La fotografía corresponde a la noche del levantamiento de la acampada del 15M en Madrid. Esta tomada de La Vanguardia |
Fragmento de "Espacio público: discurso y acción. El papel de la calle en las movilizaciones sociales a principios del siglo XXI", Zainak, 36, 2013, 37-60
EL 15M Y LAS ILUSIONES CIUDADANISTAS
Manuel Delgado
El descrédito de los grandes partidos y sindicatos clásicos ha hecho que la acción colectiva en la calle haya ganado en autonomía y se haya convertido ya no en instrumento al servicio de una determinada organización convocante, sino que sea el propio evento en sí el que acabe obteniendo el estatuto de sujeto político. Ya se insinuaba en movimientos como Reclaim the Streets en el contexto del altermundismo de principios de siglo y lo hemos acabado de ver de la mano de las llamadas primaveras árabes de Túnez y Egipto, del movimiento 15M español o del Occupy Wall Street en Estados Unidos. En estos casos las acampadas se ganaron el papel de auténticas entidades políticas independientes, con vocación incluso constituyente y que podían desarrollar funciones interlocutoras a través del sistema asambleario de que se dotaban. Lo interesante es que esos campamentos de protesta se asociaban íntimamente a los espacios en que se levantaban, como si la voz que allí se elevaba a través de las asambleas no fuera la de la comunidad social suscitada, sino la de ese espacio mismo, esas plazas que encontraban en sus ocupantes el vehículo mediante el cual personificarse y actuar, y no al revés. La plaza Sintagma en Atenas, la Tahrir en El Cairo, la Puerta del Sol en Madrid, la plaza Habima de Tel Avi o Zucotti Park en Chicago, no eran meros receptáculos o contenedores de un contestación social, sino entidades súbitamente vivificadas que convertían a sus ocupantes en instrumentos al servicio de una indignación que ya no era de los ciudadanos, sino de la ciudad misma.
Esta emancipación de la plaza y la calle, que las hace pasar de un papel coprotagonista de la acción colectiva, que presta al mismo tiempo escenarios físicos y valore simbólicos, a constituirse ella misma en sujeto de la vida política no puede sustraerse del idealismo y hasta de la mística del espacio público que conlleva el desarrollo de lo que se ha dado en llamar postpolítica, con su proyecto de superación de la lucha de clases y de abandono de las divisiones ideológicas clásicas en función de nuevos lenguajes y nuevos paradigmas. Uno de los ejes de esa revisión doctrinal de los debates públicos es lo que Jean Pierre Garnier ha llamado ciudadanismo, que en el fondo, más allá de su aspecto novedoso, no deja de ser una nueva expresión del viejo republicanismo, para el que el espacio público no sería otra cosa que la espacialización física de uno de sus derivados conceptuales: la llamada sociedad civil. La ideología ciudadanista es objeto de diversas interpretaciones, algunas de las cuales aparecerían en la base de movimientos y movilizaciones hipercríticas, puesto que bien podría decirse que ha acabado incorporándose al instrumental teórico de los restos de la izquierda histórica e incluso de los sectores radicales que los medios oficiales han etiquetado como “antisistema”. Pero también el ciudadanismo está siendo la doctrina oficial en que se sustentan políticas tanto socialdemócratas como conservadoras que hacen el elogio del tercer sector, la labor de las ONGs o las virtudes de una definición bien particular del capital social.
La expresión actual de este ciudadanismo militante la conforman sin duda las grandes movilizaciones que se han conocido a lo largo y ancho del planeta, y cuyo paradigma sería acaso el de los indignados españoles del 15M en 2011. No sólo como indicativo de una reacción masiva y airada ante unas circunstancias sociales cada vez más inaceptables, sino por lo que ha implicado de recuperación de la calle como escenario para las luchas civiles y de incorporación o reincorporación de miles de personas a la discusión y la acción políticas. Ahora bien, esa valoración positiva de la respuesta popular ante los abusos del poder político y económico no debe ser incompatible con una consideración ponderada de la naturaleza de este tipo de movimientos, que se centran en la vindicación de una agudización de los valores abstractos de la democracia, es decir en la potenciación de una imaginaria ecúmene igualitaria basada en el individuo autónomo, responsable y racional, agente libre y consciente de su capacidad para propiciar todo tipo de cambios, para el que cualquier otra identificación que no sea la de ciudadano resulta improcedente, lo que se traduce en un singular elogio del anonimato. Nos encontramos con el núcleo duro del concepto republicano de política, artefacto mediador que permite y regula la autodeterminación de agregaciones solidarias y autónomas, formadas por individuos libres e iguales conscientes de su recíproca dependencia, que, al margen o incluso –como es el caso– en contra del Estado y del mercado, alcanzan el entendimiento mediante el intercambio horizontal y permanentemente renovado de argumentos.
