La foto es de Randy Colas |
Apartado del artículo "The Revolted City. The Barricade and the Other Radical Transformations ofUrban Space", publicado en Aquitectonics. Mind,
Land, and Society, 19-20
(2010): 137-153
POR UNA ECOLOGÍA DE LOS MOTINES URBANOS
Manuel Delgado
Manuel Delgado
Las ciudades aparecen a menudo mostradas
como escenarios de y para acontecimientos sociales importantes, presentes o
pasados, cuyo protagonismo corresponde a fusiones de viandantes alterados que
hacen un uso insolente de la calle o la plaza, convirtiéndola en campo para la
expresión vehemente de disidencias o protestas. Se habla de revueltas,
insurrecciones populares, revoluciones y, en un grado menor, disturbios,
enfrentamientos y algaradas, lo que el lenguaje legal denomina
“alteraciones del orden público”,
siempre a cargo de coaliciones provisionales y efímeras de individuos
casi siempre hasta entonces desconocidos entre si, que se apropian del espacio
urbano para sus reclamaciones, haciéndolo frente o contra las instituciones
dominantes en la sociedad en que viven. Cuando los cronistas del pasado o del
presente muestran una ciudad asumiendo tal papel lo hacen de manera que éstas
se pueden antojar meros decorados pasivos sobre los cuales se desarrollan las
dramaturgias de la historia o la actualidad. En cambio, pocas veces se ha
tomado conciencia del papel activo que las morfologías urbanas juegan en el
desarrollo de estos hechos, de cómo se constituyen en parte activa de los
acontecimientos, en la medida que estimulan o inhiben unos determinados estilos
colectivos de actuar –al tiempo que hacen improcedentes o inviables otros– y
ponen a disposición de los actores una red de funciones y significados que
acaban determinando total o parcialmente el curso y las maneras de lo que
ocurre o va a ocurrir.
La percepción de tal carencia explicativa
sería razón suficiente para el proyecto de suerte de ecología de las revueltas
urbanas, un subdisciplina de las ciencias sociales de
la ciudad que atendiera no sólo los hechos concretos en sí, sus causas
y consecuencias, sino también y sobre todo el ambiente físico en que se
producen y en buena medida los produce, los entornos formales, los lugares
precisos, el sentido de cada movimiento: el orden de puntos y diagramas que
generan los movimientos de los protestarios, que traiga al primer plano la
dimensión espacial y temporal de los espasmos y las contorsiones que conoce el
espacio urbano cuando recibe esos empleos extraordinarios, aunque recurrentes
en la historia de cualquier ciudad, que son los grandes o pequeños motines. Se
trata de contemplar como éstos se adaptan y adaptan los nichos físicos en qué
se producen, la manera como lo hacen estableciendo la aptitud, la eficacia, la
indiferencia, la capacidad de simbiosis o la idoneidad de un determinado
ecosistema, en este caso la propia retícula urbana.
Se contribuiría así a poner de manifiesto
como el espacio urbano es ante todo espacio para el conflicto, bien lejos de
los supuestos que lo imaginan como una entidad estable y previsible, sometida a
ritmos claros y a ocupaciones amables. Sabemos que, a la mínima oportunidad,
todo paisaje urbano pueden convertirse en un terreno para al desacato y la
desobediencia. La urbe conoce en estas ocasiones la naturaleza última de la
vida social que alberga, tantas veces construida a base de injusticias
acumuladas, de odios, de agravios, de descontentos, de todo ese magma de
impaciencias y anhelos con el que amasan las ciudades su propia historia. La
vida urbana, en efecto, vive regularmente, como cumpliendo una ley secreta,
momentos de y para la irritación, se exacerba, registra una efervescencia
especial que se impone con claridad a los sueños de orden
y organicidad de arquitectos y urbanistas y convierte la obra de
estos en escenario e instrumento para la combustión social, aquella de la cual
pueden derivarse y se derivan constantemente realidades
espaciales no fiscalizables. Los acontecimientos revolucionarios o las
protestas populares –al margen de cuál sea su causa; de lado de cualquier
valoración moral o política– siempre implican un desacato de un proyecto
espacial del proyectador que no puede ser otra cosa que pura representación. De
pronto, por la causa que sea, fusiones sobrevenidas –de grandes muchedumbres que se mueven
majestuosamente a piquetes reducidos que van ágilmente de un lado a otro–
convierten la metrópolis en cualquier cosa menos la organización
clara y legible con que sueñan los urbanistas y hacen de ella, de pronto,
una urdimbre súbita y arisca, sometida a códigos desconocidos. Se
habla, pues, de territorializaciones insumisas, actuaciones colectivas que
implican formas otras de manipulación
de la forma de la ciudad, creaciones efímeras pero en extremo enérgicas que
funcionan en la práctica como expresiones de un urbanismo, una ingeniería
urbana y un arquitectura alternativos a los institucioanlizados.
