La fotografía corresponde al centro histórico de Ciudad de México y es de ivangm. Está tomada de https://www.flickr.com/photos/ivangm/ |
Fragmento del artículo La ciudad como historia interminable. Sobre los centros históricos en América Latina, publicado en la Revista Nodo, 13(26), pp. 97-106. El texto forma parte de un monográfico dedicado a Otras ciudades, otras perspectivas, coordinado con Matha Cecilio Cedeño
Sobre el embalsamamiento de centros históricos
Manuel Delgado
Lo que se brinda en un centro histórico-monumental sin habitantes es precisamente una constelación ordenada de elementos que se ha dispuesto como un montaje del que han sido expulsados los esquemas paradójicos y la proliferación de heterogeneidades en que suele consistir la vida urbana en realidad. Desactivado el enmarañamiento, expulsado todo atisbo de complejidad, lo que queda es una puesta en escena que constituye una utopía realizada, es decir, un lugar de ningún sitio, una realidad que no existe de verdad más allá de los límites de su montaje, pero a la que se le concede el deseo de existir bajo la forma de lo que no puede ser más que una mera parodia de perfección. Es utopía, pero también ucronía, puesto que en el fondo hablamos de espacios sin memoria, congelados, expresión de un tiempo fuera del tiempo.
Decorado grandilocuente para la recreación histórica o para todo tipo de liturgias culturales, que sirve a la vez para que las instituciones gubernamentales allí instaladas se bañen en un entorno todo él hecho de nobleza, saber y belleza. En cualquier lugar del mundo, en América Latina también, los centros históricos quieren implicar la versión más institucionalizada de lo que ya era un proceso de zonificación y jerarquización del espacio urbano en términos bipolares: un espacio destinado a lo consuetudinario, a lo empírico, a lo instrumental..., y otro consagrado a tareas de pura representación, espacios para y de los sentimientos, territorios de lo memorable, en este caso de acuerdo con los parámetros de lo que debe resultar rentable y al mismo tiempo emocionante y evocador, generador tanto de capital económico como de capital simbólico. El urbanista y el arquitecto se ponen al servicio de ese objetivo en última instancia embalsamador de los centros urbanos catalogados como monumentales. Llevan décadas haciéndolo, contemporaneizando materiales con frecuencia puramente paródicos de la memoria urbana. En una primera fase, mediante la imitación historicista. En una última, mediante la ironización y el pastiche posmodernistas. La coincidencia entre planeadores urbanos, gerentes políticos, gestores culturales y operadores turísticos puede ser total, sobre todo si están en condiciones de entender el significado último de su trabajo. Este no es sino el de ofrecer una imagen cuanto más homogénea mejor del espacio, con el objetivo de ver hecho realidad el encabalgamiento entre urbanización y monumentalización, sueño dorado de integración total entre intereses, espíritu colectivo y participación acrítica en lo diseñado en materia urbana.
Por doquier se comprueban los esfuerzos que unos y otros –del urbanista al promotor turístico, pasando por el político o el empresario que animan y patrocinan a todos ellos– por imponer discursos espaciales y temporales que sometan las dinámicas urbanas reales. El control sobre eso que está ahí y no se detiene –lo urbano, lo que se agita sin cansarse– es lo que todo orden institucionalizado y los intereses privados y privatizadores intentan en sus relaciones con el espacio social. De lo que se trata es de hacerle creer al visitante o al vecino exclusivo lo que estos esperan tener razones para creer, que no es otra cosa que la alucinación de una ciudad plenamente orgánica, imposible si no es a base de inventar y publicitar este principio de identidad que no puede resultar más que de esconder la dimensión perpetuamente alterada de lo que nunca alcanza a ocultar del todo. Frente a la pseudomemoria hecha de clisés y puntos fijos, lo que hay en realidad es otra cosa: las memorias innumerables, las prácticas infinitas, infinitamente reproducidas por una actividad que es a la vez microscópica y magmática.
Helo ahí, el centro histórico ideal, perfecto en el catálogo, en la guía y en el plano, pseudorrealidad dramatizada en que se exhibe la ciudad imposible, dotada de un espíritu en que se resume su historia hecha basílica y palacio, perpetuamente ejemplar en las estatuas de sus héroes, anagrama morfogenético que permanece inalterado e inalterable. Una ciudad protegida de sí misma, es decir, a salvo de lo urbano y de los urbanitas. Lo que podría llegar a ser si se lograse descontarle la informalidad implanificable e improyectable de las prácticas sociales innumerables que el planificador y el promotor-protector de ciudades conocen a medias sin entender nunca del todo. El monumentalizador se engaña y pretende engañar al consumidor de grandes pasados, haciéndole creer que en algún sitio –allí mismo, por ejemplo– existen ciudades concluidas, acabadas, cuando se sabe o se adivina que una ciudad viva es una pura formalización ininterrumpida, no-finalista y, por tanto, jamás finalizada. Toda ciudad es, por definición, una historia interminable.