-->
La foto es de Pedro Puig |
Fragmento de "Ciudadano, mitodano", en Armando Silva, ed., Imaginarios urbanos en América Latina, Fundació Tàpies, Barcelona, 2007, pp. 179-187
LA CIUDAD COMO MITO
Manuel Delgado
Hablar de la ciudad como un campo de significado es hacerlo homologando la ciudad a un mito, no en el sentido en que lo haría Barthes –el mito como mixtificación o reducción falsificadora de lo real–, sino en el sentido lévi-straussiano, es decir del mito como instancia inteligente en la que los tres niveles en los que se expresa el mundo a los humanos –lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario– coexisten mezclándose. En la ciudad vemos la misma sobreposición de instancias –la de lo Real y la de lo Imaginario– a las que se suma enseguida el trabajo de lo Simbólico –que, por otra parte, no es otra cosa que eso, es decir un trabajo o producción– en una tarea que en el fondo no muy distinta que la que hemos visto ejercer siempre a los mitos, empeñados una y otra vez en jugar con los distintos planos de la experiencia hasta hacerlos indistinguibles.
En ese orden de cosas, la ciudad, en efecto, ejerce esa misma labor que Lévi-Strauss contemplaba llevando a cabo a los mitos, que es la de confundir esos tres niveles: lo imaginario –entendido como la expresión más plausible y más ejecutiva de la realidad–, lo simbólico –como labor de producción de sentido– y lo real –como éso que está ahí y cuya presencia intentamos inútilmente conocer o acaso tan sólo mantener a raya. Acaso, como en relación con el mito, el urbanita sólo puede vivir la ilusión de que realmente es él quien emplean los lugares de cualquier ciudad como instrumentos a través de los cuales pensar y hacer. Probablemente sea lo contrario y, como ocurre con los mitos, sean los lugares de cualquier ciudad las que empleen a los humanos –esos transeúntes que van de aquí para allá– para comunicarse y hacer sociedad entre sí. Ciertamente, por ello, todo ciudadano es en realidad un mitodano, el habitante de un mito.
Salir a la calle entonces es iniciar un viaje, y un viaje no muy distinto que el que a principios del siglo XX llevara a Victor Segalen al extremo Oriente. ¿Qué es lo imaginario? –se pregunta Segalen–: lo que hay antes de la partida, lo que luego se abandona al llegar –en el momento de enfrentarse con lo real–, pero que luego se reencuentra y se imbrica con ese mismo real. O, como él mismo escribiera en su Viaje al País de lo Real: “Peripecias: yo, partido en busca de lo Real, fui apresado de golpe y no siento otra cosa. Poco a poco, muy delicadamente, asoman los muros de un imaginario anterior. Después de algún tiempo: juego alterno. Luego triunfo de lo Imaginario por el recuerdo y la nostalgia de lo real.” Los imaginarios sociales son entonces, como propone Ledrut, “aquellas representaciones colectivas que rigen los sistemas de identificación y de integración social, y que hacen visible la invisibilidad social”. Y, ¿qué es eso que funda y organiza lo social, pero no se ve, sino lo evocado, lo recordado, lo invocado, lo esperado, lo soñado, el deseo... Lo que fue, pero todavía es; lo que estuvo, pero se resiste a marchar; lo que ya está ahí, aunque todavía no haya llegado. Todo lo que anuncia su nacimiento; todo lo que se niega a morir. Un montón de restos; lo que está a punto de suceder.
Pasear por las calles, atravesar cualquier plaza, transcurrir por el corredor del metro, subir o bajar las escaleras de tu propia casa o de la casa de otros es pasear, atravesar, transcurrir, subir o bajar uno o varios imaginarios el propio y el de todos los otros que dejaron o dejarán allí o por allí sus huellas. El ciudadano es entonces el morador incansablemente en tránsito de un cuarto de ecos, en que todo es reverberación o reflejo. Cada sitio dialoga con otros sitios, de igual modo que cada momento interpela a otro momento y lo que esos otros sitios y momentos valen o significan. Cada sonido y cada sombra es así, en la ciudad, de pronto, además, juicio, recuerdo, precio o señal, todo lo que está ahí, aunque no esté. No otras cosas, sino todo lo otro.