dimecres, 17 de setembre del 2025

Las masas, como ciertos dinosaurios, continúan ahí

Desalojo de Geza Park, en Estambul, en junio de 2013.
La foto es de Mstyslav Chermov


Notas para la segunda parte de la clase del 13/1/15 de la asignatura Antropología de los espacios urbanos; la última.

Las masas, como ciertos dinosaurios, continúan ahí

Manuel Delgado

Cualquier especulación que se organice en torno al concepto de "masa", por muy abstractos que sean los atributos que le asigne, nunca pierde de vista su dimensión más empírica, aquella que remite bien a las multitudes que traginan por las aceras, hilvanando una forma particular de vida social cuyo análisis continua siendo un desafío para las ciencias sociales, bien a su súbita coagulación en forma de unidades sociales cuyo comportamiento, por encima de su aspecto a veces desconcertante, insinúa la activación de profundas lógicas sociales, capaces a veces de suscitar acontecimientos históricos. La masificación de la multitud —es decir, la aglomeración durante un periodo de tiempo de transeúntes que hacen un uso intensivo del espacio urbano con fines expresivos— continua siendo no sólo un problema apasionante para quienes creen que merece la pena esforzarse en entender —evocando a Simmel— cómo es posible una  sociedad así, sino una cuestión fundamental para cualquier agenda política, que nunca podrá ignorar la naturaleza central del control sobre las calles y sobre lo que en ellas transcurre. Las masas quizás no sean ya un problema teórico para filósofos y científicos sociales, pero no hay manual militar o policial en la actualidad que no recoja un apartado destinado a su control.

Vemos, pues, que el problema sigue siendo, para los poderes y para los productores de significado a su servicio, el de las fusiones urbanas, es decir aquellas formas de vivencia radical de los colectivo que parecen dirigidas desde niveles y por necesidades que no pasan por el control de la conciencia individual ni sus determinantes éticos, ni tampoco por instancias de mediación o encuadramiento que las doten al menos a priori de argumentos racionales. Por supuesto que los individuos concurrentes, quienes han acudido a la cita, lo han hecho por motivaciones cuyo conocimiento se arroga la ciencia política; pero, una vez ahí, se ven arrastradas por urgencias compartidas cuya satisfacción puede y debe prescindir del lastre que supone, por ejemplo y para casos bien cercanos, la asunción obediente de principios universales de mediación, como  los relativos a esas llamadas "buenas prácticas de ciudadanía" con las que se ha conseguido colonizar en buena medida nuestras conciencias individuales.

Lo que Moscovici había llamado, titulando un libro suyo, la era de las multitudes todavía no ha acabado: continuamos en ella. No encontramos cada día y por doquier sino pruebas de ello. Desde las revueltas contra los gobiernos socialistas de finales de los 80 hasta las primaveras árabes y las grandes protestas de indignados de hace poco, pasando por las movilizaciones antiglobalización de principios de los 2000 o los motines en las periferias urbanas europeas o americanas, no han cesado en los últimos años los estallidos de apropiación masiva de las calles y las plazas para reprocharle a los poderes sus defectos. Su vigencia y su auge se corresponde con lo que se han dado en llamar "movimientos sociales", a los que el dialecto revolucionario había llamado hasta hace poco movimientos de masas, solo que la coincidencia debe ser matizada: los movimientos sociales no son movilizaciones, sino movimientos en un sentido literal, es desplazamientos, locomociones, coincidencias físicas, actividades en que los movilizados se mueven, se encuentran, circulan juntos, obturan vías urbanas y las hacen suyas.

En esos casos, los movimientos sociales no pueden ser sino masas, unificación de comportamientos y de acciones por parte de cúmulos humanos en movimiento. Al margen de la forma y la intensidad que asuman y de su dimensión contingente —impuesta por sus respectivos contextos, es decir por la historia—, estas ocupaciones impertinentes del espacio urbano, en cuanto han dejado de ser "cívicas", han implicado una impugnación frontal de las elites dominantes, han hecho temblar gobiernos y, en ocasiones, los han hecho caer.  El "orden público" en las calles está muy lejos de estar garantizado en las ciudades del mundo.

Ese continúa siendo el asunto que ha acompañado toda la modernidad y que sigue activo incluso después de que ésta haya sido dada por difunta y siempre como consecuencia de la agorafobia crónica de unos poderes perplejos ante la madeja infinita de códigos desconocidos que despliegan las multitudes cotidianas y el temor a las descargas de energía que se producen cuando se coagulan. Desafiantes políticamente para cualquier poder instituido y epistemológicamente para cualquier estudioso de la vida colectiva, las masas, como ciertos dinosaurios, continúan ahí.

Capítulo aparte es el de en qué forma todo lo expuesto se incorpora de algún modo a las prácticas transformadoras reales, o al menos las de quienes las animan para que lo sean. Uno puede responder a esa cuestión desde dos perspectivas. Una sería la alentada por la convicción de que merece la pena todavía volver a intentar derrocar al capitalismo y se pondría al servicio de la restauración de tecnologías de análisis y de acción que habían sido canónicas en la izquierda revolucionaria y que las últimas tendencias en lucha social parecían haber descartado por obsoletas. En este caso se pondría del lado de intelectuales como Slavoj Žižek a la hora de rescatar a Lenin del trastero teórico, en nuestro caso por lo que hace al ya mencionado segundo capítulo del ¿Qué hacer?, el relativo al viejo trabajo de masas, es decir a la importancia de ponerse al servicio de las multitudes en acción —las antiguas masas, hoy llamadas "movimientos sociales", al menos cuando pasan a la acción— para, parafraseando la consigna zapatista, mandarlas obedeciéndolas, es decir produciendo ideología, consignas, iniciativas que traduzcan su fuerza y su clarividencia en energía histórica. Otra perspectiva —acaso más sincera, secretamente compatible con la anterior—, sería la de quienes albergan serias dudas de que sea posible que, por fin, algún experimento en pos de una sociedad justa y libre —o al menos más justa y más libre— salga bien o al menos no sea un desastre. 

Ese pesimismo es, con todo, lo bastante alegremente cínico como para que no derive en pasividad y no implique abandonar los combates sociales, sino incorporarse a ellos incluso con entusiasmo, pero siempre con la sonrisa de quien lo hace porque no tiene otra cosa más importante que hacer o no quiere perder amistades. Estos últimos somos de esos a los que las multitudes nos dan de vez en cuando alguna alegría, al abrir un diario o al ir a su encuentro para mezclarse —hacer masa— con ellas.





dimarts, 16 de setembre del 2025

Memorias urbanas


Vecinos de Roquetes, en Barcelona, trabajando en las conducciones de agua para su barrio. Tomadas del documental "Històries de gent"

Artículo publicado en El País, el 3 de febrero de 2000

MEMORIAS URBANAS                           
Manuel Delgado

Dos exposiciones en y sobre Barcelona han venido a coincidir en el tiempo. Una, Passió per la ciutat, en el Palau de la Virreina, es una exaltación de la figura de Oriol Bohigas. La otra, Històries de gent, en el Centro Cívico Via Favència, hace hablar a la gente mayor del barrio de Roquetes a través de imágenes, objetos y palabras. La primera es una apología del urbanismo; la segunda –mucho más humilde, mucho más emocionante– lo es de su peor enemigo, aquello que todo urbanista quisiera ver sometido o desactivado: lo urbano.

La comparación entre ambas exposiciones lo es entre dos conceptos de la relación entre memoria y ciudad. De un lado la memoria oficial, la de las monumentalizaciones que deberían servir para lo que el propio Bohigas llamaba en Reconstrucció de Barcelona «la «homogeneidad cuantitativa y cualitativa de la ciudad..., lo que subraya la representación unitaria de la ciudad». Es decir la ciudad desconflictivizada y unificada, a la medida de un poder político que ansía hacerse con el control de un panorama social crónicamente confuso. Esa ciudad es una ciudad translúcida, dócil, cuyos habitantes se prestan sumisos y entusiastas a hacer de figurantes en una especie de superproducción hollywoodiense. La Barcelona estética, la Barcelona guay de los técnicos de imagen, la Barcelona que se subasta a las inmobiliarias, la Barcelona disciplinada que se ciñe a las consignas de sus administradores.

