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Consideraciones para Dario Álvarez, doctorando
LA ANTROPOLOGÍA Y EL CONOCIMIENTO DE LOS LLAMADOS INMIGRANTES
Manuel Delgado
Lejos de considerar a los
seres humanos que estudia en la pluralidad de situaciones en que aparece
constantemente inmiscuido, la "antropología de los otros", por ejemplo la
que atiende la problemáitca de los llamados "inmigrantes", ha dado con
demasiada frecuencia acríticamente por buenas o ha producido por su cuenta
categorías analíticas que han legitimado –cuanto menos potencialmente– la
marginalización de una parte de la clase obrera, ha ayudado a encerrarla en una
prisión identitaria de la que no era ni posible ni legítimo escapar. En efecto,
el aparato terminológico de los antropólogos se ha dedicado a distribuir
categorizaciones delimitativas, ha certificado rasgos, inercias y recurrencias
basados en clasificaciones "étnicas" o "religiosa", cuya
función ha sido la de prestar un utillaje cognoscitivo preciso y disponerlo
como una modalidad operativa más al servicio de la exclusión. Se ha pasado así,
una vez más, de la aséptica definición técnico-especialista a la discriminación
social, dándole la razón a las construcciones ideológicas marginalizadoras y a
las relaciones sociales asimétricas. Es decir, no deberían
ser, por ejemplo, los "musulmanes" a a quienes deberíamos estudiar,
sino la manera como algunos son producidos como “musulmanes” y la intervención
de estea imagen en las prácticas de identificación.
Lejos de ahí, el antropólogo ha podido
aparecer como tipificador de una anomalía que se ha presentado como «cultural»
—en este caso "religiosa"— y de la que se deriva una inferiorización
que ha resultado finalmente ser social, cuyo objeto es la presencia
presumidamente extraña de un intruso no menos «cultural». Aquel al que se ha
marcado con el atributo étnico-religiosa es muy posible que acabe aprendiendo,
por así decirlo, los términos de su inferioridad, interiorizándolos,
substantivizándolos. El clasificado como «minoritario» acaba inevitablemente
convirtiéndose en lo que dicen de él que es, es decir acaba minorizándose.
Otra cuestión importante,
relativa a la posibilidad y, en este caso, a la legitimidad del trabajo de
campo con inmigrantes, tiene que ver con una disposición de la división
público-privado que no siempre se tiene en cuenta a la hora de hacer preguntas
y observaciones. Si es cierto que la investigación de campo siempre implica un
cierto grado de violencia y de autoritarismo por parte de ese funcionario
enviado por la Administración –aunque sea con una excusa «académica» o
«científica»– que es el etnólogo especializado en inmigrantes, ese principio de
intromisión se ha de agudizar por fuerza en situaciones en las que el
«investigado» ha entendido, como parte de sus nuevas competencias culturales,
que la protección de la privacidad y de los límites de lo que cada cual
considera que es su «verdad secreta» es en lo que en gran medida reside su
principio de dignidad humana, aquel mismo que les lleva a reclamar el status de
ciudadano de pleno derecho.
A Peter
Weir le corresponde el mérito de haber entendido y haber sabido plasmar esa
paradoja que hace que el antropólogo sea un investigador que hace preguntas que
jamás consentiría que un desconocido le hiciera a él. Una película para
televisión de la época australiana de ese director, The Plumber (1980)
–estrenada en vídeo en España con el título de El visitante–, narra
la historia de una antrópologa (Judy Morris) que está encerrada en su casa
preparando su tesis sobre una sociedad de las montañas de Nueva Guinea. Su vida
hogareña se ve de pronto alterada por la irrupción en ella de un fontanero
(Ivar Kants) que la administración de la finca envía para revisar el sistema de
cañerías de su cuarto de baño. Instalado en la cotidianeidad de la
protagonista, el recién llegado se empeña en hacer preguntas relativas a su
vida privada y de su esposo y se convierte en un intruso cuya presencia acaba
resultando finalmente insoportable. La historia se resuelve cuando el personaje
de la antropóloga demuestra hasta qué punto es incapaz de aceptar que alguién
practique con ella el mismo tipo de inmiscuimiento de que ella misma había
hecho objeto a otros.
El etnólogo ha de hacer
preguntas inevitablemente indiscretas, seguir de cerca conductas íntimas,
«profundizar» en la realidad socio-psicológica de seres a los que ha hecho
beneficiarios del título de «otros». Eso sin contar, por supuesto, que el
antropólogo nunca podrá controlar del todo las informaciones que reúna,
relativas en muchos casos a los movimientos, conductas, residencias, prácticas
familiares, número preciso de grupos humanos con frecuencia hostigados por la
policía, de manera que su trabajo -nuestro trabajo- puede convertirse
fácilmente en instrumento de conocimiento y control por parte de las mismas
autoridades que ya no sólo estigmatizan sino que ya directamente ilegalizan y
persiguen a aquellos que se pretende «conocer mejor».