dimarts, 25 de desembre del 2018

La calle, apropiación y conflicto

La foto es de Arindan Banerjee. Está tomada de dreamstime.oom

LA CALLE, APROPIACIÓN Y CONFLICTO 
Manuel Delgado


Son distintas las maneras como determinados grupos pueden reclamar, fusionalmente y en tanto que tales, su derecho a usar de manera expresiva el espacio público urbano, otorgándole un determinado significado compartido a las calles, las avenidas o las plazas por las que circulan o en que se concentran. Las formas que esta puesta en sentido del espacio público ha adoptado pueden ser diferenciadas a partir de una tipología siempre relativa, en la medida en que sus expresiones experimentan una constante tendencia a la superposición y a la mixtura: comitivas, desfiles, procesiones, ruas, pasacalles, etc., deteniéndonos en especial en el caso de las manifestaciones de calle de temática civil. 

Cualquiera que sea la variante de desplazamiento ritual colectivo podríamos, observando sus preferencias espaciales, reconocer una actividad consistente en establecer puntos de calidad y singladuras que unen entre sí esos puntos siguiendo auténticas sendas rituales, así como un sistema de evitaciones y soslayamientos no menos significativo. Ese uso no estrictamente práctico que recibe periódicamente el espacio urbano –flujos y estancamientos no ordinarios que alteran la hidrostática urbana– no hace sino poner de manifiesto su condición de público, es decir accesible a todos, puesto que se entiende que realmente pertenece a todos y que estos todos pueden ponerlo negociadamente al servicio de sus intereses tanto prácticos como simbólicos. Que la calle se vea transformada por todo tipo de ritos colectivos, consistentes en marchar o detenerse juntos, libremente, implicaría, si fuera realmente así, que ha visto reconocida su naturaleza de ámbito de las proclamaciones sociales del tipo que sea, el contenido de las cuales puede ir de la periódica representación festiva de determinados vínculos comunitarios a la vindicación de objetivos concretos en el marco de todo tipo de luchas civiles. 

Es así que la calle, la plaza o la avenida son apropiadas, en el doble sentido de hecha propias y señaladas como adecuadas, por parte de ciudadanos reunidos que proclaman públicamente quiénes son, qué creen, qué sienten, qué piensan o a qué aspiran. Allí los individuos y los grupos que pasan del movimiento a la movilización definen sus relaciones con el poder, para someterse, pero también para proclamar su indiferencia a través de la fiesta o para impugnarlo por medio de la protesta pública. Ahora bien, no resulta demasiado defendible la afirmación de que el espacio público ha acabado por conseguir aquella alta misión que el en tantos sentidos frustrado discurso democrático le había asignado. En la practica, no encontramos sino pruebas que la calle ha visto constantemente escamoteado ese papel de escenario privilegiado para la comunicación y la participación, proscenio mayor de la integración civil en que la sociedad debería poder explicitar de manera pacífica y en términos políticos su naturaleza fragmentaria y conflictiva. 

Así, aquel espacio público que prometía constituirse en marco preferente para la libertad y igualdad y comarca en que la opresión y la segregación resultarían inconcebibles, ha acabado siendo un lugar monitorizado, hipervigilado y dispuesto para la estigmatización, sin que la condición polémica de las relaciones sociales haya podido contar muchas veces con la posibilidad de hacerse manifiesta, ni expresar sin trabas los descontentos y las voluntades transformadoras. La naturaleza conflictual de las relaciones sociales de exclusión y de dominación ha tenido que llevar a termino sus periódicas escenificaciones a menudo por la fuerza, básicamente porque era por la fuerza que le era impedido. Desmintiendo el proyecto del cual era encarnación, el espacio público ha visto en múltiples ocasiones como, incluso en estados nominalmente democráticos, se obstaculizaba o impedía su realización en tanto que ámbito no sólo para el consenso, sino también para expresar la pugna entre actores sociales, culturales y políticos que querían reajustar las relaciones que los mantenían al mismo tiempo unidos y enfrentados. 

Esta incapacidad de los sistemas políticos centralizados –incluso de aquellos que se autopresentan como democráticos– a la hora de convertir las relaciones entre dominantes y dominados en asuntos políticos dirimibles en público se ha traducido en usos de la fuerza, y en usos públicos de la fuerza, en la medida que han buscado sobretodo la manera de visibilizarse, de convertirse en un espectáculo que quiso ser inicialmente histórico –y, como tal, representable y más tarde evocable en clave épica–, pero que en una última etapa ha buscado por encima de todo resultar sencillamente mediático, susceptible de ser reproducido y retransmitido por los medios de comunicación de masas. En este sentido, la imagen que estos medios de comunicación han divulgado en las últimas décadas de lo que habían etiquetado como “violencia urbana” nunca se han limitado a una aséptica crónica de los hechos, sino que ha aparecido modelada por un discurso que venia a exaltar las actuaciones de la llamada “fuerza pública” como justas y pertinentes y que impregnaba las expresiones de ira colectiva con todo tipo de descalificaciones, en tanto que antisociales, perturbadoras de una visión bien sesgada de lo que había que entender por “orden público”. 