Esa especie de democraticismo radical se funda en una coordinación dialogada y dialogante de estrategias de cooperación, de afinidad o de conflicto, que se articulan en el transcurso mismo de su devenir y que llevan a cabo siempre personas individuales que ejercitan de forma racional su capacidad y su derecho a pronunciarse y actuar en relación a asuntos que conciernen a todos. Y ello en un escenario –el espacio público como marco al mismo tiempo abstracto y concreto– en el que la pluralidad de presencias e intereses se somete a normas de actuación pertinentes, racionales y justificables, cuya generación y mantenimiento no dependen de normas jurídicas, sino de la autoorganización de pareceres e iniciativas. En ese sistema autogestionado de discusión y acción –del que las asambleas en las plazas públicas serían dramatización– el individuo alcanza no sólo su máximo nivel de institucionalización política, sino también su altura definitiva de su “eminente dignidad moral”, por plantearlo como hacía Louis Rougier al reconocer las raíces de lo que llamaba la “mística democrática”, aquella de la que dependía la resolución del problema de la obediencia libremente consentida (Rougier, 1935: 41-44). El individuo asambleario, por llamar de algún modo al personaje central de los nuevos movimientos sociales, conduce al individuo a su grado superior de eficacia simbólica, como núcleo indivisible de una vida civil entendida como vida de y entre conciudadanos que generan y controlan cooperativamente esferas en las que queda aparcada cualquier génesis histórica o cualquier constreñimiento socioestructural, una especie de limbo de coincidencia cuyos habitantes llegan a acuerdos acerca de qué hacer y qué decir en y ante cada situación. Esa tierra de nadie en que reina la comunicación pura existe funciona como si los dispositivos de producción, intercambio o distribución hubieran quedado al margen y como si sectores sociales en conflicto hubieran decido pactar una especie de tregua.
Estaríamos entonces, según lo expuesto hasta aquí, ante una revitalización del viejo humanismo subjetivista, con la relativa novedad de un circunstancialismo militante –que da pie a lo que se ha dado en llamar movimientismo–, ejercido por individuos o colectivos que se reúnen y actúan al servicio de causas específicas, en momentos puntuales y en escenarios muy restringidos –ahora y aquí–, renunciando a toda organicidad, a toda adscripción doctrinal clara y a cualquier cosa parecida a un proyecto de transformación o emancipación social que vaya más allá de un vitalismo más bien borroso. Estos movimientos llevan hasta las últimas consecuencias la lógica del ciudadanismo en tanto que acuerdo de heterogeneidades inconmensurables que, no obstante, asumen articulaciones cooperativas momentáneas en aras a la consecución de objetivos compartidos. Esas formas de movilización –de las que el 15M sería apoteosis– prefieren modalidades no convencionales y espontáneas de activismo, protagonizadas por individuos conscientes y motivados, que renuncian o reniegan de cualquier cosa que se parezca a un encuadramiento organizativo o doctrinal, que parecen proceder y regresar luego a una especie de vacío sin estructura y que se prestan como elementos primarios de uniones volátiles, pero potentes, basadas en una mezcla efervescente de emoción, impaciencia y convicción, sin banderas, sin himnos, sin líderes, sin centro, movilizaciones alternativas sin alternativas, que se fundan en principios abstractos de índole esencialmente moral y para las que la conceptualización de lo colectivo es complicada, cuando no imposible.
Entre otros efectos, este tipo de concepciones de la acción política al margen de la política se traduce, en efecto, en la institucionalización de la asamblea como instrumento por antonomasia de y para la concertación entre individuos que no aceptan ser representados por nada ni por nadie. Esta forma radical de parlamentarismo se conforma como órgano inorgánico cuyos componentes se pasan el tiempo negociando y discutiendo entre sí, pero que tienen graves dificultades con negociar o discutir con cualquier instancia exterior, porque en realidado no tienen nada que ofrecer que no sea su autenticidad comunitaria, lo que condiciona que sea más intralocutora que interlocutora. El activismo de este tipo de movimientos se expresa de modo análogo: generación de pequeñas o grandes burbujas de lucidez colectiva, que operan como espasmos en relación y contra determinadas circunstancias consideradas inadmisibles, iniciativas de apropiación no pocas veces inamistosa del espacio público y que pueden ser especialmente espectaculares, que ponen el acento en la creatividad y que toman prestados elementos procedentes de la fiesta popular o de la performance artística. Se trata de movilizaciones derivadas de campañas específicas, para las que pueden establecerse mecanismos e instancias de coordinación provisionales que se desactivan después..., hasta la próxima oportunidad en la que nuevas coordenadas y asuntos las vuelvan a generar poco menos que de la nada.
Cada oportunidad movilizadora –cada convocatoria, cada ocupación de la calle o la plaza, cada asamblea, cada acción– instaura así una verdad comunicacional intensamente vivida, una exaltación en la que las relaciones de producción, las dependencias familiares o institucionales se han desvanecido. Sociedad concebida ante todo como acaecer, como generación de grupalidades en proceso permanente de estructuración, basadas en una conexión flotante, hecha de códigos abiertos, intensidades emocionales, flujos y haces de interactividad recíproca entre individuos, puesto que no se pierde de vista el axioma liberal según el cual es del individuo y su autonomía del que depende toda emancipación económica o política; vida social como concatenación y encadenamiento de coaliciones momentáneas entre sujetos que definen lo que ocurre a medida que ocurre y enfrentan emergencias problemáticas administrándolas desde una racionalidad cooperativa elaborada desde el interior de cada circunstancia particular. Se construye de este modo un refugio provisional, pero satisfactorio, ante las inclemencias de la estructura social y política existente, una emancipación en última instancia ilusoria de la gravitación de las clases y los enclasamientos, una victoria momentánea de la realidad como construcción interpersonal sobre lo real como experiencia objetiva del mundo. Un sueño del que tarde o temprano se acaba despertando.
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