Lejos del Palau de la Virreina, en Roquetes, pero también allí mismo, a sus puertas, en las mismas Ramblas, está otra ciudad: la de los viandantes y los moradores, la de las experiencias reales de gente real, una ciudad hecha de rastros y de restos, de lo hecho, imaginado o deseado por una multitud multiforme, de aspecto caótico y racionalidad oculta. Una espesa niebla a ras de suelo. Ciudad secreta, interminada e interminable, puesto que no es sino el trabajo que sin cesar la hace y la deshace. Ciudad opaca que los jerarcas y sus arquitectos no ven y que tampoco les mira.

Buscando suplir por la vía ornamental y conmemorativa sus carencias en materia de legitimidad, los planificadores han saturado Barcelona de signos que les procuran la ilusión de que la ciudad se les parece. Levantan para ello monumentos que enaltecen los mitos sagrados de la fundación, del hito histórico, del héroe cultural, de un pasado que no es pasado de nadie, ni siquiera de ellos. A la sombra de esos puntos de luz política en el embrollo urbano, indiferentes a un alto significado que no les concierne, unos amantes se besan, discurren los peatones, los jóvenes pactan citas, posan los turistas, los abuelos toman el sol, juegan niños. Usos prosaicos que desacatan el objetivo último de todo monumento, que es constituirse en polo de verdad política en un espacio público que se nutre de lo que lo altera. Se nos recuerda así que la politeia o administración de la civitas nació de la necesidad de las castas económicas, sociales y políticas de apaciguar la vida urbana, de hacer de ella lo que no es ni será nunca: un organismo congruente, un paisaje programado, sin sobresaltos, sin efervescencias espontáneas, por donde sólo transcurren las identidades que previamente se han puesto en circulación y sólo sucede lo previsto.

El control sobre lo urbano –la urbs– es aquello a lo que todo orden institucional –la polis– aspira. En el plano simbólico se confía esa tarea a los planificadores de ciudad. Creen éstos que trabajan la forma urbana y no se dan cuenta de que lo urbano no tiene forma. Es un universo polimórfico e innumerable, desbarajuste autoorganizado, suma móvil de expresividades no pocas veces espasmódicas. Cohesionado, pero incoherente. Dicen que la ciudad es un texto que se puede leer. Es posible. Lo urbano en cambio no. Lo urbano es ilegible, puesto que es el resultado de códigos que se adaptan sobre la marcha a incontables mensajes cruzados. De espaldas a la inexistente comunidad política, la colectividad urbana, masas y seres que ajenos a lo concebido, se entregan sin sueño a lo practicado.

En la exposición de Roquetes, una barriada obrera levantada a mano por los inmigrantes, las imágenes, las cosas y las voces concretas de seres humanos concretos nos advierten de lo que ocurre a los pies de Bohigas, en esa imagen que recibe al visitante de la muestra en su honor y que presenta al arquitecto-demiurgo erguido como un gigante sobre un plano de Barcelona. Abajo, fuera de su mirada, una  inteligencia molecular hace rebosar la ciudad de otros monumentos, cada uno de ellos relativo a un momento histórico, a un encuentro al más alto nivel, a un combate incruento o terrible, a una derrota, a un levantamiento, a una catástrofe, a un milagro o una gesta, a una defensa heroica o a un adiós para siempre. Pero esos monumentos son implícitos, no aparecen en las guías ni en los planos municipales, son invisibles para quiénes no los erigieron un día. Registros escriturales polivalentes, inscripciones hechas con una caligrafía delicada pero incomprensible. Infinita superficie en que cada cual reconoce huellas propias y de otros. Lógica delirante y sabia que suma y remueve esa inmensa red que forma lo inolvidable de los vivos, lo inolvidable de todos los muertos.

Urbanistas y gestores no saben nada de toda esa humanidad al pie de la letra. Para ellos sólo cuentan sus tumbas vacías en medio de las plazas, sus estetizadas chimeneas, sus obeliscos, sus monolitos, sus grandilocuentes decorados verticales. Lo fálico de la ciudad. En cambio cada una de esas reminiscencias mínimas que hallamos en Històries de gent es un centro que, a su vez, define espacios y fronteras más allá de los cuales otros seres humanos se definen como otros en relación a otros centros y a otros espacios. Lo uterino de la ciudad.

La ciudad: unos creen que la dominan desde arriba ; los otros sencillamente, desde abajo, se apropian de ella. De un lado el despotismo del proyecto y del plan. Del otro lo múltiple, lo diseminado, lo que no se puede proyectar ni planificar. Contra un océano inconstante, contra los emplazamientos efímeros y las trayectorias en filigrana, contra los cuerpos a secas, contra ese ininteligible embrollo que se despliega ante sus ojos, las instituciones políticas ocupan los espacios urbanos e intentan sobreponerle sus nudos de sentido, los efectos ópticos que les devuelven una y otra vez su propia imagen, las coartadas que les justifican. El diseñador de ciudad está ahí para eso, para constituir las bases escenográficas, cognitivas y emocionales de una identidad política que se imponga por fin a una pluralidad inacabable de acontecimientos, ramificaciones, líneas, accidentes, bifurcaciones. Movimiento perpetuo, ballet de figuras imprevisibles, azar, rumores, interferencias..., Barcelona, el murmullo de la sociedad.



La histerización de las masas

Foto de Nikolas Giakpumidis

Apuntes de la asignatura Antropología de los espacios urbanos. Clase del 6/11/14

La histerización de las masas
Manuel Delgado

Estoy insistiendo en que no hay teoría sobre las masas como fenómeno social e histórico que se genere en el vacío, es decir de espaldas a lo que ocurre, intriga e inquieta en las calles de las ciudades en cada momento en que se elaboran. Si la muchedumbre hormigueante que se ve agitarse de ordinario ya es de por sí motivo de desasosiego –a veces, como hemos advertido, no exento de fascinación estética–, cuando se excita en forma de lo que se presenta como chusma o turba se convierte en motivo de máxima alerta y exige de las ciencias competentes que lleven a cabo su cometido de diagnosis y propuesta de terapia para ese mal social, puesto que es a una epidemia a lo que la civilización debe enfrentarse. En ese orden de cosas, una de las primeras definiciones de la multitud como hecho social alarmante es la de Gabriel Tarde. En 1890, en su La philosophie pénale, la describe como una unidad operativa y psicológica sobrevenida que funciona a partir de principios de imitación y contagio.

Al año siguiente, en 1891, aparece la que acaso sea la primera teoría sistemática sobre las muchedumbres formulada desde su apreciación en tanto que fenómeno social peligroso. Su autor es el criminólogo italiano Scipio Sighele, que, desde el nuevo derecho positivo, aborda la cuestión de la responsabilidad criminal de quienes han actuado al amparo de una multitud y compartiendo con ella una misma voluntad de causar daño, individuos que en condiciones normales y en solitario jamás hubieran acometido determinados actos violentos, incluso atroces. La clave de su conducta reside, una vez más, en las consecuencias patológicas de la desindividuación que conllevan las acumulaciones humanas. A pesar de la extraordinaria heterogeneidad de movimientos de aspecto caótico que se registran en el transcurso de su actividad, los agregados humanos "inorgánicos", como los califica Sighele, registran una unidad de acción y de propósito que no puede resultar más que de que "las particulares personalidades de los individuos que forman parte se concentran y se identifican en una sola personalidad; hay, pues, que reconocer forzosamente en la muchedumbre, aun cuando no se pueda explicar, la acción de algo que sirve provisoriamente de pensamiento común. 

Este algo es el entrar en escena las más bajas energías mentales y no puede aspirar al rango de verdadera facultad intelectual; no puede encontrarse para definirlo otro nombre sino el de alma de la muchedumbre" (La muchedumbre criminal. La España Moderna. Sighele). Para Sighele, las masas no deben ser consideradas como el precipitado de las  cualidades morales o racionales de quienes les componen, pero sí de sus afectos y pasiones, y más todavía de sus bajezas, cuya acumulación genera una fuerza que puede tener efectos devastadores. El principio resultante es entonces que la energía destructiva que desata lo que Sighele llama "la plebe reclamante" es producto de haber hallado una amplificación lo más deleznable de cada individuo interviniente.