Resulta interesante comprobar la manera como el lenguaje hegemónico en cada marco sociopolítico trabaja esta categoría de “violencia urbana” en función de requerimientos contextuales diferenciados. Por ejemplo, si en Francia evoca el que hacía un siglo servia para ser aplicado a las “clases peligrosas” –los sectores marginales, que habitan barrios degradados–, en el Estado español lo que hace es reproducir todo el esquema que servia al régimen franquista para descalificar la actividad de los agitadores subversivos que rompían la impuesta tranquilidad ciudadana. En efecto, en Francia la violencia urbana es sistemáticamente asociada a expresiones irracionales, descontroladas y absolutamente despolitizadas de la rabia de los jóvenes de los suburbios urbanos, a menudo inmigrantes o descendientes de inmigrantes que no han conseguido los niveles deseados de “integración sociocultural”. En cambio, en el Estado español la violencia urbana aparece figurada bien como parte de la actividad normal de la que la prensa denomina “tribus urbanas”, bien al lado de figuras no menos arbitrarias, como pasa desde la década de los noventa con el “terrorismo de baja intensidad” o la kale borroka, para designar las expresiones contestatarias que protagonizan jóvenes altamente politizados, que son descritos como débiles mentales fácilmente sugestionables o bien como fanáticos conjurados en la destrucción de la paz civil y a sueldo de fantasmáticas instancias ocultas que buscan la destrucción de la sociedad y el triunfo del mal. Tanto en un caso como en el otro, la «violencia urbana» remite a la acción de lo que es presentado en tanto que fuerzas antinstitucionales, despolitizadas en unos casos, hiperpolitizadas en otros, pero marcadas siempre por su conexión a las figuras más abominables y al mismo tiempo más inquietantes –por inconcretas, por mórbidas– de la inseguridad, la criminalidad y todo el resto de formas concebibles –incluso inconcebibles– de la alteridad social. 

Pero, ¿de qué se está estemos hablando cuando se alude a unas supuestas “violencias urbanas”? El calificativo de urbano para designar un tipo específico de violencia ya de por si resulta intrigante, pues se trata de expresiones de conflicto social que a menudo tienen lugar en ámbitos rurales o semirurales. La respuesta a este enigma –por qué el termino urbano para etiquetar un determinado tipo de violencias– tendría que ver segu­ramente con la vieja estatuación de la ciudad como un medio ambiente moral negativo, en el seno del cual se desencadenan sin parar todo tipo de anomias y disgregaciones, un paisaje marcado por la desorientación, la perdida de valores y la desolación. Y si es fácil descubrir la justificación ideológica de las connotaciones negativas del epíteto urbano, también lo habría de ser descubrir que el termino violencia le corresponde una génesis igualmente bien poco inocente. De hecho no deberíamos hablar de fenómenos de violencia sino de sucesos a los cuales se atribuye una especie de cualidad interna especial que bien podríamos denominar violencidad. Ésta se asigna en función de criterios que no tienen nada que ver con la intensidad de la fuerza injustificada o excesiva aplicada, ni con el daño físico o moral causado en las víctimas, sino que responde a una identificación de la violencia como uno de los rasgos de la alteridad social: los violentos son siempre los otros. 

Los discursos hegemónicos acerca de la violencia y la representación mediática de ésta –siempre sobrecargada de tintes melodramáticos– inciden una y otra vez en lo que Jacques Derrida había denominado la “nueva violencia arcaica”, una violencia elemental, bruta, primitiva, de la que el manifestante violento o el protagonista de revuelta suburvial sería uno de los exponentes, al lado del delincuente, del terrorista, del hoolingan, con los que se les emparenta. La violencia del “radical”, que es mostrado encapuchado lanzando piedras o cócteles molotov y levantando barricadas, se opone de manera absoluta a la fuerza del “guardián del orden público”, el sufrido “servidor de la sociedad”, que encarna los valores sacrosantos de la ley y el orden. Vemos así como una violencia heterogénea, escandalosa e inaceptable es imaginada enfrentada a una violencia homogénea, funcionarial, orientada sólo por un supuesto bien público. Una magnífica estrategia, por cierto, con vistas a generar ansiedad pública y fomentar una demanda popular de más protección policial y jurídica. 


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