La foto es de Kenneth Hines |
Fragmento del artículo "El murmullo en el jardín y el rugido en el bosque", publicado en el nº 5 - 2005 de Quaderns-e de l'Institut Català d'Antropologia, en el dossier Espais sonors, tecnopolítica i vida quotidiana. Aproximacions per a una antropologia sonora, en colaboración con l’Orquestra del Caos
LAS CIUDADES SUENAN
Manuel Delgado
No se olvide que los cuerpos transeúntes que se apropian de los espacios por los que circulan y que, al hacerlo, generan, son ante todo cuerpos rítmicos, en el sentido de que obedecen, en efecto, a un compás secreto y en cierta manera inaudible, parecido seguramente a ese tipo de intuición que permite bailar a los sordos y que, como los teóricos de la comunicación han puesto de manifiesto, está siempre presente en la interacción humana en forma de unos determinados sonidos del silencio. Para E.T. Hall, por ejemplo, las personas que interaccionan y que intentan ser mutuamente previsibles, “se mueven conjuntamente en una especie de danza, pero no son conscientes de sus movimientos sincrónicos y lo hacen sin música ni orquestación consciente”. No es tanto que el sonido pueda verse, sino que la visión puede recibir una pauta sutil de organización por la vía de lo auditivo. Como escribían Lefebvre y Régulier en su propuesta de una metodología ritmoanalítica en el estudio del espacio social, “el espacio se escucha tanto como se ve, se oye tanto como se desvela a la mirada”.
Ha sido una de las más destacadas formalizadoras teóricas de la etnografía urbana, Colette Pétonnet, quien, titulando un texto suyo, se refería también a lo urbano también como un “el ruido sordo de un movimiento continuo”. Y es que se ha repetido que la sociedad es comunicación, un colosal e inagotable sistema de signos que, puesto que son signos, sólo pueden ser concebidos en y para el intercambio. Una parte inmensa y fundamental de eso que no hace sino circular y que nos liga unos a otros y con el universo en que vivimos es sonido.
Existe una materia sonora que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que sea cual sea su fuente de emisión, son los humanos quienes la convierten en sentido y estímulo para la acción. La sociedad suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fueran la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado, del puerto, de la catedral o del prostíbulo. Podemos incluso oír las voces de lo que no está o de quien se ha ido, puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofonía y lo que se presenta como la Historia su institucionalización.
Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aulllidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodean pasivos a la manera de un envoltorio; procedan de otros seres humanos o de las cosas con las que estos dialogan, esa urdimbre de sonoridades testimonia nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados, demostrándose unos a otros haciéndolo que, como hacia recordar Virginia Woolf a uno de los personajes de Las olas, “no somos gotas de lluvia que el viento seca. Provocamos el soplo en el jardín y el rugido en el bosque”.