Es en esa misma escuela italiana en la que se inscriben las teorías de Pasquale Rossi sobre el alma colectiva tal y como se manifiesta en la acción de las multitudes, l'anima de la  folla, a la que dedica el título de su obra más influyente, publicada en 1899. Rossi asume las premisas de la recién inventada ciencia psicología de las masas a la hora de definir la multitud como una formación inestable y amorfa que puede conocer exteriorizaciones patológicas graves e incluso en forma de plaga, resultado a su vez de "congenialidades morbosas". Ahora bien, esas manifestaciones salvajes corresponden a estadios bajos de desarrollo evolutivo, aquellos en los que la multitud se expresa como una entidad brutal, ignorante, cobarde, desequilibrada y sin moral. Ahora bien, la multitud puede conocer un progreso que la arranque de su barbarie y la dote de consistencia y perdurabilidad, a la vez que la convierta en creativa y altruista. Ese es el diferencial de la propuesta explicativa de Rossi, que no se se conforma con una descalificación genérica a las masas, sino que advierte en ellas una  potenciaiidad para el bien que una formación adecuada debería estimular y encauzar. Así, "epidemia, delito, no menos que acciones generosas; cultura intelectual y artística, todo puede ser materia y contenido psíquico de una multitud" (L'anima de la folla, 1904). De ahí su propuesta de una auténtica ciencia de la educación de la multitud, la demopedia.

Rossi pertenece a la genealogía italiana de la psicología de masas que inaugura Sighele, pero escribe a la sombra de la ya determinante influencia de Gustave Le Bon. Es este quien, en su La psicología de las masas (Morata), propone la que será la más influyente de las teorías para la conducta de las muchedumbres compactas que acompañan el proceso de industrialización a lo largo del siglo, en la misma línea que Sighele y Tarde de considerarlas modalidades enfermas de agrupación social en cuyo seno la autonomía humana y el sentido de la responsabilidad moral se desintegran cuando el individuo acepta incorporarse a una torbellino que puede pasar en poco tiempo del desenfreno destructor al supeditamiento ciego a una autoridad, en estados en los que la persona queda sumida en algo parecido al trance místico, al brote demente, a la hipnosis, a la estupefacción o a la ebriedad, por hacer referencia a algunas de las analogías propuestas por el propio Le Bon. Como si las fusiones sociales fueran algo así como un animal ora fiero, ora dócil, al que se debe temer y al que es preciso domesticar..., o seducir, habida cuenta de ese otro parentesco que las asocia a la mujer y al que se le atribuye lo que el discurso misógino dominante en la época considera su temperamento natural: caprichoso, superficial, veleidoso, pero siempre predispuesto a conocer arrebatos histéricos.

Freud ampliará esa visión en su célebre ensayo sobre la naturaleza en última instancia libidinosa de esa energía masiva en que se recoge "el germen de todo lo malo existente en el alma humana" (Psicología de las masas, Alianza). Frente a tal amenaza, la única cura es, sostiene La Bon, la democracia de los ciudadanos, las asambleas parlamentarias, que, a pesar de sus carencias, representan "el mejor método que los pueblos han encontrado hasta ahora para gobernarse", así como para sustraerse de las tiranías personales que las multitudes propician o a las que son propicias (185). Esa visión no dejaría de estar emparentada con la de la horda primitiva imaginada por la antropología evolucionista, recogida luego por Freud y por Engels, ni tampoco le sería ajena la noción durkheimniana de solidaridad mecánica, concebida como una reunión de “cuerpos brutos”, moléculas sociales que se mueven al mismo tiempo coordinadas por una lógica espontánea y que muchas veces se expresan de manera que podría parecer irreflexiva, que ni siquiera podría decirse que fuera una estructura social, sino más bien un tipo de cohesión basada en la similitud de los componentes del socius.

Puestos a hacer un breve repaso de las diferentes aportaciones de la psicología de masas de finales del XIX,  merece destacarse, en el contexto latinoamericano, la aportación de José María Ramos Mejía, que en 1899 publica Las multitudes argentinas, una interesante disquisición sobre el papel de las masas en la historia argentina, con un análisis pormenorizado de acontecimientos concretos como fueron la reconquista de Buenos Aires frente a la ocupación británica de 1806 y la revolución de mayo de 1810. En su desarrollo teórico Ramos Mejía asume los presupuestos de Le Bon, Sighele y Tarde a propósito de la irracionalidad endémica de las masas, pero en cambio no deja de reconocer que es al "hombre de la multitud" argentino a quien le corresponde el protagonismo trascendente y heroico en las grandes gestas patrias. La bestialización de las masas se combina con su elogio como lugar de nacimiento y residencia del espíritu de rebeldía y desobediencia que ha permitido la emancipación del continente americano. A la multitud le dedica calificativos de gran fuerza descriptiva: "contagio sagrado", "superávit de vida", "torrente", "mancomunidad de esfuerzos e impulsos pequeños, que produce resultados grandes y trascendentes", "fuerza que viene de lejos y que empuja hacia destinos que ella misma desconoce". La multitud, "el esfuerzo común, la asociación de los iguales y de los que nada pueden solos".

Es como contrapeso al desprecio y a la vez alivio al temor hacia las multitudes enervadas que vemos extenderse otro tipo de destinatario deseado para la gestión política de los grandes procesos de urbanización e industrialización: el público, entendido como conjunto congruente de individualidades privadas y  responsables que se pronuncian y hacen en relación con temas de interés compartido a partir del debate y la reflexión racionales. Es conocido el ensayo en que Jürgen Habermas (Historia crítica de la opinión pública, Gustavo Gili) levanta la genealogía de esa noción y otras emparentadas como opinión pública, como manifestaciones de una voluntad colectiva emanada del consenso deliberativo, desarrollos a su vez de la que fuera la  publicidad ilustrada, convertida ahora en funcional al servicio de la modernidad capitalista. Es esa noción de opinión pública, como expresión de la publicidad política activa a cargo de propietarios particulares que se creen autónomos y actúan como si lo fueran, sobre lo que Marx ironiza aquí y allá a lo largo de su obra, viéndola como una ficción, la quimera republicana que urge desenmascarar, puesto que la autonomía burguesa no encarna la libertad humana, sino, al contrario, su límite.




divendres, 5 de setembre del 2025

Estructura y función en la sociedad de las aceras

La foto es de Yanidel

Notas enviadas a los estudiantes de la materia Antropologia dels espais urbans del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB, el 2 de octubre de 2014.

Estructura y función en la sociedad de las aceras
Manuel Delgado

En la clase continué defiendo en que consistiría esa antropología de los espacios urbanos, entendida como una antropología de los espacios de y para lo urbano, tal y como lo definimos en la clase anterior a partir de Henri Lefebvre. En realidad no estaríamos hablando de una variante de antropología ecológica cuyo nicho serian las calles. El asunto central para una antropología de las calles lo constituiría una animación social en buena medida automática, compuesta mayoritariamente por lo que el interaccionismo llama los avatares de la vida pública, es decir el conjunto de agregaciones casuales que se forman y se diluyen continuamente, reguladas por normas conscientes o inconscientes, con frecuencia no premeditadas, niveles normativos que se entrecruzan y se interponen, traspasando distinciones sociales u órdenes culturales más tradicionales. Un objeto de conocimiento como ese plantea problemas ciertamente importantes en orden a su formalización, precisamente por estar constituido por entidades que mantienen entre sí una relación que es, por definición, endeble. Es más, que parecen encontrar en ese temblor que las afecta el eje paradójico en torno al cual organizarse, por mucho que siempre sea en precario, provisionalmente.

Os llamé la atención acerca de que en su pretensión de constituirse en la ciencia comparativa de un tipo determinado de sistema vivo –el constituido por las relaciones sociales entre seres humanos– la antropología ha seguido de manera preferente un modelo que se ha reconocido competente para analizar configuraciones socioculturales estables o comprometidas en dinámicas más o menos discernibles de cambio social, realidades humanas cuajadas o que protagonizan movimientos teleológicos más bien lentos entre estados de relativo equilibrio. En efecto, la antropología y el grueso de las demás ciencias sociales han venido asumiendo la tarea de analizar, así pues, estructuras, funciones o procesos que de modo alguno podían desmentir la naturaleza orgánica, integrada y consecuente que se les atribuía.

