diumenge, 30 de desembre del 2018

La calle en peligro





Apartado de "El derecho a la calle", Col·lectiu Repensar Bon Pastor, ed., Repensar Bon Pastor, Virus, Barcelona, 2014, pp. 218-230.

LA CALLE EN PELIGRO
Manuel Delgado 

Hace más de medio siglo Jane Jacobs publicó un libro fundamental en que advertía de peligros para la calle como institución social que no hemos visto sino agudizarse. En Muerte y vida de las grandes ciudades (Jacobs, 2011 [1961]), frente a la insensibilidad de la burocracia urbanística y los estragos que estaba produciendo su aplicación, Jacobs defendía la importancia de proteger la naturaleza de la calle como espacio de encuentro e intercambio, versátil en sus usos y animada por todo tipo de apropiaciones individuales o colectivas; con niños jugando y aprendiendo cosas esenciales que en ningún otro espacio aprenderían; salpicada de pequeños comercios abiertos al exterior que proveían de variados bienes y servicios; incluso también con automóviles, pero no demasiados… Al tiempo que se exaltaban los valores positivos del vitalismo urbano, Jacobs censuraba el despotismo de unos urbanistas ignorantes y hasta hostiles ante las prácticas y los practicantes de esa intensa existencia urbana que se empeñaban en someter a la lógica de sus planos y maquetas. 

El paso del tiempo no ha hecho sino hacer crecer la lucidez y la pertinencia de una rebelión teórica y personal que hay motivos para asumir como más urgente todavía que entonces. El elogio de Jacobs de la calle lo era del valor de uso, es decir –recuérdese– el determinado por las características propias de un objeto y por el empleo específico y concreto que se le da en función de esas mismas características, en este caso el valor de uso de unas calles cuyas funciones y fines podían ser sociales, económicos, lúdicos, culturales o, simplemente y en el sentido más amplio, vitales, es decir relativos a la experiencia humana en toda su variedad. Es esa multiplicidad incontable de maneras de hacer y de estar que la autora veía y quería continuar viendo en las calles lo que hacía de ellas ese espacio del que otra mujer, la señora Dalloway –es decir, Virginia Woolf–, recibía la impresión, mientras cruzaba Victoria Street,  de que en él “las cosas se juntaban”.

Aquel grito de alarma ante el peligro que se cernía sobre la vida en las calles hace décadas ahora seguramente sería todavía más angustioso ante la visión de los desastres provocados por una concepción de la ciudad que piensa y actúa sobre ella en términos de valor de cambio, es decir de búsqueda de obtención de beneficios por lo que se presenta como una mera mercadería sometida a la ley de la oferta y la demanda. Esa es la actualidad de tantas ciudades y de sus calles: acumulación de capital, persecución de rendimientos y generación de plusvalías, todo ello presentado bajo pomposas denominaciones del tipo reforma, reconversión, regeneración…, que no dejan de ser las expresiones de hasta qué punto lo que Jacobs llamó “dinero catastrófico” se está saliendo con la suya.

La fiscalización de lo que sucede en las calles se está convirtiendo en un asunto prioritario para las agendas políticas en materia urbana y para proyectos que, presentándose como urbanos, son casi siempre simplemente inmobiliarios. Lo que para Jacobs eran las calles y sus aceras ahora deben ser, a toda costa, lo que se presenta solemnemente como “espacios públicos de calidad”, unos escenarios en los que el público ya no es tanto usuario como más bien consumidor y cuyo estado ha de mantenerse en condiciones de formar parte de la correspondiente oferta de ciudad. Para ello se le aplican unos niveles de monitorización que Jane Jacobs no podría haberse apenas imaginado en 1961, pero que, generalizados ya, son hoy la garantía de que las iniciativas en materia de reorganización urbanística se acompañarán de lo que los técnicos llaman “huecos urbanos” rigurosamente vigilados, de los que cualquier presencia considerada inconveniente o inadecuada –a veces cualquier expresión de espontaneidad– quedará rápidamente expulsada o mantenida a raya. Por supuesto que nada que ver con aquellas formas de control social informal que debían ser para Jacobs garantía de seguridad y confiabilidad públicas. Son la policía, los agentes privados, las cámaras de vigilancia y las “normativas cívicas” vigentes en tantas ciudades los instrumentos gubernamentales encargados de velar por que lo que fueron un día espacios realmente compartidos sean sólo accesibles para lo que Jacobs definía como “individuos incorpóreos, asépticos y estadísticos”.

Es cierto que las calles siguen siendo pensadas oficialmente para servir tan solo para que la gente vaya y venga de trabajar y cuando se peatonalizan es para hacer de ellas centros comerciales “al natural” o parques temáticos para el ocio hipercontrolado, dos paradigmas de esa tendencia a la zonificación que tanto deploraba la autora. En cuanto a la automovilización –el imperio de los vehículos motorizados y el privilegio de las calzadas sobre las aceras– ni que decir tiene que ya se ha impuesto en todas las ciudades del mundo, incluso en países menos desarrollados en los que circular a pie es un signo de depreciación social. Se ha agudizado la tendencia a acuartelar a los niños para “protegerlos” de una calle que había sido uno de los instrumentos clave para su socialización. Y, por supuesto, no han hecho más que crecer las razones para que los afectados por el egoísmo de los poderosos y la estupidez de sus empleados continúen sus luchas.

La pesadilla que nos amenaza es el de la proliferación de conglomerados urbanos que están en las antípodas de aquellos que tenían en la calle su eje para la vida comunitaria, incluyendo su dimensión más conflictiva. Ya no son solo esas variantes de vivienda en bloque sin balcones y en los que únicamente se prevé una vida social exclusiva y excluyente en espacios interiores privados. Una especie de caos urbano ha seguido proliferando en zonas periurbanas y está suponiendo un verdadero desmoronamiento de lo urbano como forma de vida a favor de una ciudad difusa, fundamentada en asentamientos expandidos de espaldas a cualquier cosa que se pareciese a ese espacio realmente socializado y socializador que es la calle. Son esas casas unifamiliares aisladas o adosadas en que tiene lugar una vida privada que desprecia la calle como lugar de encuentro, que depreda masivamente territorio, que abusa del automóvil y para la que los únicos espacios públicos son poco más que los shoppings y las áreas de servicio de las autopistas; conjuntos  residenciales segregados y repetitivos que vemos extenderse en las periferias metropolitanas o en núcleos atractores aislados consagrados a la práctica desconflictivizada del consumo y del ocio, que funcionan como colosales máquinas de simplificar y sosegar ese nerviosismo consustancial a la vida en de calle. Es decir, imitaciones de los exteriores urbanos que son más bien su parodia o su caricatura, configuraciones socioespaciales que desactivan las cualidades que tipificaban tanto las calles como morfología como las calles en tanto que escenario de una manera singularmente fértil de estar juntos. 

Pero, a pesar de la cruzada que vienen manteniendo desde siempre políticos y tecnócratas de la ciudad contra ella, usar la calle continua siendo hacerlo del proscenio de una compleja y apasionante vida social, marco para las formas más creativas y fructíferas de convivencia humana. Frente o de espaldas a la insensibilidad de la burocracia urbanística, la ambición de los diferentes depredadores del espacio urbano y de los inútiles esfuerzos de la policía por controlarlas, las calles continúan siendo espacios de encuentro, intercambio y, por supuesto, de lucha. Es así que hablar, como nos invitó a hacer Henri Lefebvre, del derecho a la ciudad es hacerlo del derecho a la calle, es decir del derecho a vivir plenamente fuera o incluso lejos de donde uno vive.


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