dilluns, 29 de juliol del 2019

La imagen estremecida





Catálogo de la exposición Mirada endins. Talles medievals revelades per la càmera de Domi Mora, 13-5-2007 fins 3-2-2008. Museu Frederic Marès, Barcelona, 2007, 21-30



LA IMAGEN ESTREMECIDA
Manuel Delgado

Hace tiempo que sigo el trabajo de Domi Mora en el campo de la fotografía y creo que entiendo la clave de mi propio interés. Para alguién como yo que encuentra en el cine no sólo un medio de creación, sino un modelo metodológico de observación del mundo, la fotografía de Mora suponía un insólito ensayo por incorporar a la imagen fija las variables a las que ésta –precisamente por su fijación– parecería ser ajena, cuando no contraria: el tiempo y el movimiento. Ese esfuerzo por obligar a la imagen estable a desmentir su presunta naturaleza y mostrarse animada, es decir al mismo tiempo “con alma” y “con movimiento” aparecía en trabajos anteriores –incluso en aquellos cuyo objeto eran, por ejemplo, la arquitectura o elementos del mobiliario urbano–, pero se muestra en este caso –el trabajo con imágenes cristos y vírgenes medievales– como llevado hasta sus últimas consecuencias en cuanto a atrevimiento y profundidad. En efecto, hay en este material que se muestra una voluntad muy seria de ir al fondo de la superficie aparente que los objetos sagrados y hacerlo a través de fotografías que no en vano dan la impresión de estar “movidas”, no porque la cámara se haya movido, sino porque quien ha cambiado de posición es el mismo cuerpo retratado. Esa es la apuesta creativa de Domi Mora y eso es justamente lo que convierte esta exposición y lo que expone –en el doble sentido de que se exhibe y se arriesga– en una interesante actualización de la vieja polémica sobre la condición última de la imagen sagrada de entidad habitada. 

Sorprendente e inesperada contribución contemporánea, en efecto, a ese contencioso sobre las imágenes sagradas y la negativa de algunas de ellas a conformarse con su acuartelamiento en el dominio de lo meramente representacional. Asunto central, como se sabe, en la valoración tanto teològica como popular de ciertos objetos de la iconografia religiosa de diversas culturas, empeñados en demostrar en su conducta la condición de diabólicos que los diferentes combates contra el paganismo les atribuía. En concreto, y por ubicarnos en el contexto cristiano no reformado del que Domi Mora toma sus materiales de base, recuérdense los argumentos aceptados en favor de la santidad de las imágenes, ya desde el II Concilio de Nicea en el siglo VIII establecía, frente a las acusaciones de idolatría, que los santos no sólo vivían por sus imágenes sino también en ellas, sancionando teológicamente la confianza en el poder de unos objetos que ya no pretendían representar a las personalidades extrahumanas sino que eran ellas. De esta manera, el honor rendido a la imagen transita hacia su prototipo porque lo reconoce de algún modo presente en ella. La imagen recibe una valoración sustitutiva y sustantivizadora, a partir de un vínculo con el fiel que es en cierto alucinatoria, emparentable con la experiencia onírica. Todo ello implicaba una apología del «hacer ver» la palabra divina, condensando en el orden visual la intención proclamada de Dios como Creador a través de la Palabra dada. 

Más tarde, Santo Tomás de Aquino, Alberto Magno y Duns Scotto, los grandes teóricos escolásticos de la imagen, no discuten la premisa agustiniana de que la imagen es un signo, es decir una cosa destinada a dar a conocer expresamente a otra que se le parece. La escolástica entiende que el modelo mantiene con su imagen una simulitud única e indescirnible: la imagen es la forma indiferenciada de aquello que reproduce, no en tano que «cosa», sino en tanto que «imagen», es decir por el efecto intelectual y emocional que provocan. A diferencia de las proposiciones, y como ocurre con los sustantivos, la imagen no es verdadera ni falsa: da a ver la cosa directamente, la demuestra, se convierte en su hipóstasis, es decir revela a la experiencia sensible lo que la cosa es en su irrepetibilidad, su estructura, su equivalencia proporcional. Si la iconodulia bizantina había hecho su defensa de la imagen a partir de una valorización de lo material inspirada en la acción de la Gracia, para la defensa escolástica de la imagen, lo sensible es exaltado desde una concepción optimista de la razón natural y su capacidad de abstraer el contenido intelectual del mundo a partir de los datos de los sentidos. Los escolásticos aproximan a la distancia mínima lo sensible y lo inteligible, de tal manera que el fiel establece una contemplación sacramental con la imagen venerada, la eficacia simbólica de la cual dependerá de la actitud espiritual del creyente, al igual que ocurre con los sacramentos en general. La fe vivifica la imagen, o, lo que es igual, el valor efectivo de la imagen es una función de su valor afectivo. Es Tomás de Aquino quién, releyendo a Aristóteles, más radicaliza esa permutación fundamental entre la «imagen en sí» y la «imagen en tanto que imagen», puesto que en él deriva en la distinción, pongamos por caso, entre la adoración de la imagen de Cristo y la adoración de la imagen en tanto que Cristo. Serán estas las tesis que asumirá para la dogmática eclesial el Concilio de Trento, a lo largo del siglo XVI. 

