Fragmento de "Artivismo y pospolítica", intervención en el 1er. Simposio Internacional sobre Antropología del Conflicto Urbano, organizado por el OACU en Universitat de Barcelona, noviembre 2012. Luego apareció como artículo en los Quaderns de l'Institut Català d'Antropologia.
EL ARTIVISMO Y LA MÍSTICA CIUDADANISTA DEL ESPACIO PÚBLICO
Manuel Delgado
El arte activista se ha conducido
hasta ahora como una codificación artística de las conflictividades urbanas
actuales. Quizás haya llegado el momento de evaluar la doble voluntad que ha
venido desplegando de trascender al mismo tiempo el control hegemónico sobre el
campo de las representaciones y los modelos de arte político considerados
amortizados, en esencia los provenientes de la tenida por obsoleta tradición
marxista. Pero la cuestión a plantearse, en
efecto, quizá no radique en los resultados del arte político posmoderno, sino
en su propio origen y la deuda que tiene contraída con una serie de
perspectivas que apostaron desde el principio por renunciar al valor definitorio
del concepto de clase social y lo que
significaba la lucha política como lucha no sólo de movimientos, sino también y
sobre todo de posiciones. El artivismo ha venido formulando desde su inicio
como parte de una vindicación de que el espacio público se transformara en lo
que el proyecto de la modernidad había prometido que sería, como si el espacio
público hubiera sido usurpado y desnaturalizado y tuviera que ser desvelado en
su verdad oculta o mancillada.
Todo ello, como se puede comprobar, en la línea doctrinal democraticista de esa fase histórica que autores como Rancière, Žižek o Mouffe han conceptualizado como pospolítica, en esencia desfondamiento de lo político y desarticulación de las divisiones ideológicas clásicas. También es cosa de examinar no sólo estas conexiones que el artivismo presenta en su génesis y funciones, sino la naturaleza de sus propias promesas de –por plantearlo en el más bien oscuro dialecto que emplea su dogmática– "diversificar antagonismos", "hacer proliferar los sujetos políticos", "provocar nuevas subjetividades", "generar flujos imaginativos", "crear nuevas herramientas cognitivas" "configurar máquinas expresivas donde las subjetividades se reconfiguran"...., mucho más que en modificar estructuras sociales o animar y preparar una toma popular del poder incluso para deshacerse de él, objetivos estos menospreciados o incluso ridiculizados en nombre de una concepción lúdica y multicolor de la desobediencia social.
Todo ello, como se puede comprobar, en la línea doctrinal democraticista de esa fase histórica que autores como Rancière, Žižek o Mouffe han conceptualizado como pospolítica, en esencia desfondamiento de lo político y desarticulación de las divisiones ideológicas clásicas. También es cosa de examinar no sólo estas conexiones que el artivismo presenta en su génesis y funciones, sino la naturaleza de sus propias promesas de –por plantearlo en el más bien oscuro dialecto que emplea su dogmática– "diversificar antagonismos", "hacer proliferar los sujetos políticos", "provocar nuevas subjetividades", "generar flujos imaginativos", "crear nuevas herramientas cognitivas" "configurar máquinas expresivas donde las subjetividades se reconfiguran"...., mucho más que en modificar estructuras sociales o animar y preparar una toma popular del poder incluso para deshacerse de él, objetivos estos menospreciados o incluso ridiculizados en nombre de una concepción lúdica y multicolor de la desobediencia social.