A pesar de ello, nada impide continuar insistiendo en la validez de axiomas como los que han venido sosteniendo la gran tradición de la antropología social europea. De acuerdo con ello, la tarea de la ciencia social continúa siendo la de explicar, en el sentido de que se trata de poner de manifiesto cómo unos hechos –y sus propiedades– están en relación con otros hechos –y con sus propiedades– y cómo esa relación entre hechos y propiedades puede ser reconocida como constituyendo un sistema, por muy inestable que sea. Las hipótesis remiten a ese objetivo. Otra cosa es que estemos en condiciones de elaborar leyes, lo que requeriría aceptar que cualquier generalización empírica obtenida pueda verse –y se vea de hecho– constantemente distorsionada por excepciones que advierten de la presencia de un orden de fluctuaciones activado y activo en todo momento.

Por otra parte, el en tantas ocasiones denostado principio funcionalista no deja de encontrar, en ese contexto definido por la presencia de unidades sociales muy inestables, un ámbito en que reconocer sus virtudes, puesto que en él puede apreciarse de forma privilegiada no sólo cómo funciona un orden societario, sino el esfuerzo de sus componentes por mantenerlo a flote, luchando como pueden contra lo que de improviso se ha revelado como la naturaleza quebradiza de toda estructuración social.

Las implicaciones epistemológicas del espacio urbano como objeto de observación, descripción y análisis antropológicos deben partir de que la actividad que en él se produce se asimila a las formas de adaptación externa e interna que Radcliffe-Brown atribuía a todo sistema social total en su introducción a Estructura y función en la sociedad primitiva (Península). La matriz teórica del viejo programa estructural-funcionalista no pierde vigencia y debería poder ramificar su propia tradición hacia el estudio de las coaliciones peatonales, es decir la asociación que emprenden de manera pasajera individuos desconocidos entre sí que es probable que nunca más vuelvan a reencontrarse.

La definición que Radcliffe-Brown propone de proceso social se antoja especialmente adecuada para tal fin: “Una inmensa multitud de acciones e interacciones de seres humanos, actuando individualmente o en combinaciones o grupos.” El tipo de sociedad que resulta de la actividad humana en espacios urbanos cumple, en cualquier caso, los requisitos que, según Radcliffe-Brown, deberían permitir reconocer la presencia de una forma social. Tenemos ahí, sin duda, una ecología, un nicho o entorno físico al que amoldarse, no sólo constituido por los elementos morfológicos más permanentes –las fachadas de los edificios, los elementos del mobiliario urbano, los monumentos, etcétera–, sino también por otros factores mudables, como la hora, las condiciones climáticas, si el día es festivo o laboral y, además, por la infinidad de acontecimientos que suscitan la versatilidad inmensa de los usos –con frecuencia inopinados– de los propios viandantes, que conforman un medio ambiente cambiante, que funciona como una pregnancia de formas sensibles: visiones instantáneas, sonidos que irrumpen de pronto o que son como un murmullo de fondo, olores, colores..., que se organizan en configuraciones que parecen condenadas a pasarse el tiempo haciéndose y deshaciéndose.

También hay ahí una estructura social, pero no es una estructura finalizada, sino una estructura rugosa, estriada y, ante todo, en construcción. Nos es dado contemplarla sólo en el momento inacabable en que se teje y se desteje y, por tanto, nos invita a primar la dimensión dinámica de la coexistencia social sobre la estática, por emplear los términos que el propio Radcliffe-Brown nos proponía. En esa simbiosis constante puede encontrarse, en efecto, normas, reglas y patrones, pero estos son constantemente negociados y adaptados a contingencias situacionales de muy diverso tipo. Vemos producirse aquí una auténtica institucionalización del azar, al que se le otorga un papel que las relaciones sociales plenamente estructuradas asignan en mucha menor medida.

Existen principios de control y definición, como los que nos permitirían localizar una estructura social, sólo que, a diferencia de los ejemplos que Radcliffe-Brown sugería –la relación entre el rey y su súbdito o entre los esposos–, el control es débil y la definición escasa. Podríamos decir que la vida social en lugares públicos se caracteriza no tanto por estar ordenada, como por estar permanentemente ordenándose, en una labor de Sísifo de la que no es posible conocer ni el resultado ni la finalidad, porque no le es dado cristalizar jamás, a no ser dejando de ser lo que hasta entonces era: específicamente urbana, es decir, organizada a partir y en torno a la movilidad.

Por último, y para acabar de cumplir el repertorio de cualidades propuesto por Radcliffe-Brown a la hora de abordar científicamente lo social, tenemos ahí una cultura, en el sentido del conjunto de formas aprendidas que adoptan las relaciones sociales, en este caso marcadas por las reglas de pertinencia, asociadas a su vez a los principios de cortesía o urbanidad que indican lo que debe y lo que no debe hacerse para ser reconocido como concertante, es decir sociable. Ello se traduce, es cierto, en valores sociales y presiones institucionales. Ahora bien, esos valores y esas presiones se fundan en el distanciamiento, el derecho al anonimato y la reserva, al mismo tiempo que, porque los interactuantes no se conocen o se conocen apenas, los intercambios están basados en gran medida en las apariencias, por lo que los malentendidos y las confusiones son frecuentes.

Por descontado que la sociedad urbana, en tanto que asunto discernible desde las ciencias sociales, está dotada –como hubiera reclamado Radcliffe-Brown– de estructura y función. Existe en el espacio urbano una estructura, en el sentido de una morfología social, una disposición ordenada –en buena parte autoordenada, cabría matizar– de partes o componentes, que son personas, entendidas como moléculas indivisibles que ocupan una posición prevista para ellas –pero revisable en todo momento– en un cierto organigrama relacional y que se vinculan entre sí de acuerdo con normas, reglas y patrones. Éstos no están nunca del todo claros, de modo que se han de interpretar y con frecuencia inventar en el transcurso mismo de la acción. Por supuesto que a esa forma social viva le corresponde un sistema de funciones, es decir una fisiología social, cuya tarea es mantener conectada la estructura de ese orden –ciertamente relativo, inacabado e inacabable– con un cierto proceso.

Tenemos también ahí auténticas instituciones, puesto que la calle es sin duda una institución social, en el sentido de un tipo o clase distinguible de relaciones e interacciones. En este caso, al espacio urbano se le asignan tareas estratégicas en la conformación de las aptitudes sociales del individuo, tareas en las que se ponen a prueba las competencias básicas de cada cual para la mundanidad, es decir para la relación con desconocidos, sin contar toda la ingente cantidad de hechos sociales totales –de microscópicos a grandiosos– que la adoptan como escenario. Tanto para los individuos como para cualesquiera colectividades la calle o la plaza son proscenios en los que se desarrollan dramaturgias que pueden alcanzar valor estratégico y derivaciones determinantes. El aparente desorden que parece reinar a veces en la actividad de las aceras es, de este modo, una estructura social u ordenación de personas institucionalmente controlada o definida y en la que cada cual tiene asignado un papel o rol, por mucho que cada una de esas posiciones que cada cual ocupa se vea afectada por dosis de ambigüedad mucho mayores de las que podría experimentar en otro contexto.

Traje a clase algunos materiales que ilustraban cómo se habían aplicado este tipo de perspectivas: dos libros William H. Whyte, Whyte, William H. 1985. Rediscovering the Center (Doubleday) y The Social Life of Small Urban Spaces, (Projet for Public Spaces), así como Analyzing Social Settings, de John Lofland y Lyn H Lofland (Wadsworth). Insistí en mostraros a Erving Goffman como el referente teórico fundamental en los estudios sobre sociabilidad pública y traje para que hojearais Sociologías de la situación, (La Piqueta); La presentación de la persona en la vida cotidiana (Amorrortu) y Los momentos y sus hombres (Paidós). Para insistir en la idea de lo urbano, os lei algunos párrafos de El derecho a la ciudad, de Lefebvre (Península). También algunos párrafos de Mi corazón al desnudo, de Baudelaire (Melusina).


dimecres, 27 d’agost del 2025

La festa com a mort i resurrecció de la societat

La foto prové de Cultura Sitges i no hi figura autoria

Programa de la Festa Major de Sitges, agost 2025

La festa com a mort i resurrecció de la societat
Manuel Delgado

Per entendre el significat de la festa i la seva funció social cal desfer-se del pintoresquisme que la fa veure com una realitat amable que expressa una identitat col·lectiva. A la festa, i al conjunt de la cultura popular, amagats darrera el seu aspecte entranyable i inofensiu, batega la naturalesa esquinçada i crispada de tota convivència col·lectiva, conformada per segments amb identitats i interessos incompatibles entre sí. Totes les festes coven en realitat l’expressió de conflictes al si de la societat o, més aviat, de la societat com a conflicte. D’aquí que l’univers festiu aporti tota mena de dramatúrgies basades en l’agressió real o simulada contra éssers vius o que representen la vida —animals, ninots, individus disfressats— o la destrucció d’alguna cosa, la presència d’entitats malignes o la teatralització d’enfrontaments entre bàndols reals o imaginaris.