Todo este sustrato especulativo implicaba, en la práctica, un desarrollo de la noción teológica de transitus, o pasaje de las cosas visibles a las invisibles, que hacía oficial una extensión al conjunto de los objetos de culto del principio dogmático de la transubstanciación de la Hostia en la Eucaristía, proclamado por la Iglesia en el 1215, que las masas cristianas ya habían ampliado abundantemente por su cuenta, a lo largo de toda la Alta Edad Media, al conjunto del culto a las imágenes y reliquias de los santos. A retener cómo la pretendida conversión total en la liturgia eucarística de una sustancia –el pan y el vino– en otra –el Cuerpo y la Sangre de Cristo– fue uno de los motivos que más excitara la abominación de los calvinistas, no sólo hacia los católicos sino incluso en relación con la moderación mostrada por Lutero al respecto, puesto que su idea de consubstanciación no negaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía, aunque fuera coexistiendo y no suplantando las sustancias empíricas del pan y el vino. Con ello se transgredía bastante más que la prohibición de asignar a las imágenes una función analógico-monumental, ya de por sí instituida en el Libro sagrado: «Pues ¿con quién asemejaréis a Dios, qué semejanza le aplicareis» (Is 40 18). Aquellas imágenes pintadas o esculpidas que se llamaba a destruir no se conformaban con figurar los personajes del panteón cristiano, sino que habían sido elevadas a la condición de auténticos objetos poseídos por sus oríginales revividos, o cuanto menos a prolongaciones físicas singularizadas de los propios personajes invisibles a quienes se aludía. Se trataba de verdaderas presencias vivas, y era de tal mérito maravilloso de donde procedía la capacidad para operar portentos que les era supuesta. 

Fijar la atención en la consideración que el culto a las imágenes merecía por parte de los cristianos de obediencia romana –al igual que ocurría con buen número de iconos en las liturgias populares del cristianismo ortodoxo oriental– no podía sino darle la razón a quienes les reprochaban haberse entregado a la adoración idólatra de lo concreto. El propio lenguaje explícito que empleaban delataba a las claras que los cristianos de Roma eran –según sus detractores– víctimas de un grave y pecaminoso malentendido que indistinguía las copias y los modelos, que afectaba fatalmente a las imágenes católicas y que por tal motivo las hacía objetivo prioritario de la labor purificadora de los reformadores. Así, por ejemplo, en catalán las imágenes son sants cosos –«santos cuerpos»–, al igual que en castellano santo, virgen, santocristo o cristo tienen un doble valor semántico para designar tanto al personaje como su estatua o dibujo, a partir de la premisa de que éstos últimos constituyen una vera icona, es decir un retrato auténtico al que en muchos casos no cabe atribuir una factura artística o artesanal, sino una producción directamente sobrenatural, como lo prueban las condiciones tantas veces prodigiosas de su entrega o invención. 