A diferencia de las viejas creaciones
artísticas al servicio de la agitación y propaganda política y de clase, el
arte activista, en nombre de una pretendida adaptación a las condiciones
impuestas por la nueva etapa posfordista del capitalismo, abdica de cualquier
principio de encuadre ya no organizativo sino ni siquiera ideológico y se
entrega al servicio de la agenda de movimientos sociales circunstanciales,
reclamando una fantástica democracia real de la que un mítico espacio público
debería ser materialización. De hecho, los últimos grandes movimientos civiles
que han conocido algunos países industrializados y que postulan la democracia
como antídoto al capitalismo –15M en España, #YoSoy132 en México, MANE chileno
u Occupy Wall Street en Estados Unidos– no son sino la apoteosis de esta
festivalización generalizada de la protesta que el arte activista presagiaba. Estas
colosales performances que han sido las ocupaciones de las plazas –de las que
no siempre se reconoce su deuda con las "revoluciones de colores" de
los países del antiguo bloque socialista– han funcionado como auténticas
superproducciones artivistas que han hecho suyo el proyecto pospolítico de
superación de la lucha de clases en función de lo que aparentan nuevos
paradigmas, pero que no son sino variaciones del viejo republicanismo burgués,
para el que el espacio público no sería otra cosa que la espacialización física
de uno de sus derivados conceptuales: la llamada sociedad civil.
No nos encontramos con otra cosa
que con la escenificación de la perspectiva de las corrientes posmarxistas que
apuestan por un aumento de la participación y la autogestión y que reclaman una
continua activación de la ciudadanía al margen de la política formal y como
fuente permanente de fiscalización y crítica de los poderes gubernamentales y
económicos en aras de una agudización de los valores abstractos de la
democracia. El objetivo final ya no es la conformación de un bloque histórico,
ni convertirse en punto de referencia teórico y práctico, ni cultivar la lucha
ideológica, ni suscitar bases orgánicas para la transformación social, sino más
bien potenciar el espacio público como escenario programático y dramático de y
para las grandes virtudes cívicas. Es en conexión con este sustrato teórico que
las propuestas artivistas se proponen una redefinición del concepto de esfera
pública, para la que se reclama su emancipación de su titularidad estatal para
transmutarse en marco natural de y para la reificación de la democracia. Esta
dilucidación destinada a resignificar y redignificar la idea de espacio público
y rescatarlo de su pecado original como espacio burgués por excelencia, es
precisamente la misma que el ciudadanismo de izquierdas ha reclamado,
presumiendo que es posible encontrar aquello que el idealismo democrático de la
pequeña burguesía siempre ha anhelado: una superación e incluso una
deslegitimación del viejo encuadre sindical y político de clase. Esta dinámica reconstituyente del universalismo democrático a la que el
artivismo quiere contribuir no expresa un anhelo de futuro, sino más bien lo
contrario: la nostalgia de la mitológica ágora democrática de la que hablan las
actualizaciones de la filosofía política kantiana debidas a Hannah Arendt,
Reinhardt Koselleck o Jürgen Habermas, y ya conducidas a sus máximos niveles de
impaciencia y radicalidad, de los Negri, Hardt, Virno, Lazzarato, etc.
objeciones aquí planteadas no son
ni nuevas ni originales. Antes al contrario, se reclaman deudoras de la perspicacia
al respecto que demostró Wolfgang Harich al reprobar el neoanarquismo que
habían alumbrado las grandes movilizaciones estudiantiles de finales de los 60
del siglo pasado, en las páginas de un libro que merecería de sobras ser
redescubierto hoy: la Crítica de la
impaciencia revolucionaria (Crítica). Harich reconocía en aquel contexto
inmediatamente posterior a la derrota de las revueltas del 68, los peligros del
nuevo voluntarismo anarquista, que se convertía en cómplice objetivo del reformismo
al desviar las energías revolucionarias hacia un apoliticismo inerme, abocado
al cultivo de protestas meramente retóricas. De esa deriva responsabilizaba en
buena medida a los teóricos de la Escuela de Frankfort, que habían conseguido
generar un precipitado doctrinal en el que el trasfondo ideológico liberal se
disfrazaba con todo tipo de estridencias de apariencia radical, ocupadas en la
denuncia de cuestiones periféricas que no constituían motivos de alarma o
preocupación real para el sistema capitalista, cuyas estructuras esenciales no
se veían denunciadas y menos todavía amenazadas. En esa línea, se acababa
elevando –caricaturizaba Harich– la desinhibición sexual o la "gamberrada
rockera" a la categoría de acción revolucionaria. Es ahí que el autor de Comunismo sin crecimiento brinda como
ejemplo de ese tipo de distracción pseudorevolucionaria la proliferación de
performances, incluyendo a aquella que, en 1969, rodeara a Adorno de jovencitas
en topless en una intervención del maestro en la Goethe Universität de Frankfurt,
todas ellas militantes de la Außerparlamentarische Opposition, la APO, a
la que no hace mucho alguien ha señalado como precursora directa de las
movilizaciones indignadas de los últimos años.
