La foto es de Samuel Aranda |
Artículo publicado en El País, el 20 de febrero de 1996
EL INMIGRANTE IMAGINARIO
Manuel Delgado
Buen momento éste -avances de Le Pen y ley Debré en Francia, entrada en
vigor de un insuficiente sistema de cupos aquí- para traer a colación algunas
de las consideraciones que se plantearon en el último Debat de Barcelona,
organizado por el Centro de Cultura
Contemporánea de Barcelona, a propósito de las relaciones entre ciudad e
inmigración. En él, especialistas de la talla de Isaac Joseph, Saskia Sassen,
Nathan Glazer o el colombiano Jairo Montoya, entre otros, coincidieron en
señalar las dificultades que existían a la hora de señalar quién y por cuánto
tiempo debía ser catalogado como inmigrante.
En efecto, definida por la condición heteróclita e inestable de los materiales
humanos que la conforman, las sociedades urbano-industriales sólo deberían
percibir como inmigrantes al pie de la letra a los recién venidos, aquéllos que
justo acaban de llegar luego de haber cambiado de territorio. Por lo demás, por
su naturaleza demográficamente deficitaria, las ciudades europeas tienen en la
importación masiva de habitantes su garantía de renovación y continuidad, lo
que hace que en ellas no haya, de hecho, otra cosa que inmigrantes e hijos de
inmigrantes. Todos lo somos.
La distinción del inmigrante no
se corresponde, entonces, con la de una figura objetiva, sino con la de un
personaje imaginario, lo que no desmiente sino que, al contrario, intensifica
su realidad. Lo que hace de alguien un inmigrante no es una cualidad
sustantiva, sino un atributo que le es aplicado a la manera de un estigma y un
principio denegatorio. El inmigrante es aquél que ha recalado en la ciudad
luego de un viaje, pero que, al hacerlo, no ha perdido su condición de viajero
en tránsito, sino que ha sido obligado a conservarla a perpetuidad. Y no sólo
él, sino incluso sus descendientes, que deberán arrastrar como una condena la
marca de desterrados heredada de sus padres y que hará de ellos eso que, en un
absurdo semántico, se acuerda llamar "inmigrantes de segunda o tercera
generación".
Lejos de la objetividad que
las cifras estadísticas le presumen, el inmigrante
es una denominación de origen que se aplica no a los inmigrados reales, sino
sólo a algunos de ellos, a los que se ha investido de ciertas características
negativas. El inmigrante ha de ser considerado, de entrada, extranjero, esto es "de otro
sitio", "de fuera", pero de algún modo intruso, puesto que se entiende que no ha sido invitado. El
inmigrante debe ser, por lo demás, pobre.
El calificativo inmigrante no se
aplica a empleados cualificados procedentes de países ricos. Inmigrante lo es
únicamente aquél cuyo destino es ocupar los peores lugares del sistema social
que lo acoge. Además de ser inferior
por el sitio que ocupa en el sistema de clases sociales, lo es también en el plano
cultural, puesto que procede de una sociedad menos modernizada ‑el campo, las
zonas pobres del propio estado, el Sur, el llamado Tercer Mundo...‑. Es por
tanto un atrasado. Es también
numéricamente excesivo, alguien que
está de más, que sobra, y que además se reproduce con rapidez alarmante. Por
último, es peligroso, puesto que se
la asocia a todo tipo de amenazas para la integridad y la seguridad de la
sociedad que lo recibe. Se trata, al fin, de una reedición de la leyenda del
bárbaro: el extraño al que se ve arribar a las playas de la ciudad y en el que
se reconocen los perfiles intercambiables del náufrago y del invasor.
La condición simbólica del
inmigrante se refleja en las dificultades que existen a la hora de cuantificar
su presencia. Pueden ser llamados inmigrantes
un grupo pequeño de trabajadores sin cualificar y en los límites inferiores y
más vulnerables del sistema social, cerca o dentro ya de los ámbitos de
marginación. En este caso, hablamos de un sector muy restringido, a merced de
los requerimientos más inclementes del mercado de trabajo y sin apenas
derechos, siempre en condiciones de
recibir todo tipo de culpabilizaciones. Se trata de extranjeros procedentes de
países pobres que están afectados por una dosis muy elevada de inmigridad. Se calcula que rondan el 1,5
% de la población española. Pero también pueden ser llamados inmigrantes personas en general social y
políticamente integradas, pero afectadas de un grado de ese mismo mal -la inmigridad- que se delata en su precaria
integración cultural. En este caso pueden alcanzar, como en Catalunya, casi el
50 % de la población, constituida por obreros procedentes de otras regiones del
Estado español.
Tenemos entonces que la tarea
principal que desempeña la noción de inmigrante
es la de promover un principio clasificatorio que organizaria la sociedad en
dos grandes grupos de dimensiones cambiantes: en la banda superior, los autóctonos y sus invitados oficiales,
que ocuparían los lugares preferentes del sistema de estratificación
social ; en la banda inferior, jerarquizándose en función de su orden de
llegada, los inmigrantes.
Además de esa labor
taxonómica, que legitimaría la verticalidad del sistema social asignando a cada
nivel un grado variable de foraneidad
étnica, el valor inmigrante jugaría
otra misión, también de tipo simbólico, que ya había intuído Simmel. La
ambigüedad y la indefinición de la figura del inmigrante servirían para dar a pensar todo lo que la sociedad
pueda percibir como ajeno, pero instalado en su propio interior. El llamado inmigrante está dentro, pero algo o
mucho de él ‑depende‑ permanece aún afuera. Está aquí, pero de algún modo está todavía allí, en otro sitio. O, mejor, no está de hecho en ninguno de los
dos lugares, sino como atrapado en el trayecto entre ambos, como si una
maldición le hubiera dejado vagando entre su origen y su destino.
He ahí la razón por la que, una vez más contra toda lógica semántica,
empleamos un participo activo o de presente ‑inmigrante‑ para designar a alguien que no está desplazándose ‑y
por tanto inmigrando-, sino que se ha
vuelto o va a volverse sedentario, y al que por tanto debería aplicársele un
participio pasado o pasivo ‑inmigrado‑.
El inmigrante sólo podría ver
resuelta tal paradoja lógica a la luz de una representación normativa ideal de
la que, en el fondo, él resultaría ser el garante último. Esto es así puesto
que su existencia es la de un ser aberrante e imposible que ha sido detectado
en el seno del sistema social, pero que no lo amenaza en realidad, sino que,
negándolo, le brinda la posibilidad de confirmarse. Lo hace evocando la verdad
velada y anterior de la sociedad, lo que era antes de que ellos
llegaran, y lo que continua siendo ejemplarmente, en una normalidad que la
intrusión del extraño revalida, aunque imposibilite provisionalmente su
emergencia. En resumen, el inmigrante le permite a las sociedades europeas
interpretar los desarreglos de su presente ‑fragmentaciones, desórdenes,
desalientos, descomposiciones‑ como el resultado contingente de una presencia
monstruosa que hay que mantener bajo vigilancia: la suya propia.