I és que la festa sempre implica algun vessant de bel·ligerància, una guerra, encara que la guerra sigui de caramels o de tomàquets. Això és així perquè la festa i la guerra estan fetes d’una mateixa substància i, en certa mesura, exerceixen funcions similars a l’hora d’explicitar la dimensió polèmica de les relacions al si d’una comunitat, entre comunitats i de les comunitats amb el poder. Aquest continu entre la violència incruenta festiva i la violència real troba idèntica evidència en les revoltes, les insurreccions o els motins populars. Tota festa és bullanga.

Però aquest esclat de violència simbòlica i no lesiva –tot i que de vegades ho sigui– també fa l’espectacle d’una altra cosa. Fa surar tensions implícites a la societat i també adverteix de la possibilitat del recurs a la força real per resoldre-les, tot i que ho fa limitant-se a fer-ho «de mentida». Però, a més, la festa representa sovint una mena d’apocalipsi, que és la de la fi del món, al mateix temps que una evocació del seu moment d’eclosió inicial. Les festes informen de la naturalesa traumàtica de la inauguració de la societat, l’esplendor terrible i genial del seu primer pas en el temps, el seu part dolorós.

Gairebé totes les societats es pensen a si mateixes com a resultat d’una descàrrega de violència instauradora i es mantenen amb vida gràcies al fet que periòdicament tenen cura de recrear aquest moment magnífic en què d’un caos creador va emergir un cosmos creat. Aquesta és la funció de les festes d’arravatament i rauxa: indicar el final i el començament d’un cicle, com correspon a una concepció no lineal sinó cíclica de la història. D’aquí la seva reiteració i que ens passem la vida celebrant festes o esperant-les. Tota festa és una manifestació de l’etern retorn, l’espectacle de la seva pròpia mort i resurrecció. Cada cert temps, la societat ha de esclatar i reviscolar de les seves cendres per alliberar-se del desgast que pateix com a resultat del pas del temps i l’acció dels humans. Aquesta és la tasca que les festes de desori assumeixen: recordar-nos que nosaltres morim, però la societat de la qual formem part perdura perquè elles, les festes, s’encarreguen de renovar-la periòdicament.

La festa està per fer-nos-en memòria de qui som i que, com a societat, i que, com a societat i com escrivia en Salvat-Papasseit, per tornar a néixer necessitem morir. El que la festa ens diu —i entenem i aprenem sense saber-ho— és que el desgavell que desencadena és l’abolició momentània de l’ordre social, però no el seu oposat, sinó el seu requisit, perquè aquest trasbals generalitzat que proclama és el que bressola qualsevol organització de la societat. El que l’excés festiu posa en escena és el domini provisional de les potències de la confusió i la disbauxa, sobre les quals finalment s’imposa triomfant un ordre social figurat com nou de trinca. Les festes mantenen viva la flama sagrada de la violència que construeix, destrueix i reconstrueix qualsevol món social possible.







dilluns, 25 d’agost del 2025

Una sociedad de miradas


La foto procede de fdpp.unblog.fr

Fragmento de La No-ciudad como ciudad absoluta, conferencia en el curso "La arquitectura de la no-ciudad", en el Museo de Navarra de Pamplona, el 4 de marzo de 2003. Lo publucó la revista que dirigiera Félix Duque, Sileno, 14-15 (diciembre 2003): 123-131.

Una sociedad de miradas
Manuel Delgado

El espacio urbano, en el sentido que propusiera Henri Lefebvre, es espacio absoluto de y para el discurso y la acción sociales, posibilidad pura de reunir, escenario para un intercambio comunicacional generalizado y arena para que la interacción humana lleve a cabo su trabajo de producción ininterrumpida e interminable de lo social. Expresa la quintaesencia misma de todo espacio como potencialidad, como lo que Kant y a partir de él Simmel habían conceptualizado como “posibilidad de juntar”. Recuerda las palabras de Georges Perec en Especies de espacios (Montesinos): “Me gustaría que hubiera lugares estables, inmóviles, intangibles, intocados y casi intocables, inmutables, arraigados; lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios: Mi país natal, la cuna de mi familia, la casa donde habría nacido, el árbol que habría visto crecer (que mi padre habría plantado el día de mi nacimiento), el desván de mi infancia lleno de recuerdos intactos... Tales lugares no existen, y como no existen el espacio se vuelve pregunta, deja de ser evidencia, deja de estar incorporado, deja de estar apropiado. El espacio es una duda: continuamente necesito marcarlo, designarlo; nunca es mío, nunca me es dado, tengo que conquistarlo”.

La molécula de ese espacio –espacio urbano como espacio de lo urbano– es sólo lo que en él se mueve, su protagonista, es una figura al mismo tiempo simple y compleja: el transeúnte. Es simple, puesto que se trata de una entidad sin identidad, masa corpórea con rostro humano que ha devenido unidad vehicular. Compleja, porque es capaz de abandonarse a formas extremadamente complicadas de cooperación automática con otros como él, que pueden llegar a ser miles. Para definir y describir la práctica ordinaria de este personaje anónimo –el peatón que se traslada de un punto a otro de la trama de una ciudad– Michel de Certeau recurrió a categorías como trayectoria o transcurso, a fin de subrayar como el uso de la vía pública por parte de los viandantes implica la aplicación de un movimiento que convierte un lugar supuesto como sincrónico en una sucesión diacrónica de puntos recorridos. Una serie espacial de puntos es sustituido por una articulación temporal de sitios. Ahora, aquí; en un momento, allá; luego, más lejos.

Jean-François Augoyard, en un texto fundamental (Pas à pas. Essai sur le cheminement quotidien en milieu urbain, París, Seuil, 1979), nos habló de esta actividad diagramática –líneas temporales que sigue un cuerpo que va de aquí a allá– en términos de enunciaciones peatonales o también retóricas caminatorias. Caminar, nos dice, viene a ser como hablar, emitir un relato, hacer proposiciones en forma de deportaciones o éxodos, de caminos y desplazamientos. Caminar, nos dice, es también pensar, hasta el punto de que todo viandante es en cierta manera una especie de filósofo, abstraído en su pensamiento, que –a la manera de los filósofos peripatéticos clásicos; o de lo que Epíceto denomina ejercicios éticos,  consistentes en pasear y comprobar las reacciones que se van produciendo durante el paseo; o del Rousseau de las Ensoñaciones de un paseante solitario– convierte su itinerario en su gabinete de trabajo, su mesa de despacho, su taller o laboratorio, el artefacto que le permite trabajar. Todo caminante es un cavilador, rumia, barrina, se desplaza desde y en su interior. Andar es, por último, también transcurrir, cambiar de sitio con la sospecha de que, en realidad, no se tiene. Caminar realiza la literalidad del discurrir, al mismo tiempo pensar, hablar, pasar.

El paseante hace algo más que ir de un sitio a otro. Haciéndolo poetiza la trama ciudadana, en el sentido de que la somete a prácticas móviles que, por insignificantes que pudieran parecer, hacen del plano de la ciudad el marco para una especie de elocuencia geométrica, una verbosidad hecha con los elementos que se va encontrando a lo largo de la marcha, a sus lados, paralelamente o perpendicularmente a ella. El viandante convierte los lugares por los que transita en una geografía imaginaria hecha de inclusiones o exclusiones, de llenos y vacíos, heterogeniza los espacios que corta, los coloniza provisionalmente a partir de un criterio secreto o implícito que los clasifica como aptos y no aptos, en apropiados, inapropiados e inapropiables. Y eso lo hace tanto si este personaje peripatético es un individuo o un grupo de individuos, como si, como pasa en el caso de las movilizaciones, es una multitud de viandantes que acuerdan circular y/o detenerse de la misma manera, en una misma dirección y con una intención comunicacional compartida.