Flashmobs, perfomances,
improvisaciones, irrupciones, interrupciones... La cuestión no es la de
preguntarse si este nuevo campo de experimentación formal es o no es arte, sino
si es o no es revolución o menos contribución efectiva a una superación real
del sistema capitalista. El artivismo quizás no ha hecho sino explicitar una
concepción de la acción política no como generadora de procesos y estructuras,
sino como una antología de estallidos creativos, una especie de suite de
momentos brillantes y sorprendentes o acaso una gran comedia de situación, una
colosal sitcom. La modesta agitación
y propaganda se ha visto sustituida por un nuevo estilo de arte político que se
presenta con la pretensión de rasgar la realidad cotidiana cuando lo que hace
es quizás sólo elevar la fiesta sorpresa a la altura al mismo tiempo de forma
de lucha y de género artístico.
¿Hasta qué punto han alcanzado
objetivos los intentos artísticos por generar canales diferenciados y entornos
paralelos, ajenos a los tradicionales? No se trata de compartir la inquietud
ante un eventual fracaso, sino, al contrario, de preguntarse si acaso su éxito,
es decir su generalización como modelo para la protesta, no ha contribuido a
rasgos nada esperanzadores de las formas actuales de movilización social, como
son su débil consistencia, su falta de perseverancia y su dificultad crónica a
la hora de definir lo colectivo. En paralelo, ya no es cosa de planteare si ha sido o sería posible zafarse de la
abducción ejercida desde los grandes marcos de producción y distribución de
cultura, sino si el artivismo ha contribuido a una atenuación de los efectos
cuestionadores del combate social, como
consecuencia de una excesiva dependencia de unos medios de comunicación atentos
sólo a la acción cuando asume la forma de show y si se han aprovechado
demasiado de la virtud multiplicadora, pero también banalizante, de las nuevas
redes sociales.
Parafraseando lo que Pierre
Bourdieu dijera un día a propósito del pensamiento crítico, bien cabría establecer
que un arte realmente crítico ha de empezar por una crítica de los fundamentos
económicos y sociales más o menos inconscientes del arte crítico. En este orden de cosas, de lo que se trata es de
emplazar al activismo artístico a aplicar sobre sí mismo su implacable vocación
crítica y a enfrentarse honestamente con sus propias contradicciones y
paradojas, para establecer si, una vez reconocidas, continúa defendiendo la
eficacia de esta tipología artística como instrumento de denuncia del contexto
en que se produce. El dilema formulado tanto desde la creación artística como
desde la discusión teórica se moverá seguramente entre dos extremos: el más optimista
se mantendrá leal a la convicción de que los nuevos formatos artísticos y el
arte público más militante pueden aportar algo a los combates sociales,
trascendiendo los muros físicos y morales que imponen las instituciones y
mezclándose con el universo real que pretende cambiar; el más escéptico dudaría
de la viabilidad de tal huida y apuntaría la sospecha de que el artivismo ha
extendido el triunfo de lo fácil también al campo de las luchas sociales y de
que, parafraseando ahora un célebre poema de Maiakowski, su barca ha terminado
rompiéndose contra aquella misma vida cotidiana que aspiraba a romper.