Esa ecología de los movimientos
revolucionarios y las movilizaciones de protesta –movimientos y movilizaciones
en un sentido literal, esto es el de cambios de posición en el espacio– debería
asumir dos grandes ejes temáticos fundamentales: uno centrado en los
emplazamientos, otro en los desplazamientos; uno en los enclaves, otro en las
superficies y los recorridos. El primero atendería la manera
cómo ciertos espacios en que viven sectores sociales en situación
vindicativa pueden devenir baluartes desde los que expresar una rabia
compartida, pero también la convicción de que es posible lograr objetivos
transformadores comunes. El factor estratégico es, en estos casos, el de la
concentración, es decir, la aceleración-intensificación que en cualquier
momento pueden conocer las relaciones cotidianas entre personas socialmente
homogeneizadas por su condición subalterna, que, en cuanto emerge el conflicto,
pueden hacer la misma cosa, en un mismo momento y lugar, en función de unas
mismas metas. Se trata de las consecuencias directas de un hecho
empírico, pero determinante, como es la comparecencia física de los
involucrados y la existencia de un nicho de interacción permanentemente activo
o activable. Por depauperados que fueran o sean los espacios de
coincidencia –los barrios populares en cascos antiguos, las grandes
concentraciones de vivienda social en periferias urbanas–, estos
propician un ambiente estructurante, en el sentido de capaz de desencadenar
determinadas relaciones sociales, entre ellas las asociadas a la actuación
colectiva en pos de fines compartidos y vividos como urgentes. Concentrar es
entonces sinónimo de concertar.
Se vuelven a producir entonces los frutos
del factor aglutinante en los procesos de contestación, fa que resulta de la
existencia de contextos espaciales que favorecen la interacción inmediata y
recurrente. La acción colectiva resulta entonces casi inherente a una vida
cotidiana igualmente colectiva, en la que la gente, como suele decirse, coincide en el día a día, se ve las
caras, tiene múltiples oportunidades de intercambiar impresiones y
sentimientos, convierte el propio entorno inmediato en vehículo de transmisión
de todo tipo de ideas, rumores y consignas. La contestación, incluso la
revuelta, están entonces ya predispuestas e incluso presupuestas en un espacio
que las favorece a partir de la facilidad con qué en cualquier
momento se puede “bajar a la calle”, y además a la calle propia, la que se
extiende inmediatamente una vez traspasada la puerta del hogar. Todo
ello en un espacio exterior en que el encuentro con los iguales es poco menos
que inevitable y donde es no menos inevitable compartir preocupaciones,
indignaciones y, tarde o temprano, la expresión de una misma convicción de que
no es sólo posible conseguir determinados fines por la vía de la acción común,
sino que puede llegar a ser necesario e inaplazable.
De esta lógica de los enclaves y las implantaciones, pasamos a atender la de las superficies y los recorridos. Nos interesan ahora las prácticas ambulatorias, los senderos que siguen los amotinados para discurrir por una determinada trama urbana y hacerla suya, paseos corales que unen entre si puntos fuertes de la retícula ciudadana. Éstos pueden ser determinados lugares simbólicamente elocuentes de una determinada trama urbana o los barrios donde se reside con sus respectivos centros urbanos, a la manera de auténticas incursiones. No son casuales los itinerarios que se escogen, casi siempre auténticos senderos rituales, singladuras que nunca escogen al azar los marcos que se atraviesan.