Apartado de "El derecho a la calle", Col·lectiu Repensar Bon Pastor, ed., Repensar Bon Pastor, Virus,
Barcelona, 2014, pp. 218-230.
LA CALLE EN PELIGRO
Manuel Delgado
Hace más de
medio siglo Jane Jacobs publicó un libro fundamental en que advertía de
peligros para la calle como institución social que no hemos visto sino agudizarse.
En Muerte y vida de las grandes ciudades
(Jacobs, 2011 [1961]), frente a la insensibilidad de la burocracia urbanística
y los estragos que estaba produciendo su aplicación, Jacobs defendía la
importancia de proteger la naturaleza de la calle como espacio de encuentro e
intercambio, versátil en sus usos y animada por todo tipo de apropiaciones
individuales o colectivas; con niños jugando y aprendiendo cosas esenciales que
en ningún otro espacio aprenderían; salpicada de pequeños comercios abiertos al
exterior que proveían de variados bienes y servicios; incluso también con
automóviles, pero no demasiados… Al tiempo que se exaltaban los valores
positivos del vitalismo urbano, Jacobs censuraba el despotismo de unos
urbanistas ignorantes y hasta hostiles ante las prácticas y los practicantes de
esa intensa existencia urbana que se empeñaban en someter a la lógica de sus
planos y maquetas.
El paso del
tiempo no ha hecho sino hacer crecer la lucidez y la pertinencia de una
rebelión teórica y personal que hay motivos para asumir como más urgente
todavía que entonces. El elogio de Jacobs de la calle lo era del valor de uso,
es decir –recuérdese– el determinado por las características propias de un
objeto y por el empleo específico y concreto que se le da en función de esas
mismas características, en este caso el valor de uso de unas calles cuyas funciones
y fines podían ser sociales, económicos, lúdicos, culturales o, simplemente y
en el sentido más amplio, vitales, es decir relativos a la experiencia humana
en toda su variedad. Es esa multiplicidad incontable de maneras de hacer y de
estar que la autora veía y quería continuar viendo en las calles lo que hacía
de ellas ese espacio del que otra mujer, la señora Dalloway –es decir, Virginia
Woolf–, recibía la impresión, mientras cruzaba Victoria Street, de que en él “las cosas se juntaban”.
Aquel grito
de alarma ante el peligro que se cernía sobre la vida en las calles hace
décadas ahora seguramente sería todavía más angustioso ante la visión de los
desastres provocados por una concepción de la ciudad que piensa y actúa sobre
ella en términos de valor de cambio, es decir de búsqueda de obtención de
beneficios por lo que se presenta como una mera mercadería sometida a la ley de
la oferta y la demanda. Esa es la actualidad de tantas ciudades y de sus calles:
acumulación de capital, persecución de rendimientos y generación de plusvalías,
todo ello presentado bajo pomposas denominaciones del tipo reforma, reconversión, regeneración…, que no dejan de ser las
expresiones de hasta qué punto lo que Jacobs llamó “dinero catastrófico” se
está saliendo con la suya.
La
fiscalización de lo que sucede en las calles se está convirtiendo en un asunto
prioritario para las agendas políticas en materia urbana y para proyectos que,
presentándose como urbanos, son casi siempre simplemente inmobiliarios. Lo que
para Jacobs eran las calles y sus aceras ahora deben ser, a toda costa, lo que
se presenta solemnemente como “espacios públicos de calidad”, unos escenarios
en los que el público ya no es tanto usuario como más bien consumidor y cuyo
estado ha de mantenerse en condiciones de formar parte de la correspondiente
oferta de ciudad. Para ello se le aplican unos niveles de monitorización que
Jane Jacobs no podría haberse apenas imaginado en 1961, pero que, generalizados
ya, son hoy la garantía de que las iniciativas en materia de reorganización
urbanística se acompañarán de lo que los técnicos llaman “huecos urbanos”
rigurosamente vigilados, de los que cualquier presencia considerada
inconveniente o inadecuada –a veces cualquier expresión de espontaneidad–
quedará rápidamente expulsada o mantenida a raya. Por supuesto que nada que ver
con aquellas formas de control social informal que debían ser para Jacobs
garantía de seguridad y confiabilidad públicas. Son la policía, los agentes
privados, las cámaras de vigilancia y las “normativas cívicas” vigentes en tantas
ciudades los instrumentos gubernamentales encargados de velar por que lo que
fueron un día espacios realmente compartidos sean sólo accesibles para lo que
Jacobs definía como “individuos incorpóreos, asépticos y estadísticos”.