Es ese mismo principio lógico de intercambiabi­lidad entre representación y representado lo que hacia comprensible la cantidad de casos registrados por la tradición en que las imágenes brindaban signos somáticos de ser en realidad entidades dotadas de vida y susceptibles por ello de experimentar goces y sufrimientos. La propia Hostia consagrada podía brindar ella misma evidencias literales de su transubstan­cia­ción, como lo demostrarían los testimonios que afirman haberla visto sangrar milagrosamente. La Edad Media es pródiga en historias sobre estatuas de Cristo crucificado que mueven los ojos, que inclinan o giran la cabeza, que sangran, etc. Las hagiografías de San Benardo, San Francisco, Santa Clara o Santa Catalina están llenas de este tipo de incidentes milagrosos. Incluso corrientes definidas como heréticas, fueron capaces de conducir a sus extremos esa misma convicción de que las imágenes del culto tenían virtudes mediúmicas. Es el caso del catarismo, con sus cruces antropomórficas y sus Cristos Vivientes. Los portentos pueden producirse en la soledad del éxtasis místico, pero también ante un nutrido público congregado en una iglesia, en una procesión o en una peregrinación. Como consecuencia de este tipo de leyendas, desde el siglo XIV y hasta el XVI se consagran en toda Europa buen número de cristos trucados, que pueden mover las piernas, los brazos o la cabeza. A algunos se les dota de mecanismos que producen la impresión de que están llorando o sangrando. A partir del inicio del culto a la Pasión que se extiende por España a partir del siglo XVI y principio del XVII, las imágenes crucificadas a las que se ha visto exudar sudor, sangre o lágrimas de verdad se multiplican. W.A. Christian ha atendido esa cuarentena de casos que fueron dados como auténticos por la Iglesia en España entre 1590 y 1763. El arte de los siglos XVI y XVII recoge buen número de ejemplos de obras que representan a santos siendo abrazados por Cristos que descienden de la cruz: la Visión de San Francisco, de Murillo; el Cristo abrazado a San Bernardo, de Francisco Ribalta, o la sorprendente Visión de San Bernardo, de Alonso Cano, que muestra al santo recibiendo a una buena distancia un chorro de leche que surge del pecho de una imagen de la Virgen. Un elemento comparten todas esas situaciones: la virtualidad de la imagen sagrada es resultado directo del orden ritual en que se encuentra inscrita. La eficacia simbólica es, así pues, eficacia ritual.

La persistencia de este tipo de percepciones en la práctica religiosa popular se constata en los numerosos gozos del siglo pasado centrados en episodios portentosos de crucifijos, santos o vírgenes que sangran por sus llagas, lloran o sudan sangre, demostrando la recurrencia de percepciones a propósito de la condición viviente de las representaciones sagradas. Piénsese también, por ejemplo, en la relación de crucifijos venerados en pleno siglo XX en las iglesias barcelonesas que ofrece Joan Amades, entre los que podemos encontrar santoscristos que sangran, que hablan, que se contraen o que se inclinan. De tal preocupación por encontrar la vida sagrada que se oculta en el interior de las imágenes –cuya intensificación le corresponde plenamente a la estética del Barroco– tenemos ejemplos relativamente cercanos como el de la película Marcelino, pan y vino, basada en la novela homónima de Sánchez Silva y que gira toda ella en torno a un santocristo que conversa con un niño. 

Todas estas ideas relativas a la condición mediadora de la imagen o, más allá, a su naturaleza epifánica no deberían en modo alguno considerarse como una mera reminiscencia de concepciones «medievales» sobre la representación, que habrían conseguido sobrevivir en la mentalidad religiosa popular. Por un lado tenemos los casos de animación de imágenes religiosas que continuan produciéndose hasta ahora mismo, como cuando a principios de febrero de 1995 la prensa publicaba la noticia de que una estatua de la Virgen que había en casa de un obrero de Civitavecchia, en Italia, ha llorado varias veces lágrimas de sangre. Pero se trata sobre todo de constatar que el imaginario contemporáneo no ha dejado de dar muestras –profanas, es cierto– de la vigencia de esa misma confusión entre presencia y representación, mucho antes de que la fotografía de Domi Mora aportase la contribución aquí mostrada. Poca diferencia hay entre la teorías de San Bernado o Santo Tomás sobre la imagen y lo que Diderot y Stendhal llamaron mucho después «ilusión artística». La creación literaria no ha hecho sino brindar ejemplos de esa misma predisposición intelectual a confundir la representación con lo representado. El popular cuento Pinocho, no sería sino una de tantas ejemplificaciones de ello, como lo sería El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. En el cine, y dejando de lado las inmuerables ilustraciones provistas por el género de terror, podemos descubrir muestras bellísimas de la vigencia de ese principio. Evóquense ese ramillete de obras maestras cuyo argumento se basa en las relaciones ambiguas entre seres humanos y ciertos retratos personales dotados de cualidades ciertos personajes masculinos mantienen con retratos de mujer: Rebeca (Alfred Hitchcock, 1939), La mujer del cuadro (Fritz Lang, 1940), Laura (Otto Preminger, 1944), Jenny (William Dieterle, 1948), El fantasma y la señora Muir (Joseph Leo Mankiewicz, 1948).

