Procesión de la Mare de Deu dels Dolors en Burriana, en 2006. Está tomada de elperiodic.com. |
Fragmento de "Cuadro de insolidaridad de fe en un grupo de matrimonios manchegos emigradas a Barcelona", comunicación presentada en las IV Jornadas de Etnología de Castilla-La Mancha, Albacete, 26-28 de septiembre de 1986, publicada en actas por la Junta de Comunidades de Castilla-La Macha, Albacete, 1987, pp. 309-317.
ANTICLERICALISMO Y DIVISIÓN SIMBÓLICA DE LOS SEXOS
Manuel Delgado
En
el grupo estudiado, efectivamente las esposas corroboraban la regla de la
hegemonía femenina en relación con lo sagrado. Todas ellas eran piadosas en
grado variable. Aunque no asistieran en algunos casos a misa como hábito,
visitaban periódicamente la Iglesia y eran las responsables de los objetos de
culto religioso presentes en lugares visibles de la casa : evocaciones
míticas (la Santa Cena, el crucifijo en el dormitorio, etc.) y cultos
devocionales predilectos (Sagrado Corazón, Virgen del Carmen, Santa Lucía,
etc.), a los que se podían añadir devociones particulares adecuadas a
circunstancias como la inevitable existencia de algún hijo o pariente en
situación de paro, lo que justificaba la exposición de imágenes de San
Pancracio en todas las casas que se visitaron.
Y
aquí aparecía uno de los rasgos más aparentemente paradójicos del resultado
global de nuestra encuesta. Frente a la sincera y profunda religiosidad de las
mujeres, los esposos se reconocían radicalmente antirreligiosos, en el sentido
de que afirmaban desconfiar visceralmente de la Iglesia como institución y en
los curas, de los que podían afirmar que “eran los culpables de todo”; sentían
un total rechazo por cualquier cosa que “oliera a sotana”. Eran absolutamente
ateos y repetían que “la religión no era más que una sarta de mentiras”. Por
descontado que eran también abundantemente blasfemos y no requerían de ninguna
excitación especial para aludir a los objetos más apreciados del repertorio
sacro o del panteón en los términos más insultantes y despectivos posibles.
Ello
venía a conformar un cuadro conyugal aperplejante, que cuestionaba afirmaciones
como las de Leach (1978, pág. 93) cuando señalaba la existencia generalizada de
“solidaridad de fe entre los esposos en familias católicas”. Pero si este
divorcio en materia de sentimientos religiosos entre cohabitantes maritales
resultaba sorprendente, más aún lo resultaba el que ello no pareciera implicar
ningún tipo de desavenencia grave en la relación, a pesar de la radicalidad de
la división. Es más, se consideraba en cierto modo previsible la existencia de
una situación de esta índole, como si el mantener una experiencia de vida y
unas expectativas compartidas fuera por completo compatible con sostener
ideologías religiosas diametralmente opuestas. En efecto, los esposos no
parecían especialmente preocupados porque sus mujeres estuvieran tan
comprometidas con un ambiente que en apariencia les repugnaba y, de igual modo,
las esposas no se sentían tampoco inquietas, ni siquiera molestas, por la
permanente sacrofobia de sus cónyuges. Por otra parte, las desavenencias en el
campo de las opiniones sólo se producían en ese territorio, ya que en todos los
otros, el de la política por ejemplo, la comunión era casi total.
También
resultaban igualmente chocantes otros aspectos de la relación de los miembros
de la pareja con lo sagrado. De esta manera, a los maridos no parecían
importarles demasiado la proliferación de estampas o iconos religiosos en su
domicilio. En algún caso observamos la colocación en la puerta principal de
grabados del Sagrado Corazón. De una forma desconcertante los esposos
reconocían que se sentirían contrariados si sus hijos o nietos contrajeran
matrimonio civil o no recibieran el bautismo. Más raro resultaba aún el que, en
algún caso, nos constara que en ese tipo de ceremonias los interrogados, como
una forma de lealtad a su blasonado anticlericalismo, permanecieran en el atrio
sin penetrar en el recinto de la iglesia mientras se llevaba a cabo el
protocolo ritual.