Esa espacio –el espacio urbano– es un ámbito para la exhibición constante y generalizada. Es en cierto modo una sociedad de miradas. Quienes la recorren – y  que no pueden hacer otra cosa que recorrerla, puesto que no es sino un recorrido– basan su copresencia en una visibilización máxima, exposición en un mundo superficial –al pie de la letra, esto es hecho de superficies– en que todo lo que está presente de se da a mirar, ver, observar, es decir, de todo lo accesible a una perspectiva móvil, ejercida durante y gracias a la motilidad. Sentir y moverse resultan sinónimos, en un espacio de corporeidades que se abandonan a un ejercicio casi convulsivo de inteligibilidad mutua. En ese terreno cuenta, ante todo, lo observable a primera vista, lo intuido o lo insinuado mucho más que lo sabido. Consenso de apariencias y apreciaciones que da pie a una construcción social de la realidad cuyos materiales son comportamientos observables y observados, un flujo de conductas basadas en la movilidad cuyos protagonistas son individuos que esperan ser tomados no por lo que son, sino por que parecen, o mejor, por lo que pretenden parecer. Lo visto –eso de lo que se configura la sociedad urbana o no-ciudad–  no tiene propiamente características ni objetivas ni subjetivas, sino más bien ecológicas, puesto que son configuraciones materiales y sensibles –acústicas, lumínicas, térmicas–, algunas de las cuales son permanentes –ya estaban ahí, predispuestas por el plan urbano–, pero otras muchas son tan mutantes como la vida urbana misma.

De estos accidentes ambientales, algunos son naturales, como los que resultan de los cambios horarios, estacionales, meteorológicos. Otros son producto de las actividades ordinarias –los ires y venires cotidianos– o excepcionales –celebraciones, manifestaciones, revueltas– que transcurren –en el sentido literal del verbo– por las calles. Buena parte de esas actividades son previsibles y confirman la presunta naturaleza de la ciudad como establecimiento que los políticos administran y los técnicos diseñan. Otras, en cambio, parecen desmentir la posibilidad misma de proyectar institucionalmente un espacio sacudido en todo momento por todo tipo de eventualidades. La no-ciudad es –para brindar una ilustración– lo que logra fotografiar Harvey Keitel en Smoke, la película de Wyne Wang sobre un estanco en Greenwich. Cada mañana, a las ocho en punto, el estanquero dispara su cámara sobre un mismo punto –la esquina en que se encuentra su tienda. El sitio es el mismo, pero es distinto cada vez; los peatones que atraviesan el encuadre fijo, las pregnancias lumínicas o climáticas que varían día a día, lo diversifican de manera incontable.

La no-ciudad es lo que difumina la ciudad entendida como morfología y como estructura. En ella en cualquier momento se pueden conocer desarrollos imprevistos. Espacio de la aceleración máxima de las reciprocidades y de la multiplicidad de actores y de acciones, es esa región abierta en la que cada cual está con individuos que han devenido, aunque sólo sea un momento, sus semejante; una posibilidad realizada; espacio potencial que existe en tanto que diferentes seres humanos se abandonan en él y a él a la escenificación de su voluntad de establecer una relación, ya sea ésta frágil o intensa, molar o molecular, aunque se base en una inicial mutua indiferencia. Su condición heterogenética es el resultado de que las codificaciones nacen y se desvanecen constantemente en una tarea innumerable. Lo que luego queda no son sino restos de una sociabilidad naufragada constantemente, nacida para morir al poco, y para dejar lo que queda de ella amontonándose en una vida cotidiana hecha toda ella de pieles mudadas y de huellas. Alrededor del viandante sólo está el tiempo y sus despojos, metáforas que ya no significan nada, pero que quedan ahí, evocando para siempre su sentido olvidado.



diumenge, 24 d’agost del 2025

Contra la babosidad multicultural

Festa de la Diversitat a Sabadell, 2013

Nota para Emmanuela Imbrighi, estudiante del máster de Antropología y Etnografía de la UB, enviada en marzo de 2014

CONTRA LA BABOSIDAD MULTICULTURAL 
Manuel Delgado

Aborrezco casi todo lo que leo o escucho sobre "multiculturalismo". Me ponen enfermo las llamadas a "comprender al otro", las constantes llamadas al virtuosismo que implica la "educación a la ciudadanía"... Detesto profundamente lo que podríamos llamar el rollo "multiculti", esa ideología meliflua, afectada e hipócrita de gente satisfecha de clase media que se cree que puede distribuir lecciones de ética desde su falso compromiso con los "inmigrantes" y las gentes de "otras culturas". 

Todo eso me recuerda tanto la denuncia feroz de Nietzsche contra toda teoría de los valores, en la que no hay más que el molde para nuevos conformismo y nuevas sumisiones. Toda la genealogía nietzscheniana es, en ese sentido, geneología de los valores, es decir arqueología de los argumentos que protegen e inmunizan lo dado por supuesto de la crítica. En concreto, esa pieza fundamental de la filosofía “a martillazos” de Nietzsche que es es El Anticristo, se conforma toda ella como un desenmascaramiento de las distintas formas aplicadas del “buen corazón”, esa especie de salivilla repulsiva que se escapa de la comisura de los labios de los exhibicionistas de la bondad, que afirman combatir la miseria ajena pero que hacen lo posible por conservarla y multiplicarla, puesto que al fin y al cabo viven de y por ella. Nada más malsano, nos dirá Nietzsche, que ese culto a la pobreza y al fracaso que hay tras la misericordia cristiana, cuya variante laica actual sería lo que algunos etiquetan con el eufemismo “solidaridad”.

Nietzsche -cita el Anticristo- despreciaba “aquella tolerancia que todo lo ‘perdona’ porque todo lo ‘entiende’” “¡Antes vivir en medio del hielo que en medio de las virtudes modernas y otros vientos del sur!”, dice en la primera páginas del libro. Creo que las cosas no han cambiado demasiado. No me digas que no. Hoy, peores que los racistas son los virtuosos del diálogo entre culturas, de la cooperación entre pueblos, los cultivadores afectados de la “apertura al otro”, todos aquellos que se refugian en ciertas ONGs dedicadas a suplantar a los humillados.

De la actual tolerancia humanitarista Nietzsche podría decir lo mismo que de aquella que le tocó contemplar en su tiempo y denunciar en El Anticristo: que para ella “abolir cualquier situación de miseria iba en contra de su más profunda utilidad, ella ha vivido de situaciones de miseria, ha creado situaciones de miseria con el fin de eternizarse”.

Me da asco. El racismo es hoy, en efecto, ante todo “tolerante”. La explotación, la exclusión, el acoso..., todo eso aparece hoy disimulado bajo melifluas invocaciones a las nuevas palabras mágicas con que calmar la rabia y la pasión –diálogo, diversidad, solidaridad...–, en liturgias en que los nuevos déspotas pueden exhibir su generosidad. Vigencia absoluta, por tanto, del desprecio de Nietzsche hacia esa babosidad cristianoide que ama revolcarse en la resignación y la mentira y que no es más que falso compromiso o compromiso cobarde. Porque ese discurso multicultural que proclama respeto y comprensión no es más que pura catequesis al servicio del Dios de la pobreza, de la desesperación, de la cochambre; demagogia que elogia la diversidad luego de haber desactivado su capacidad cuestionadora, de haberla sustraído de la vida.


dimecres, 20 d’agost del 2025

La antropologia interpretativa en la actualidad

Paul Ricoeur

Apartado final de la entrada "Antropología interpretativa" en Andrés Ortiz-Oses y Patxi Lancerós, eds. Diccionario de hermeneútica, Universidad de Deusto, Bilbao, 1997, pp. 57-67.

LA ANTROPOLOGÍA INTERPRETATIVA EN LA ACTUALIDAD
Manuel Delgado

La totalidad de expresiones derivadas de aquello que Apel llamó la «transformación semiótica del kantismo» han acabado recalando, explícitamente o no, en la problemática, tal y como la inaugura Heidegger y la desarrolla luego Gadamer, de las condiciones que hacen posible o no el conocimiento a partir de un yo conocedor. El dasein o ser-allí heideggeriano se ha convertido en el "estar allí" de Geertz en sus disquisiciones sobre lo autorial en literatura etnográfica de El antropólogo como autor. Junto con Gadamer, aunque distanciándose de él al reconocer una dimensión del ser que trasciende el lenguaje, ha sido Paul Ricoeur el filósofo que más ha influenciado en el panorama general de la antropología interpretativa. El paso fundamental que llevó la idea de símbolo propia de la antropología simbólica al que manipula la actual antropología interpretativa incluyendo en su ala más radical a los antropólogos posmodernos se debió precisamente a la capacidad que tuvo la concepción ricoeuriana de metáfora de romper con la oposición entre pensamiento y acción que había impuesto el neopragmatismo de Geertz, que se empeñaba en mantener la vieja identificación utilitarista entre símbolo y estrategia. La teoría de Ricoeur sobre la metáfora y el símbolo superaba también la discusión que la antropología británica había conocido a propósito de la racionalidad, al tiempo que descalificaba la pretensión, ampliamente mantenida desde todas las variantes del empirismo anglosajón, de que existía una dimensión expresiva o connotativa de la metáfora cuya función era no sólo extrainstrumental, sino también extradenotativa, y que se reducía sus tareas a las meras de evocación y ornamentación figurativa.