Es cierto
que las calles siguen siendo pensadas oficialmente para servir tan solo para
que la gente vaya y venga de trabajar y cuando se peatonalizan es para hacer de
ellas centros comerciales “al natural” o parques temáticos para el ocio
hipercontrolado, dos paradigmas de esa tendencia a la zonificación que tanto
deploraba la autora. En cuanto a la automovilización –el imperio de los
vehículos motorizados y el privilegio de las calzadas sobre las aceras– ni que
decir tiene que ya se ha impuesto en todas las ciudades del mundo, incluso en
países menos desarrollados en los que circular a pie es un signo de
depreciación social. Se ha agudizado la tendencia a acuartelar a los niños para
“protegerlos” de una calle que había sido uno de los instrumentos clave para su
socialización. Y, por supuesto, no han hecho más que crecer las razones para
que los afectados por el egoísmo de los poderosos y la estupidez de sus
empleados continúen sus luchas.
La
pesadilla que nos amenaza es el de la proliferación de conglomerados urbanos
que están en las antípodas de aquellos que tenían en la calle su eje para la
vida comunitaria, incluyendo su dimensión más conflictiva. Ya no son solo esas
variantes de vivienda en bloque sin balcones y en los que únicamente se prevé
una vida social exclusiva y excluyente en espacios interiores privados. Una
especie de caos urbano ha seguido proliferando en zonas periurbanas y está
suponiendo un verdadero desmoronamiento de lo urbano como forma de vida a favor
de una ciudad difusa, fundamentada en asentamientos expandidos de espaldas a
cualquier cosa que se pareciese a ese espacio realmente socializado y
socializador que es la calle. Son esas casas unifamiliares aisladas o adosadas
en que tiene lugar una vida privada que desprecia la calle como lugar de
encuentro, que depreda masivamente territorio, que abusa del automóvil y para
la que los únicos espacios públicos son poco más que los shoppings y las
áreas de servicio de las autopistas; conjuntos
residenciales segregados y repetitivos que vemos extenderse en las
periferias metropolitanas o en núcleos atractores aislados consagrados a la
práctica desconflictivizada del consumo y del ocio, que funcionan como
colosales máquinas de simplificar y sosegar ese nerviosismo consustancial a la vida
en de calle. Es decir, imitaciones de los exteriores urbanos que son más bien
su parodia o su caricatura, configuraciones socioespaciales que desactivan las
cualidades que tipificaban tanto las calles como morfología como las calles en
tanto que escenario de una manera singularmente fértil de estar juntos.
Pero, a
pesar de la cruzada que vienen manteniendo desde siempre políticos y
tecnócratas de la ciudad contra ella, usar
la calle continua siendo hacerlo del proscenio de una compleja y apasionante
vida social, marco para las formas más creativas y fructíferas de convivencia
humana. Frente o de espaldas a la insensibilidad de la burocracia urbanística,
la ambición de los diferentes depredadores del espacio urbano y de los inútiles
esfuerzos de la policía por controlarlas, las calles continúan siendo espacios de
encuentro, intercambio y, por supuesto, de lucha. Es así que hablar, como nos
invitó a hacer Henri Lefebvre, del derecho a la ciudad es hacerlo del derecho a
la calle, es decir del derecho a vivir plenamente fuera o incluso lejos de
donde uno vive.
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