La fusión de niveles entre la representación y la cosa representada hacía esperable que las actuaciones contra las imágenes pudieran ser imaginadas como actuaciones que no eran propiamente iconofóbicas, sino que tendría mucho más que ver con esa variante de profanación que tiene como objeto los cuerpos físicos y que es el martirio, lo que era absolutamente consecuente con la calidad que los objetos de agresión merecían en tanto que personas físicas, y no cosas. La imaginación religiosa prerreformada atribuía a los agresores de imágenes operaciones de mímesis radical equivalentes a aquellas que las cosas a las que se destinaba la acción violenta desplegaban. Mucho antes de que se les rindiese culto en los santuarios, la creencia ampliamente aceptada a lo largo de la Edad Media de que la cruz era un arma eficaz contra las epidemias de peste negra tenía su origen en la leyenda de la tortura por los judios de Beirut del siglo VIII de un crucifijo, que habría vertido sangre auténtica durante el suplicio. Hay que remarcar que esta historía mereció una enorme popularidad en Cataluña, sobre todo a partir de la acusación que recayó sobre los judios por la peste del 1384, lo que se ha entendido como la causa de que la devoción por los santocristos apareciese allí con precocidad en el siglo XVI. En esta misma línea, el azotamiento de crucifijos fue una de las inculpaciones más frecuentes dirigidas contra los falsos conversos y contra los herejes a lo largo de varios siglos.. 

Mucho más cerca de nosotros, los ejemplos de ese mismo mecanismo de asimilación entre la imagen y lo imaginado, por parte de sus propios agresores rituales, son igualmente numerosos. Llama la atención que en el completo resumen de martirilogios de Montero Moreno, el capítulo dedicado a los actos iconoclastas en sí se titule nada más y nada menos que «El martirio de las cosas». Los testimonios que se brindan en ese apartado abundan en lo atinado de la percepción que el mencionado título sugiere, que es la de que los objetos sagrados no fueron destruidos, sino atormentados y, finalmente, asesinados. Allí se narra, por ejemplo, como en el pueblo abulense de Herradón de Pinares, uno de los asaltantes a la iglesia parroquial espetó al sagrario diciéndole: «Ríndete. Hace tiempo que tenía ganas de vengarme de tí». Es enorme la cantidad de imágenes sagradas que, en las primeras semanas de la Guerra Civil, son fusiladas, ahogadas, colgadas del cuello, apuñaladas, apaleadas, enterradas, despedazadas a hachazos, torturadas... En la crónica de las agresiones iconoclastas en la provincia de Toledo se remarca como las imágenes son arrastradas por caballerías y apaleadas en el trayecto, como se les arrancan los ojos, como se las descuartiza y sus pedazos colgados por las paredes... .(. Rivera, La persecución religiosa en la Diócesis de Toledo, 1936-1939). En el Marirologio de Cuenca se narran multitud de ejemplos de cómo, en el verano del 36, a las imágenes se las trataba con «forma teológica» y «orden litúrgico»: «….con hachas, las astillaban, les cortaban las cabezas y con ellas jugaban a la pelota, les rompían los brazos y las piernas, o las ataban con cuerdas y las llevaban por las calles ; o las “fusilaban”, tirándoles con escopetas y pistolas...». Y son sólo algunos casos tomados de la tremenda explosión de furia iconoclasta que conoció nuestro país en el verano de 1936, alusión de lo más pertinente en este contexto, por el papel tan fundamental que tuvo Frederic Marés en el rescate de buena parte del tesoro artístico catalán en aquellos momentos, episodio al que se refiere de forma abundante en su libro El mundo fascinante del coleccionismo y las antigüedades..

Y he aquí que Domi Mora vuelve a expresar aquella misma sensibilidad hacia la verdad oculta o disimulada tras el aparente hieratismo de ciertas imágenes las fuentes de cuyo poder y de la fascinación que ejercen son un enigma. En cuanto te descuidas, esea imágenes tan especiales como estas traspasan el umbral de esa vida que parecía que se limitaban a observar y que les observaba. En un momento dado cobran realidad, se escapan del dominio de lo meramente simbólico. Ya no se confornan con representar, sino que son; se convierten en lo que figuraban ser. Y entonces descubrimos que se mueven o se han movido. Se agitan levemente, tiemblan, se estremecen, experimentan espasmos minimos, apenas perceptibles, estremecimientos que nos estremecen. Por lo general, cuesta verlo, pero es por ello que nos resulta tan util la cámara de Domi Mora, cuya virtud se limita a hacernos notar cualidades imprevistas de lo que capta. En este caso, su lente mecánica nos da acceso a lo que nuestros ojos no pueden percibir en su torpeza: que las imágenes sagradas son sagradas porque no son imágenes. Un ánima las anima.


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