dilluns, 31 d’agost del 2020

El inmigrante imaginario

La foto es de Samuel Aranda

Artículo publicado en El País, el 20 de febrero de 1996

EL INMIGRANTE IMAGINARIO
Manuel Delgado

Buen momento éste -avances de Le Pen y ley Debré en Francia, entrada en vigor de un insuficiente sistema de cupos aquí- para traer a colación algunas de las consideraciones que se plantearon en el último Debat de Barcelona, organizado por el Centro de Cultura  Contemporánea de Barcelona, a propósito de las relaciones entre ciudad e inmigración. En él, especialistas de la talla de Isaac Joseph, Saskia Sassen, Nathan Glazer o el colombiano Jairo Montoya, entre otros, coincidieron en señalar las dificultades que existían a la hora de señalar quién y por cuánto tiempo debía ser catalogado como inmigrante. En efecto, definida por la condición heteróclita e inestable de los materiales humanos que la conforman, las sociedades urbano-industriales sólo deberían percibir como inmigrantes al pie de la letra a los recién venidos, aquéllos que justo acaban de llegar luego de haber cambiado de territorio. Por lo demás, por su naturaleza demográficamente deficitaria, las ciudades europeas tienen en la importación masiva de habitantes su garantía de renovación y continuidad, lo que hace que en ellas no haya, de hecho, otra cosa que inmigrantes e hijos de inmigrantes. Todos lo somos.

La distinción del inmigrante no se corresponde, entonces, con la de una figura objetiva, sino con la de un personaje imaginario, lo que no desmiente sino que, al contrario, intensifica su realidad. Lo que hace de alguien un inmigrante no es una cualidad sustantiva, sino un atributo que le es aplicado a la manera de un estigma y un principio denegatorio. El inmigrante es aquél que ha recalado en la ciudad luego de un viaje, pero que, al hacerlo, no ha perdido su condición de viajero en tránsito, sino que ha sido obligado a conservarla a perpetuidad. Y no sólo él, sino incluso sus descendientes, que deberán arrastrar como una condena la marca de desterrados heredada de sus padres y que hará de ellos eso que, en un absurdo semántico, se acuerda llamar "inmigrantes de segunda o tercera generación".

Lejos de la objetividad que las cifras estadísticas le presumen, el inmigrante es una denominación de origen que se aplica no a los inmigrados reales, sino sólo a algunos de ellos, a los que se ha investido de ciertas características negativas. El inmigrante ha de ser considerado, de entrada, extranjero, esto es "de otro sitio", "de fuera", pero de algún modo intruso, puesto que se entiende que no ha sido invitado. El inmigrante debe ser, por lo demás, pobre. El calificativo inmigrante no se aplica a empleados cualificados procedentes de países ricos. Inmigrante lo es únicamente aquél cuyo destino es ocupar los peores lugares del sistema social que lo acoge. Además de ser inferior por el sitio que ocupa en el sistema de clases sociales, lo es también en el plano cultural, puesto que procede de una sociedad menos modernizada ‑el campo, las zonas pobres del propio estado, el Sur, el llamado Tercer Mundo...‑. Es por tanto un atrasado. Es también numéricamente excesivo, alguien que está de más, que sobra, y que además se reproduce con rapidez alarmante. Por último, es peligroso, puesto que se la asocia a todo tipo de amenazas para la integridad y la seguridad de la sociedad que lo recibe. Se trata, al fin, de una reedición de la leyenda del bárbaro: el extraño al que se ve arribar a las playas de la ciudad y en el que se reconocen los perfiles intercambiables del náufrago y del invasor.

La condición simbólica del inmigrante se refleja en las dificultades que existen a la hora de cuantificar su presencia. Pueden ser llamados inmigrantes un grupo pequeño de trabajadores sin cualificar y en los límites inferiores y más vulnerables del sistema social, cerca o dentro ya de los ámbitos de marginación. En este caso, hablamos de un sector muy restringido, a merced de los requerimientos más inclementes del mercado de trabajo y sin apenas derechos,  siempre en condiciones de recibir todo tipo de culpabilizaciones. Se trata de extranjeros procedentes de países pobres que están afectados por una dosis muy elevada de inmigridad. Se calcula que rondan el 1,5 % de la población española. Pero también pueden ser llamados inmigrantes personas en general social y políticamente integradas, pero afectadas de un grado de ese mismo mal -la inmigridad- que se delata en su precaria integración cultural. En este caso pueden alcanzar, como en Catalunya, casi el 50 % de la población, constituida por obreros procedentes de otras regiones del Estado español.

Tenemos entonces que la tarea principal que desempeña la noción de inmigrante es la de promover un principio clasificatorio que organizaria la sociedad en dos grandes grupos de dimensiones cambiantes: en la banda superior, los autóctonos y sus invitados oficiales, que ocuparían los lugares preferentes del sistema de estratificación social ; en la banda inferior, jerarquizándose en función de su orden de llegada, los inmigrantes.

Además de esa labor taxonómica, que legitimaría la verticalidad del sistema social asignando a cada nivel un grado variable de foraneidad étnica, el valor inmigrante jugaría otra misión, también de tipo simbólico, que ya había intuído Simmel. La ambigüedad y la indefinición de la figura del inmigrante servirían para dar a pensar todo lo que la sociedad pueda percibir como ajeno, pero instalado en su propio interior. El llamado inmigrante está dentro, pero algo o mucho de él ‑depende‑ permanece aún afuera. Está aquí, pero de algún modo está todavía allí, en otro sitio. O, mejor, no está de hecho en ninguno de los dos lugares, sino como atrapado en el trayecto entre ambos, como si una maldición le hubiera dejado vagando entre su origen y su destino.

He ahí la razón por la que, una vez más contra toda lógica semántica, empleamos un participo activo o de presente ‑inmigrante‑ para designar a alguien que no está desplazándose ‑y por tanto inmigrando-, sino que se ha vuelto o va a volverse sedentario, y al que por tanto debería aplicársele un participio pasado o pasivo ‑inmigrado‑. 

El inmigrante sólo podría ver resuelta tal paradoja lógica a la luz de una representación normativa ideal de la que, en el fondo, él resultaría ser el garante último. Esto es así puesto que su existencia es la de un ser aberrante e imposible que ha sido detectado en el seno del sistema social, pero que no lo amenaza en realidad, sino que, negándolo, le brinda la posibilidad de confirmarse. Lo hace evocando la verdad velada y anterior de la sociedad, lo que era antes de que ellos llegaran, y lo que continua siendo ejemplarmente, en una normalidad que la intrusión del extraño revalida, aunque imposibilite provisionalmente su emergencia. En resumen, el inmigrante le permite a las sociedades europeas interpretar los desarreglos de su presente ‑fragmentaciones, desórdenes, desalientos, descomposiciones‑ como el resultado contingente de una presencia monstruosa que hay que mantener bajo vigilancia: la suya propia.


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