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Estos son unos párrafos de un artículo que publiqué en 1993, el número 6 de la revista Luego…, que dirigían Fernando Hernández y Alberto Cardín en la Facultat de Belles Arts de la Universitat de Barcelona. El título del texto era “La blasfemia”.
LA BLASFEMIA COMO SIGNO DE PUNTUACIÓN
Manuel Delgado
Se debe partir de que el lenguaje es, a la vez, el medio y la manifestación del conocimiento del mundo, que, de hecho, mundo y lenguaje suelen tener los mismos límites. Por ello, el vocabulario es el indicador principal de su identidad. Por otra parte, el fenómeno de la blasfemia es inseparable de aquello que se da en llamar la cultura popular, precisamente porque su especificidad viene dada por su condición de adquirida, transmitida y, en gran medida, organizada a partir de las leyes de la oralidad. Ni que decir tiene que la blasfemia es parte de esa oralidad y que acontece completamente al margen del lenguaje escrito, que siempre le ha deparado una consideración tabuada.
Esto en lo que hace a los aspectos propiamente semánticos de la cuestión. En lo que se refiere a las averiguaciones destinadas a una clarificación pragmática, la empresa de definir una tipología enunciativa, como premisa a satisfacer prioritariamente, es ya de por sí casi inasible. Es imposible delimitar las ocasiones o lugares donde los españoles, preferentemente los varones, preferentemente también de clase baja, suelen hacer escarnio de lo santo, puesto que se trata de una práctica que impregna el lenguaje mismo. Para que se produzca el insulto a Dios no se requiere una condición situacional específica. No hace mucho, José María Gironella advertía escandalizado, a principios de la década pasada, que «la blasfemia actual es una especie de comodín» («La blasfemia», La Vanguardia, 6 de febrero de 1992). Ese insulto puede perfectamente aparecer armonizado con el propio ritmo de los registros semánticos, o incluso armonizándolo. La abrumadora presencia de groserías hacia lo divino que tiene oportunidad de escuchar no tiene porqué responder necesariamente a un uso como exclamación interjectiva: son verdaderos signos de puntuación.
Además de esta labor como simple signo de puntuación, la sobreabundancia del uso de expresiones blasfemas puede atender al subrayado de que la comunicación existe y eso es todo, como parte de la negociación protocolaria de cualquier secuencia comunicativa y sin que su inclusión implique enriquecimiento de la información. Se trata del tipo de funcionalidad que Roman Jakobson, recuperando una acepción de Malinowski, había llamado fática, destinada sólo a poner de manifiesto que el canal de comunicación funciona, de manera que el empleo de expresiones escatológicas u obscenas contra la religión ejemplarizaría «una orientación que puede patentizarse a través de un intercambio profuso de fórmulas ritualizadas, en diálogos enteros, con el simple objeto de prolongar la comunicación» (R. Jakobson, «Lingüística y poética», en Ensayos de lingüística general, Planeta-Agostini).
La cuestión y lo que tiene de enigma no debería pasar desapercibida. El planteamiento debe hacerse, sin duda, a partir del reconocimiento de que únicamente la cultura oficial –el sociolecto de las clases cultas, los medios de comunicación, los discursos de los políticos, etc. – no se blasfema jamás, mientras que para un extraordinaria cantidad de personas resulta casi imposible hablar sin blasfemar. Así, el acto grosero e hiperofensivo hacia los seres y objetos sacralizados, que se efectúa sin querer, no tiene un sentido excepcional ni marginal en el lenguaje, antes bien el suyo es el sentido del lenguaje mismo, de todo el lenguaje y, por tanto, de la cultura que a través suyo habla permanentemente de sí misma. Se insulta a Dios simplemente para hablar.