dimecres, 6 de maig del 2020

Anticlericalismo y división simbólica de los sexos


Procesión de la Mare de Deu dels Dolors en Burriana, en 2006. Está tomada de elperiodic.com. 

Fragmento de "Cuadro de insolidaridad de fe en un grupo de matrimonios manchegos emigradas a Barcelona", comunicación presentada en las IV Jornadas de Etnología de Castilla-La Mancha, Albacete, 26-28 de septiembre de 1986, publicada en actas por la Junta de Comunidades de Castilla-La Macha, Albacete, 1987, pp. 309-317.

ANTICLERICALISMO Y DIVISIÓN SIMBÓLICA DE LOS SEXOS 
Manuel Delgado

En el grupo estudiado, efectivamente las esposas corroboraban la regla de la hegemonía femenina en relación con lo sagrado. Todas ellas eran piadosas en grado variable. Aunque no asistieran en algunos casos a misa como hábito, visitaban periódicamente la Iglesia y eran las responsables de los objetos de culto religioso presentes en lugares visibles de la casa : evocaciones míticas (la Santa Cena, el crucifijo en el dormitorio, etc.) y cultos devocionales predilectos (Sagrado Corazón, Virgen del Carmen, Santa Lucía, etc.), a los que se podían añadir devociones particulares adecuadas a circunstancias como la inevitable existencia de algún hijo o pariente en situación de paro, lo que justificaba la exposición de imágenes de San Pancracio en todas las casas que se visitaron.

Y aquí aparecía uno de los rasgos más aparentemente paradójicos del resultado global de nuestra encuesta. Frente a la sincera y profunda religiosidad de las mujeres, los esposos se reconocían radicalmente antirreligiosos, en el sentido de que afirmaban desconfiar visceralmente de la Iglesia como institución y en los curas, de los que podían afirmar que “eran los culpables de todo”; sentían un total rechazo por cualquier cosa que “oliera a sotana”. Eran absolutamente ateos y repetían que “la religión no era más que una sarta de mentiras”. Por descontado que eran también abundantemente blasfemos y no requerían de ninguna excitación especial para aludir a los objetos más apreciados del repertorio sacro o del panteón en los términos más insultantes y despectivos posibles.

Ello venía a conformar un cuadro conyugal aperplejante, que cuestionaba afirmaciones como las de Leach (1978, pág. 93) cuando señalaba la existencia generalizada de “solidaridad de fe entre los esposos en familias católicas”. Pero si este divorcio en materia de sentimientos religiosos entre cohabitantes maritales resultaba sorprendente, más aún lo resultaba el que ello no pareciera implicar ningún tipo de desavenencia grave en la relación, a pesar de la radicalidad de la división. Es más, se consideraba en cierto modo previsible la existencia de una situación de esta índole, como si el mantener una experiencia de vida y unas expectativas compartidas fuera por completo compatible con sostener ideologías religiosas diametralmente opuestas. En efecto, los esposos no parecían especialmente preocupados porque sus mujeres estuvieran tan comprometidas con un ambiente que en apariencia les repugnaba y, de igual modo, las esposas no se sentían tampoco inquietas, ni siquiera molestas, por la permanente sacrofobia de sus cónyuges. Por otra parte, las desavenencias en el campo de las opiniones sólo se producían en ese territorio, ya que en todos los otros, el de la política por ejemplo, la comunión era casi total.

También resultaban igualmente chocantes otros aspectos de la relación de los miembros de la pareja con lo sagrado. De esta manera, a los maridos no parecían importarles demasiado la proliferación de estampas o iconos religiosos en su domicilio. En algún caso observamos la colocación en la puerta principal de grabados del Sagrado Corazón. De una forma desconcertante los esposos reconocían que se sentirían contrariados si sus hijos o nietos contrajeran matrimonio civil o no recibieran el bautismo. Más raro resultaba aún el que, en algún caso, nos constara que en ese tipo de ceremonias los interrogados, como una forma de lealtad a su blasonado anticlericalismo, permanecieran en el atrio sin penetrar en el recinto de la iglesia mientras se llevaba a cabo el protocolo ritual.

Por su edad, estos individuos tuvieron conocimiento y de algún modo participaron en el conjunto de hechos históricos que culminaron trágicamente en la Guerra Civil Española de 1936-1939. En relación con uno de sus aspectos más estremecedores, el de la persecución iconoclasta que llevó a la destrucción furiosa de objetos, locales e imágenes de la religión y a la eliminación física de numerosos sacerdotes, las personas con las que trabajamos mantenían posturas opuestas. Las esposas condenaban como monstruoso el furor anticlerical. Los maridos, aun considerando “excesivas” ciertas manifestaciones de violencia antieclesial, se mostraban “comprensivos” ante el fenómeno, arropándolo en racionalizaciones de tipo político que no costaría demasiado mostrar como secundarias frente a otras de tipo inconsciente.

Hasta aquí lo observado. De lo que se trata es, en una primera instancia, de reconocer que muchos de los elementos que concurren en esa observación serían trasladables a otras realidades culturales parecidas, siempre dentro de la cultura popular o de las clases subalternas españolas. Nosotros, por ejemplo, podríamos aportar un buen número de ejemplos procedente del área catalana en que se verifica el mismo tipo de cuadro de insolidaridad de fe matrimonial. Lo que ocurre es que la religión o la religiosidad popular, como se prefiera, han sido estudiadas exhaustivamente en tanto que la forma de ser religiosamente de los segmentos no poderosos de la sociedad, pero que en esos estudios no se ha contemplado más que las filias, sin dar cuenta ni reconocer que ese paisaje se caracteriza para una parte poblacional importante, sobre todo del sexo masculino, mucho más por su fóbica virulencia anticlerical que por su piedad.

Cabe decir, pues, que la sacrofobia, en cualquiera de sus manifestaciones (la antirreligiosidad, el anticlericalismo, la blasfemia, la iconoclastia, etc.), cuando se produce en el marco de la praxis popular en relación con lo sagrado es también religiosidad popular. Es más, se trata sin duda de uno de sus aspectos más intrigantes, como lo es también la propia insolidaridad de fe conyugal, acaso la raíz genética que puede dar cuenta de ese anticlericalismo popular del que no pocas veces se remarca su pretendida “irracionalidad”.

No se trata todavía de aventurar ninguna hipótesis definitiva, ni de precipitarnos especulando explicaciones que recompongan el orden lógico en que los comportamientos sacrofóbicos resulten comprensibles. Se trata, por ahora , de reconocer que el estatuto simbólico que la cultura asigna a la Iglesia, al clero y a la religión practicada (que no es forzosamente la de los teólogos) aparece con mucha frecuencia asociado con la distribución simbólica del poder entre los sexos y con el papel que juegan estratégicamente sus componentes y objetos en procesos cuya interiorización individual se pronostica frágil : la socialización sexual de los niños y los adolescentes y la incorporación y la lealtad de los varones respecto del sistema familiar de procreación.

Dicho de otra forma, la manía antirreligiosa se dirige contra todo aquello que la religión y la iglesia simbolizan. Lo que simbolizan en el marco cultural amplio de las sociedades ibéricas y en el seno de las clases subordinadas está constantemente concomitando con lo que se entiende son los hombres y son las mujeres y las formas simbólicas de que se vale la cultura para institucionalizar su diferenciación y el reparto de roles entre unos y otros. Esto es así hasta el punto que el odio contra la iglesia y el clero puede ser posiblemente una forma desviada de odio y de desacuerdo contra el poder que representan y ejercen en nombre esencialmente de la mujer en la esfera privada, y de la comunidad social en la esfera pública a pequeña escala.
  




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