dijous, 30 de maig del 2019

Autorretrato del antropólogo anonadado

Foto de Jaden Nyberg en Tonga
Reseña de James Clifford y Geoge E. Marcus. ed. Retóricas de la antropología. Gijón : Júcar, 1991, 390 p., publicado en Babelia, suplemento de libros de El País, el 2 de noviembre de 1991.

AUTORRETRATO DEL ANTROPÓLOGO ANONADADO
Manuel Delgado  

Una buena oportunidad de ponernos al día acerca de las últimas tendencias en antropología es ésta de la aparición entre nosotros de un texto fundacional del etnodeconstructivismo norteamericano, Retóricas de la antropología. Estas Retóricas vienen a ser como las actas del seminario que reuniera en Santa Fe, en 1984, a la plana mayor de quienes estaban trabajando a partir de la tipificación de lo etnográfico como construcción-textual de realidades más o menos exóticas. El volumen reúne así las teorizaciones tanto de los compiladores, Clifford y Marcus, como de algunos de los máximos responsables de la creciente literaturización de la labor de campo en etnología: Rosaldo, Pratt, Cranpazano, Tyler, Asad, Rabinow y Fischer.

En realidad, esta nueva corriente no significa otra cosa que una traslación a los herederos de la nueva etnografía, y la etnociencia americanas de los sesenta, del efecto revelador que causara en la crítica literaria americana –el Grupo de Yales: Hartman, Miller, Bloom, Paul de Man- la presencia física entre ellos de Lacan y Derrida, y la predisposición a interaccionarse con cierta forma francesa de tratar la hermenéutica alemana que culmina en Heidegger. Los elementos son prácticamente los mismos, y los reunidos –federados, cabria decir- en Santa Fe no hicieron sino reclamar para la etnografía lo que se había apremiado para la textualidad en general: una nueva tensión no exenta de ironía, la suspicacia ante la palabra, la escritura como una forma de conciencia, la exaltación de la alegoría –tan poco ajena a Benjamin y a sus lecturas del barroco-, la denuncia del positivismo y del formalismo no estructuralista precedentes, etcétera.

Lo que no debe entenderse como un préstamo unidireccional. De hecho, los de Yale se presentaron como un desarrollo último de la antropología de Cambridge y, por otro lado, la etnografía escritural¸ que aquí despliega sus argumentos no deja de ser el encuentro de los americanos con la gran tradición de la monografía etnográfica francesa, sin duda-, Griaule, Soustelle, Maurice Leenhardt, Lévi-Strauss, etcétera. Así, leyendo la aportación al volumen de Stephen A. Tyler –casi un manifiesto-, con su llamada a dar prioridad al ensoñamiento evocador en el discurso etnográfico, a uno le viene automáticamente a la cabeza Lo exótico es cotidian, la obra de Georges Condominas sobre los moi vietnamitas.

El cuadro especulativo que conforman esta Retóricas viene a ser, en principio, el resultado de autoaplicarse la antropología aquel mismo conocimiento disolvente con el que se venia delatando las artimañas semánticas que sostenían lo aparente de las culturas, crecientemente contempladas en términos textuales por una disciplina cada vez más semiologizada. Puestos a ejercer su proverbialmente negativa crítica, lógico era que la inteligencia etnológica estallara con sólo mirarse al espejo, para ceder su lugar a una etnografía policroma, a una suerte de fantasia objetiva que no interpreta, ni compara, ni verifica, que renuncia a indagare sobre el sentido y que se conforma con no decir mentiras, por mucho que se sepa y se quiera incapaz de decir la verdad.

Una antropología que ya se reclama explícitamente posmoderna,  cuya vocación suicida es compatible, con un descarado narcicismo, exaltación de la perplejidad de la experiencia de campo y que describe los materiales observados en tono de un romanticismo perverso. Consecuencia todo ello, es la constatación de que el trabajo sobre el terreno es el último y único rasgo singularizador que evita la disolución de la antigua ciencia de la cultura en la historia, la sociología, la literatura de viajes o el periodismo.

Y una antropología que se jacta de su anonadamiento para hacer de él la paradójica clave su su éxito actual. Porque, no nos engañemos, la posmodernidad ha venido a hacer del desconcierto reinante en la etnología tanto su reflejo como su modelo, y del antropólogo un nuevo sacamuelas, un charlatán de feria al que una y otra vez se convoca para que distribuya entre los mortales un poco de su lúcida confusión.


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