la zona de lo que ahora son Irak y Siria. La iconoclastia de los Ikhwan es todavía más radical que la del resto de salafitas. Son ellos que intentan en 1926 destruir la Kaaba en la Meca. Sigue la pista de ese movimiento, porque insisto en que son clave para entender muchas de las cosas que pasan en todo este asunto del "integrismo" musulmán, sobre todo en relación a la destrucción de ídolos y prácticas que consideran politeístas.

He ahi una respuesta al "misterio" que para ti significaba que el wahabismo de Estado Islámico fuera el mismo que el del regimen hashemita. No lo es. De hecho esta suerte de fascismo que encarna EI, como pasa con Al Qaeda, es heredero precisamente de Ikhwam, como lo eran —importante este precedente, que parece que nadie recuerda— quienes asaltaron la Gran Mezquita de La Meca en septiembre de 1979, episodio que se zanjó con un baño de sangre y cientos de muertos. Aquella gente lo que hacían era encarnar una especie de neowahabismo, que descalificaba la corrupción y la decadencia saudí, la monarquía como forma de gobierno, así como su vinculación a las potencias occidentales. Lo encabezaba Juhaimann Al-Utaibi, que murió en la revuelta y que se presentó como restaurador del legado del Ikhwan. En fin, que el wahabismo del que estamos hablando es un neowahabismo, un wahabismo renovado y revivido, que asume el legado del Ikhwan, entre otras cosas en su obsesión por destruir espectacularizadamente cualquier manifestación de idolatría, incluyendo la que hubiera podido sobrevivir en contextos sunificados.

Una buena referencia bibliográfica para conocer la historia y el papel del Ikhwan es el libro de Wilfred Thesiger, Arenas árabes (Peninsula).




Canals de vídeo

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