El razonamiento de Ricoeur de que toda metáfora pertenece al discurso lo que llama «metáfora de la oración» , que se mantiene en tensión con el significado literal a través de la estructura de la oración, abría nuevas posibilidades a la exégesis de costumbres o prácticas culturales hasta entonces concebidas como de racionalidad enigmática o inverosímil. La interpretación metafórica destruía el comentario literal al arrastrarlo a una contradicción, que era, a su vez, generadora de significado y, por ello, predicativa, fuente de mundo. Ese método hermeneútico de Ricoeur, basado en las relaciones dialécticas entre entendimiento, explicación y comprensión, así como la idea de que todo acto comunicativo posée una contenido propositivo y una fuerza ilocucional, han resultado fundamentales en la antropología social de la dos últimas décadas. El camino que recorre Victor Turner desde su militancia en la escuela funcionalista de Manchester a la antropología de la experiencia y la pefomance que elabora tomando como base a Dilthey, pasa sin duda por Ricoeur. 

La idea de que la determinación de lo útil exige el concurso de una mediación simbólica, fundamento de la crítica de Sahlins al materialismo cultural del que había sido él mismo transfuga, está abiertamente inspirada en la manera como Ricoeur vincula palabra, significado y acción. Quienes heredaron de Turner el liderazgo intelectual en Chicago, como James W. Fernández, llevaron su asimilación de la hermeneútica ricoeuriana a reclamar para la antropología el estatuto de tropología, es decir de modalidad de la retórica, consagrada al conocimiento o explicación de los tropos o «palabras apropiadas ausentes». Se han de destacar incluso intentos serios de sintetizar la hermeneútica de Ricoeur con enfoques sugeridos desde el estructural-marxismo tanto filosófico –Althusser– como antropológico –Meillassoux, Godelier–, así como desde cierta historiografía culturalista de inspiración no menos marxiana –Thompson, Williams–. Entre nosotros, ese descubrimiento de Ricoeur por parte de la escuela lisoniana ha provisto de trabajos de indudable valor, como los debidos a María Cátedra, Frigolé, Joan Prat, Zulaika o Sanmartín, entre otros.

En una segunda fase de su evolución intectual, Ricoeur distinguió el símbolo de la metáfora, al atribuir al primero un origen prelingüístico y al resituar dialécticamente, a partir de tal condición extrasemántica, las relaciones entre naturaleza y cultura, un tipo de conclusión a la que Mary Douglas ya había llegado desde presupuestos neodurkheimnianos en su Símbolos naturales, pero todavía más afín a la antropología estructural y su teoría del pensamiento simbólico como metalenguaje, es decir como dominio en que los significados no significaban ya el signo, como sucede en el nivel semiológico convencional, sino la significación misma. En efecto, ese concepto ahistórico y arreferencial del símbolo, que lo señalaba como consecuencia de una economía del pensamiento, era resultado de la recuperación que en cierto momento hizo Ricoeur del objetivismo lingüístico de Saussure, lo que suponía tenderle una mano a aquel "kantismo sin sujeto trascendente" que el filósofo atribuía a Lévi-Strauss. Como es sabido, el autor de El pensamiento salvaje no se condujo con reciprocidad con respecto a la afirmación de Ricoeur de que "nunca podrá hacerse hermeneútica sin estructuralismo", y no quiso aceptar la invitación a ampliar su sintaxis a una semántica que se interesase por los contenidos. Por otra parte, el distanciamiento o epoché husserliano era difícilmente compatible con el estatus epifenoménico que Lévi-Strauss asignaba al significado con respecto de la estructura.

Si Lévi-Strauss declinó la invitación de Ricoeur a extender la etnología a una hermeneútica, no puede decirse lo mismo de lo que hoy es el grueso de la antropología social y cultural. La cuestión de fondo se ha planteado en torno a si la interpretación es o no una actividad descifradora que nos permite acceder a alguna forma de realidad. Desde la hermeneútica, tal fue la presunción no sólo de Ricoeur, sino también tanto de Apel como de Habermas, y hasta puede especularse sobre si, a pesar de Vattimo, en Ser y tiempo Heidegger no participaba de una cierta voluntad reconstructi¬va, capaz de descubrir intenciones en las acciones humanas y en los actos comunicativos en general. En esa dirección es que los nuevos eclecticismos que configuran la antropología actual admiten la necesidad de una exégesis de las culturas, entendidas como textos, que no cierre la posibilidad de acceder a los significados desde otros horizontes distintos a los que constituían su fuente inmediata. Eso supone que, al margen de los proyectos liquidacionistas de la antropología que los posmodernos encarnan, la mayoría de etnólogos están por ir más allá de las intencionalidades subjetivas, y de los contextos particulares históricos y culturales a los que puede atribuirse su génesis, en tanto consideran viable una reconstrucción de las pautas que orientan las expectativas mútuas de los interlocutores en el intercambio comunicacional. Lo «real» existe, por mucho que no como hecho instrumental y objetivo, sino más bien, y como Ricoeur quería, bajo el nuevo aspecto de una polisemia hacia la que es posible proyectarse y regresar.

Tal sería la base de esa teoría hermeneútica de la cultura que la antropología social y cultural convoca a redefinir el campo semántico sobre el que opera, sin otro objeto que el de adaptarse a las dramáticas mutaciones históricas que la envuelven. Pero esa hermeneútica que la antropología asume como requisito para prolongarse y sobrevivir no concluye en un estallido de la disciplina, como los posmodernos pretenden, sino en lo que Ricoeur definía como una «nueva aprehensión del sentido por medio de un pensamiento reflexivo o especulativo», o, siguiendo ahora a Habermas, en una «comprensión de sentido que, en lugar de la observación, abre acceso a los hechos».

Esa asunción de la hermeneútica supone que la antropología social y cultural ha confesado la fragilidad de sus métodos, lo fragmentario de sus observaciones y la precariedad de cuanto pueda afirmar de los mundos que compara. Tales constataciones, que tanto comprometen la vocación que un día experimentara la antropología de devenir productora de saber nomológico, hacen de la interpretación un instrumento refundador de la disciplina, capaz de desautorizar las pretensiones del positivismo –y de la lógica de dominación a que obedece– de convertir la etnología en una más de sus prótesis operativas. Tendría lugar, con ello, un episodio parecido a aquél en que Franz Boas desmanteló otra forma de ingenuidad pseudocientífica –el evolucionismo unilineal del XIX–, haciendo posible así el alumbramiento de la antropología moderna. Esa reconversión gnoseológica de la antropología, mediante la que se reclama un lugar no marginal para la intersubjetividad, no tiene por qué significar la renuncia a lo que da sentido a una disciplina que nació y existe para dar repuesta a enigmas que la precedieron. Como en sus inicios, continúa siendo necesario y urgente el combate contra la apariencia y por dar con las tecnologías recurrentes y los esquemas inerciales que se ocultan tras la infinita multiplicidad de los acontecimientos culturales, para esclarecer de este modo el repertorio de mecanismos de que los seres humanos se han valido y se valen para pensar ese universo en que viven y que crean.



dilluns, 18 d’agost del 2025

Sobre la invenció a França de l'espai públic a la dècada de 1980

La foto es de David Bottons


Comentari enviar a Carla Rivera i a la gent d' OACU l'agost de 2025

Sobre la invenció de l'espai públic a França als anys 80
Manuel Delgado

Cada cop estic més convençut que l’espai públic s’inventa a França a la dècada dels 80 i te a veure amb la recerca d’un nou llenguatge que incorporés una dimensió cívic-moral al treball d'arquitectes i urbanistes. Parlo de la necessitat de "filosofitzar" les mutacions urbanístiques associades al gir espacial del capitalisme.