Por
su edad, estos individuos tuvieron conocimiento y de algún modo participaron en
el conjunto de hechos históricos que culminaron trágicamente en la Guerra Civil
Española de 1936-1939. En relación con uno de sus aspectos más estremecedores,
el de la persecución iconoclasta que llevó a la destrucción furiosa de objetos,
locales e imágenes de la religión y a la eliminación física de numerosos
sacerdotes, las personas con las que trabajamos mantenían posturas opuestas.
Las esposas condenaban como monstruoso el furor anticlerical. Los maridos, aun
considerando “excesivas” ciertas manifestaciones de violencia antieclesial, se
mostraban “comprensivos” ante el fenómeno, arropándolo en racionalizaciones de
tipo político que no costaría demasiado mostrar como secundarias frente a otras
de tipo inconsciente.
Hasta
aquí lo observado. De lo que se trata es, en una primera instancia, de
reconocer que muchos de los elementos que concurren en esa observación serían
trasladables a otras realidades culturales parecidas, siempre dentro de la
cultura popular o de las clases subalternas españolas. Nosotros, por ejemplo,
podríamos aportar un buen número de ejemplos procedente del área catalana en
que se verifica el mismo tipo de cuadro de insolidaridad de fe matrimonial. Lo
que ocurre es que la religión o la religiosidad popular, como se prefiera, han
sido estudiadas exhaustivamente en tanto que la forma de ser religiosamente de
los segmentos no poderosos de la sociedad, pero que en esos estudios no se ha
contemplado más que las filias, sin dar cuenta ni reconocer que ese paisaje se
caracteriza para una parte poblacional importante, sobre todo del sexo
masculino, mucho más por su fóbica virulencia anticlerical que por su piedad.
Cabe
decir, pues, que la sacrofobia, en cualquiera de sus manifestaciones (la antirreligiosidad,
el anticlericalismo, la blasfemia, la iconoclastia, etc.), cuando se produce en
el marco de la praxis popular en relación con lo sagrado es también religiosidad
popular. Es más, se trata sin duda de uno de sus aspectos más intrigantes, como
lo es también la propia insolidaridad de fe conyugal, acaso la raíz genética
que puede dar cuenta de ese anticlericalismo popular del que no pocas veces se
remarca su pretendida “irracionalidad”.
No
se trata todavía de aventurar ninguna hipótesis definitiva, ni de precipitarnos
especulando explicaciones que recompongan el orden lógico en que los
comportamientos sacrofóbicos resulten comprensibles. Se trata, por ahora , de
reconocer que el estatuto simbólico que la cultura asigna a la Iglesia, al
clero y a la religión practicada (que no es forzosamente la de los teólogos)
aparece con mucha frecuencia asociado con la distribución simbólica del poder
entre los sexos y con el papel que juegan estratégicamente sus componentes y
objetos en procesos cuya interiorización individual se pronostica frágil :
la socialización sexual de los niños y los adolescentes y la incorporación y la
lealtad de los varones respecto del sistema familiar de procreación.
Dicho
de otra forma, la manía antirreligiosa se dirige contra todo aquello que la religión y la iglesia simbolizan. Lo que
simbolizan en el marco cultural amplio de las sociedades ibéricas y en el seno
de las clases subordinadas está constantemente concomitando con lo que se
entiende son los hombres y son las mujeres y las formas simbólicas de que se vale
la cultura para institucionalizar su diferenciación y el reparto de roles entre
unos y otros. Esto es así hasta el punto que el odio contra la iglesia y el
clero puede ser posiblemente una forma desviada de odio y de desacuerdo contra
el poder que representan y ejercen en nombre esencialmente de la mujer en la
esfera privada, y de la comunidad social en la esfera pública a pequeña escala.