Manuel Delgado
La función de la Historia como disciplina es justamente la de disciplinar la historia, es decir organizar el pasado de forma pertinente y significativa, seleccionando determinados episodios y omitiendo la inmensidad de los restantes, encadenando luego los elegidos hasta generar una cierta verdad narrativa. Lo que resulta es –o ha de ser– un relato dotado de las cualidades de linealidad y congruencia que le resultan indispensables en tanto que cuento moral, cuyo destino es ser repetido como fuente de una determinada ejemplaridad. Es por ello que en la producción de la Historia –o en la Historia como producción– se elude cualquier elemento que pueda suscitar ruido o distorsión, cualquier factor que chirríe al ser incorporado a la lógica unidireccional y modélica atribuida a los acontecimientos.
Dos realizaciones recientes muestran cómo la historia oficial –es decir la producida por historiadores debidamente autorizados en cada momento– ha soslayado la presencia de ciertos actores históricos a los que se ha considerado inadecuado llamar a declarar. De un lado el Museu Comarcal de la Garrotxa presentaba la excelente exposición “Lo nuevo y lo viejo. ¿Qué hay de nuevo viejo”, del artista sevillano Pedro G. Romero, de cuyo ArchivoF.X. sobre las destrucciones sacrílegas en la España contemporánea ya supimos algo hace un par de años a través del Centre d’Art Santa Mònica de Barcelona. En este caso, el trabajo de interpretación de Romero –siempre en torno a los límites y el fin del arte– especula formalmente con treinta casos de agresiones iconoclastas en Olot y su comarca, episodios en los que agentes nunca del todo identificados –turbas, destacamentos de forasteros desconocidos, incontrolados– se abandonaron a una tarea de martirio o escarnio de personas y objetos santificados que sorprende por su escrupulosidad casi litúrgica.
Magnífica oportunidad la que nos brinda Pedro G. Romero de volvernos a preguntar por el enigma no resuelto de la recurrente destrucción sistemática de lo santo en España, de la eliminación de oficiantes y sitios rituales, del sacrificio de obras de arte de valor extraordinario, en explosiones de furor iconoclasta cuyo último espisodio tuvo lugar en una época de la que muchos todavía pueden acordarse. A pesar de ello, a pesar de su proximidad en el tiempo y en el espacio, no se quieren recordar los templos en llamas, los crucifijos machacados, las imágenes de santos o de vírgenes vejados por las calles, las tumbas profanadas, las muertes de sacerdotes ejecutadas con protocolos hechos de espanto y de exceso. Todo eso no pasó porque no debió haber pasado. ¿Qué podía hacer la historia institucional –que es la historia de las instituciones– con ese pavoroso juego en que se mezclaron la adoración y la inquina, en un universo simbólico en que se quiso desenmascarar el lado profano de lo sagrado, al mismo tiempo que se desvelaba la dimensión sacramental de lo obsceno, de lo atroz y de lo cruel?
La otra novedad es editorial y remite al último libro de Gerard Horta, “Cos i revolució. L’espiritisme català o les paradoxes de la modernitat” (Edicions de 1984), que continúa y redondea su premiado “De la mística a les barricades” (Proa). En su trabajo, Horta –que no por casualidad es uno de los autores del catálogo de la exposición de Romero en la capital de la Garrotxa–, profundiza todavía más –en datos y en interpretación– en la intensa vinculación que existiera entre seguidores del movimiento espirita y otras corrientes librepensadoras y cercanas al anarquismo en la Catalunya de finales del siglo XIX y principios del XX.
El fenómeno espiritista y su articulación con corrientes comprometidas en la transformación de la sociedad ilustran a la perfección un fenómeno cultural bien generalizado. Se trata de la aparición sobre el escenario de los conflictos sociales de formas de impugnación de la realidad que emplean el cuerpo como soporte y como metáfora. Grupos sociales en pugna por una revocación de las condiciones de su presente experimentan por adelantado, por así decirlo, y en la piel de sus miembros las mismas convulsiones que el mundo deberá conocer para que sobrevengan los cambios ansiados. Los desposeídos pasan ser los poseídos. La agitación mediúmica somatiza una efervescencia que ya es o será pronto colectiva, advierte de la existencia de otras realidades para las que la propia carne es puente y puerta, anuncia la evidencia oculta de que, ciertamente, otro mundo es posible. Ese es el gran mérito de Horta, haber invitado a tomar la palabra a quienes vivieron en su esqueleto el temblor de las sociedades, la lucha como espasmo, el trance como lenguaje histórico.
Por un azar que no debería antojársenos arbitrario, las portadas del catálogo de la exposición de Pedro G. Romero y del libro de Gerard Horta son idénticas: grandes letras negras sobre un desnudo fondo rojo. Evocación seguramente explícita de una épica, de una ética y de una estética que se resumen en esos dos colores: el rojo y el negro. Memoria libertaria que debería emplazarnos a hacer balance acerca de cuál es el papel que le otorgamos en nuestras visiones de los procesos históricos a lo inorgánico, a lo magmático, a lo informulable. ¿Qué hacer con quienes –como lo incendiarios de iglesias o los espiritistas librepensadores catalanes– no caben en ese amansamiento del pasado al que llamamos Historia, porque encarnan lo incalculable y lo desmesurado de que están hechas en secreto las sociedades? He ahí el lúcido delirio de quienes destruían imágenes santas o conversaban con los muertos, esplendor de éxtasis individuales o colectivos en que se concretaba la exasperación de los sometidos, la irritación de los impacientes, la rabia de las ciudades, todo aquello a lo que Robert Veneigem llamaba la nueva inocencia: una guarida de fieras, furiosas por su secuestro.