És a partir dels 70 i 80 –potser una mica abans als 60–, que apareixen a França assajos institucionalment propiciats de superació de les aproximacions en clau només territorial a les problemàtiques de reforma urbana i aporten un abordatge a aquests assumptes en termes de valors i drets. És d'agències estatals que emana una forta demanda d'estudis urbans que busquen animar la coresponsabilització dels veïns i usuaris de les transformacions morfològiques o infraestructurals que els afectaven. És llavors quan comença a circular la noció d'espai públic, que es formalitza al Programme Espaces Publics del Plain Urban, una entitat creada el 1984 pel socialista Paul Quirès, responsable del ministre de l'Urbanisme et du Logement, com a part d'un moviment a gran escala que buscava redefinir i coordinar la investigació dels professionals urbans i posar involucrats.

Puc aportar el meu testimoni personal de quin va ser el procediment de formalització teòrica que va seguir el concepte vigent d'espai públic a França, tal com el vaig viure de prop a principis dels anys 90. A l'entorn investigador i teòric generat pel programa paus Publics del Plain Urban, la direcció del qual s'encarrega a Isaac Joseph, –cito només aquells dels que vaig rebre una influència directa– Louis Quéré, Samuel Bordreuil, Grégoire Chelkoff, Jean-François Augoyard, Jean-Paul Thibaud, Pedro José García Sánchez o Daniel Cefaï. Joseph organitza dues edicions dels Col·locs de Cerisy, les de 1995 i 1999 a què assisteixen els esmentats i altres autors, que contrasten els seus punts de vista sobre la gestió dels espais públics i la construcció social de les urbanitats. Compten amb un vehicle de difusió i intercanvi d'idees a la revista Les Annales de la Recherche Urbaine, la publicació de Plain Urban, que dedica un número doble el 1992, als espais públics.

És en aquest clima intel·lectual que va emulsionant un precipitat en què s'integraven, a més d'Arendt i Habermas, relectures de Georg Simmel, de l'Escola de Chicago, del pragmatisme nord-americà, de l'etnomedologia i l'interaccionisme simbòlic, sempre al voltant de les lògiques de negociació en un espai urbà entès com espai per l’acció concertant. A més el que t’escrivia l’altre dia, l'espai públic com a espai del públic, aquesta noció que inaugura Gabriel Tarde com a oposada a la de massa i que desenvoluparà Robert Ezra Park. El públic nomena un tipus d'enllaç comunicacional constituït per individus que es comuniquen a distància i, per tant, i al contrari de les masses, de manera no fusional. També s'estava repassant com la història de la família recollia la interiorització de les normes que regeixen els vincles socials i la contenció del conflicte fora de l'àmbit domèstic. Això, més la lectura sistemàtica de Sennett i Goffman, així com la influència de l'estudi sobre el pas de la societat cortesana a la societat burgesa de Norbert Elias. Aquests són els ingredients.

Va ser així que, des de França, al llarg dels anys 90, es va estenent l'ús d'espai públic en el seu ús preferent actual, com a prosceni en què es despleguen les virtuts de ciutadania i civilitat, cosa que resultava de la conversió en problemàtica sociològica de l'imperatiu de dotar l'urbanisme d'un contingut filosòfic, contribució al servei de la pau i l’equilibri civils.




diumenge, 17 d’agost del 2025

El multiculturalismo bien temperado


Reseña de
Repensar el multiculturalismo, de  J
oe L. Kincheloe y Shirley R. Steinberg, prefacio de Mary Nash, traducción de José Real, Octaedro, Barcelona, 2000. Publicado en Cuadernos de Pedagogía, núm. 421, julio 2000.

EL MULTICULTURALISMO BIEN TEMPERADO
Manuel Delgado

Si hay un término que esta deviniendo ejemplo inmejorable de multiuso acrítico y trivialización es el de multiculturalismo. Bajo la protección que presta un valor teórico tan confuso como ese se resguardan perspectivas ideológicas absolutamente dispares, por no decir incompatibles, se articulan discursos y propuestas a veces antagónicas, que van de una vindicación ingenua de la «autenticidad» que encarnan las llamadas minorías culturales a los disfraces sútiles que adoptan las nuevas formas de racismo, ya no basadas en el concepto de raza, sino en el de cultura.

Por ello, y para aclarar un poco ese panorama habitado por todo tipo de ambigüedades y malentendidos, cabe saludar la aparición de este Repensar el multiculturalismo, cuyos autores son Joe L. Kincheloe y Shirley R. Steinberg y que aparece en la colección Repensar la Educación de Octaedro. La vocación del volumen es claramente la de, por así decirlo, reorganizar posiciones, mostrar cómo las matizaciones que afectan a los usos del multiculturalismo en el campo educativo delatan en realidad estrategias políticas, sociales y económicas de amplio espectro, casi siempre al servicio –consciente o no– de la producción y reproducción de la desigualdad humana en contextos cada vez más mundializados y abarcando los ámbitos superpuestos de la «raza», la edad, el género y la clase social.

Así pues, el libro de Kincheloe y Steinberg debe ser reconocido en función de esa voluntad de desgranar los usufructos del multiculturalismo, una suerte de manual de uso que permite reconocer las bases teóricas y los intereses particulares que se concretan en las diferentes líneas de enseñanza multicultural. De este modo, somos colocados ante una gama de opciones que quedan resumidas en cinco grandes terrenos. Por un lado, el multiculturalismo conservador, que no es en realidad ningún multiculturalismo sino una jerarquización que coloca la cultura occidental y patriarcal en el centro y la cúspide del universo de las diferencias humanas y consagra, por otras vías, las viejas pretensiones de hegemonía del hombre blanco. Junto a esa renovacion del monoculturalismo radical, el para los autores mucho más sagaz multiculturalismo liberal, que no deja de ser una variable de eurocentrismo que disuelve la evidencia de la desigualdad en todo tipo de afirmaciones retóricas sobre la universalidad de la condición humana. 

Basada en esa misma ficción de la fraternidad humana y practicando la misma abstracción respecto de las asimetrías que padecen los seres humanos de carne y hueso, damos con el multiculturalismo pluralista, que es de hecho el que mayoritariamente orienta las políticas educativas oficiales presentadas bajo la marca multicultural. Esa variable hace un elogio simplista de la diversidad cultural, pero sin dejar de escamotear las violencias y las injusticias que afectan a la inmensa mayoría de sus representantes. Otra variable del multiculturalismo sería la esencialista de izquierdas, víctima de una ilusión cándida y esquematizante de la pluralidad cultural, que asignaría virtudes naturales de verdad y franqueza a cada una de las minorías oprimidas, con lo que ello conlleva de obstáculo para la acción conjunta en pos de una sociedad más justa.

Luego de ese desglose de los multiculturalismos pervertidos o desviados, los autores nos invitan a un recorrido por lo que se afirma como el multicuturalismo bien temperado. Éste –presentado como multiculturalismo teórico– emana de una aplicación al campo de la diversidad humana de los postulados de la sociología crítica, la Escuela de Frankfurt –Adorno, Marcuse, Horkheimer–, más las tendencias neomarxistas que se agrupan bajo el sello de los llamados estudios culturales, todo con toques de ese tono habitual de la pedagogía redentorista de los discípulos de Freire. El multiculturalismo teórico concibe la heterogeneidad cultural como un factor más en la definición y orientación de los procesos sociales, la articula con las realidades concretas marcadas por la opresión y la complica en las dinámicas transformadoras que aspiran a la construcción de una sociedad cuanto más igualitaria mejor.   

La virtud y el defecto de la obra son los mismos: esa inequívoca voluntad de ofrecerse como libro de instrucciones del «buen multiculturalismo», justiciero y libertador, al servicio de la emancipación de los pobres y esclavizados y de la elevación moral de la sociedad. Ese fervor militante no deja de tener sus inconvenientes, precisamente por su escasa capacidad dialéctica, por su irremediable ingenuidad a la hora de enfrentarse con la complejidad de lo real, por el empleo acrítico que hace de sus materiales teóricos de partida, por el entusiasmo más bien místico que se agita en sus reflexiones. Una obra ésta que puede constituirse en un inmejorable útil para quiénes estén ansiosos de encontrar en las teorías esa claridad que los hechos nunca desprenderán, una herramienta que ayudará a que mejoren su labor todos aquellos que han recibido la sagrada misión de salvar a los parias de su postración actual.



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