La fotografía es de Molly Adams
Fragmento de ¿Quién puede ser inmigrante en la ciudad?, Mugak. 18 (2002), pp. 7 - 14.
Denominación de origen: inmigrante
Manuel Delgado
Lejos de la objetividad que las cifras estadísticas le presumen, el inmigrante es una producción social, una denominación de origen que se aplica, no a los inmigrantes reales, sino únicamente a algunos de ellos. A la hora de establecer con claridad qué es aquello que hay que entender como inmigrante, lo primero que se aprecia es que, como decíamos, tal atributo no se aplica a todo aquél que en un momento dado llegó procedente de fuera. En el imaginario social en vigor, inmigrante es un calificativo que se aplica a individuos percibidos como investidos con determinadas características negativas. El inmigrante ha de ser considerado, de entrada, extranjero, “de otro lugar”. Además, de alguna forma es un intruso, ya que se entiende que no ha sido invitado. Con esto se invita a olvidar que si el llamado inmigrante ha venido no ha sido, como se pretende, por causa de alguna catástrofe demográfica o por la miseria reinante en su país, sino sobre todo por las necesidades de nuestro propio sistema económico y de mercado de disponer de un ejercito de trabajadores no cualificados y dispuestos a trabajar en cualquier cosa y a cualquier precio. El inmigrante ha de ser, además, pobre. El término inmigrante no se aplica nunca a empleados cualificados procedentes de países ricos, incluso de fuera de la CEE, como Estados Unidos o Japón, y mucho menos a los miles de jubilados europeos que han venido a instalarse ya de por vida en las zonas costeras de España. Inmigrante lo es únicamente aquél cuyo destino es ocupar los peores puestos del sistema social que le acoje.
Además de ser “inferior” por el lugar que ocupa en el sistema de estratificación social, el inmigrante lo es asimismo en el plano cultural, puesto que procede de una sociedad menos modernizada -el campo, las regiones pobres del mismo Estado, el llamado Tercer Mundo...- Es, por tanto, un atrasado, civilizatoriamente hablando. Tenemos aquí, porque los inmigrantes dan pié a aquello que se presenta como minorías étnicas, lo que nunca ocurre con los que siendo también inmigrantes no pasan nunca por tales, en la medida en que proceden de países ricos. Éstos no son inmigrantes sino residentes extranjeros, y no conforman ninguna minoría étnica sino colonias. No hace falta decir que el calificativo étnico sirve para ser asignado únicamente a producciones culturales consideradas pre- o extra-modernas: un danza sufí o un restaurante peruano son “étnicos”, un vals o una pizzeria, no. Los gitanos o los senegambianos son “étnias”, los catalanes o los franceses de ninguna de las formas. Tenemos, así pues, que lo que la noción de minoria étnica permite es “etnificar” (es decir indicar la existencia de cierto tipo de minusvalía cultural) y minorizar a aquél al que se le aplica. El inmigrante suele ser también numéricamente excesivo, por lo que se le percibe como alguien que está de más, que sobra, que constituye un excedente del que hay que librarse. Finalmente, el inmigrante es también peligroso, pues se le asocia con toda clase de amenazas para la integridad y la seguridad de la sociedad que le acoge, e incluso para la propia supervivencia de la cultura anfitriona. En resumen, el llamado inmigrante va a reeditar la imagen legendaria del bárbaro: el extraño que se ve llegar a las playas de la ciudad y en el que se han reconocido los perfiles intercambiables del naufrago y del invasor.
No todos los inmigrantes, sin embargo, aparecen afectados por un mismo grado de inmigridad. El caso más extremo de extrañeidad a los países europeos sería el que afecta a los inmigrantes pobres procedentes de lo que suele designarse como “tercer mundo”, sobre todo aquellos que no han conseguido permiso para entrar y permanecer en los países de destino, es decir los “sin papeles”. Como inmigrantes se agrupan en este caso un grupo relativamente pequeño de trabajadores sin cualificar, a merced de los requerimientos más despiadados del mercado de trabajo y sin apenas derechos. A menudo este sector está situado cerca o ya dentro del territorio de la marginación. Además de ocupar los límites inferiores y más vulnerables del sistema social, a este colectivo de inmigrantes totales se le adjudicaría también la función de constituirse en chivo expiatorio, siempre dispuesto a recibir toda clase de culpabilizaciones. Un famoso libro del periodista Günter Wallraff, en el que relataba sus vicisitudes bajo la falsa personalidad de trabajador turco en Alemania, permite constatar cómo se explicita esta doble función: si en la edición alemana la obra recibía el título, aludiendo a su lugar dentro de la estructura social, de Ganz Unten, es decir “debajo de todo”, la francesa -Tétes de turc- y la española -Cabeza de turco-, remitía al papel del inmigrante como víctima propiciatoria de los males sociales. La division de los asalariados en “legales” e “ilegales” es precisamente lo que institucionalizan las leyes de extranjería, en paralelo a aquella otra, no menos brutal, entre ciudadanos nacionales, que disfrutan de todas las prerrogativas legales, extranjeros relativos, ciudadanos de otros países de la CEE o del “primer mundo” que gozan de una situación legal menos integrada pero que no sufren explotación ni rechazo porque son “extranjeros invitados”, y, en último lugar, extranjeros absolutos, a los que les son negados todos los derechos y son víctimas de todo tipo de injusticias y arbitrariedades. Si las leyes de extranjería vigentes en Europa pueden ser calificadas como abiertamente xenófobas es precisamente porque institucionalizan un orden civil basado en la separación -inscrita ya en la base misma de los modernos Estados-nación- entre incluidos y no incluidos, entre gente in y gente out, pudiendo negarles a estos últimos el derecho a la equidad ante la ley.
La operatividad simbólica del calificativo inmigrante no se restringe, sin embargo, únicamente a estos inmigrantes extremos. Por una parte los tenemos a ellos, inmigrantes cuyo status viene dado por una definición jurídica, pues son individuos que han llegado y permanecen en la ciudad en condicciones inciertas. Se trata de unos individuos que presentan niveles muy altos, incluso inaceptables, de inmigridad, y cuya función es la de estar ubicados en la banda más baja, en los límites o más allá del sistema social. Pero existe también otro tipo de inmigrantes, que pueden estar plenamente integrados social y politicamente, pero que, a pesar de ello, presentan un problema de “adaptación cultural”, es decir que tienen dificultades a la hora de vivir como los supuestos nativos. Su destino es encontrar acomodo en la banda más baja, en el límite o más allá del supuesto universo simbólico-cultural que se considera preexistente a su llegada. Se trata de grupos que han llegado desde el campo, a los que despectivamente se puede llamar “paletos”, campesinos, pueblerinos, etc. Pero, sobre todo, se trata de personas procedentes de zonas deprimidas y consideradas social o culturalmente inferiores del propio Estado.
En Europa éste es el caso de los terroni, italianos meridionales emigrados al norte; de los xarnegos o los maketos de Catalunya y el País Vasco respectivamente; de los norirlandeses católicos en Inglaterra, o de los ossis, alemanes del Este desplazados a la antigua República Federal. En todos los casos se trata de individuos cuya situación es plenamente legal y que gozan de una ciudadanía plena o casi, pero que, a pesar de ello, y a causa de sus costumbres, de su lengua o del temperamento que se les supone, pueden ser vistos como perturbadores de la integridad cultural de la comunidad receptora, incluso como una amenaza para su propia supervivencia. En este caso no puede hablarse ya de un mínimo porcentaje de la población total -entre el 1 y el 10 %-, sino que pueden suponer el 40 ó el 50 % del conjunto de la población “legal” del territorio que un grupo considera como propio de su cultura. El inmigrante no es identificado entonces como responsable de los índices de paro, de peligros para la salud publica o del incremento de la delincuencia, sino, por encima de todo, como una fuente de peligro para la existencia misma de la nación que le acoge.