diumenge, 19 d’agost del 2018

La antropología y el conocimiento y control de los llamados "inmigrantes"

La foto procede de farfahinne.blogspot.com.es/
Consideraciones para Dario Álvarez, doctorando

LA ANTROPOLOGÍA Y EL CONOCIMIENTO DE LOS LLAMADOS INMIGRANTES
Manuel Delgado

Por desgracia, la antropología aparece a veces implicada, acaso involuntariamente, en el marcaje de quienes son susceptibles de ser abordados por los «agentes del orden» en función de su presupuesta adscripción grupal. Esa intervención se lleva a cabo precisamente para legitimar y mostrar como inexorable su exclusión del espacio público o las dificultades que encuentran para acceder a él en igualdad de condiciones. En el caso de los llamados «otros culturales», los miembros de presuntas minorías étnicas o, como es el caso, religiosas, el antropólogo ha contribuido a su estigmatización, subrayando la condición culturalmente extraña que se supone que les afecta y proveyendo de una parrilla clasificatoria que los etnifica casi siempre artificialmente.

Lejos de considerar a los seres humanos que estudia en la pluralidad de situaciones en que aparece constantemente inmiscuido, la "antropología de los otros", por ejemplo la que atiende la problemáitca de los llamados "inmigrantes", ha dado con demasiada frecuencia acríticamente por buenas o ha producido por su cuenta categorías analíticas que han legitimado –cuanto menos potencialmente– la marginalización de una parte de la clase obrera, ha ayudado a encerrarla en una prisión identitaria de la que no era ni posible ni legítimo escapar. En efecto, el aparato terminológico de los antropólogos se ha dedicado a distribuir categorizaciones delimitativas, ha certificado rasgos, inercias y recurrencias basados en clasificaciones "étnicas" o "religiosa", cuya función ha sido la de prestar un utillaje cognoscitivo preciso y disponerlo como una modalidad operativa más al servicio de la exclusión. Se ha pasado así, una vez más, de la aséptica definición técnico-especialista a la discriminación social, dándole la razón a las construcciones ideológicas marginalizadoras y a las relaciones sociales asimétricas. Es decir, no deberían ser, por ejemplo, los "musulmanes" a a quienes deberíamos estudiar, sino la manera como algunos son producidos como “musulmanes” y la intervención de estea imagen en las prácticas de identificación.

Lejos de ahí, el antropólogo ha podido aparecer como tipificador de una anomalía que se ha presentado como «cultural» —en este caso "religiosa"— y de la que se deriva una inferiorización que ha resultado finalmente ser social, cuyo objeto es la presencia presumidamente extraña de un intruso no menos «cultural». Aquel al que se ha marcado con el atributo étnico-religiosa es muy posible que acabe aprendiendo, por así decirlo, los términos de su inferioridad, interiorizándolos, substantivizándolos. El clasificado como «minoritario» acaba inevitablemente convirtiéndose en lo que dicen de él que es, es decir acaba minorizándose.

Otra cuestión importante, relativa a la posibilidad y, en este caso, a la legitimidad del trabajo de campo con inmigrantes, tiene que ver con una disposición de la división público-privado que no siempre se tiene en cuenta a la hora de hacer preguntas y observaciones. Si es cierto que la investigación de campo siempre implica un cierto grado de violencia y de autoritarismo por parte de ese funcionario enviado por la Administración –aunque sea con una excusa «académica» o «científica»– que es el etnólogo especializado en inmigrantes, ese principio de intromisión se ha de agudizar por fuerza en situaciones en las que el «investigado» ha entendido, como parte de sus nuevas competencias culturales, que la protección de la privacidad y de los límites de lo que cada cual considera que es su «verdad secreta» es en lo que en gran medida reside su principio de dignidad humana, aquel mismo que les lleva a reclamar el status de ciudadano de pleno derecho.

A Peter Weir le corresponde el mérito de haber entendido y haber sabido plasmar esa paradoja que hace que el antropólogo sea un investigador que hace preguntas que jamás consentiría que un desconocido le hiciera a él. Una película para televisión de la época australiana de ese director, The Plumber (1980) –estrenada en vídeo en España con el título de El visitante–, narra la historia de una antrópologa (Judy Morris) que está encerrada en su casa preparando su tesis sobre una sociedad de las montañas de Nueva Guinea. Su vida hogareña se ve de pronto alterada por la irrupción en ella de un fontanero (Ivar Kants) que la administración de la finca envía para revisar el sistema de cañerías de su cuarto de baño. Instalado en la cotidianeidad de la protagonista, el recién llegado se empeña en hacer preguntas relativas a su vida privada y de su esposo y se convierte en un intruso cuya presencia acaba resultando finalmente insoportable. La historia se resuelve cuando el personaje de la antropóloga demuestra hasta qué punto es incapaz de aceptar que alguién practique con ella el mismo tipo de inmiscuimiento de que ella misma había hecho objeto a otros.

El etnólogo ha de hacer preguntas inevitablemente indiscretas, seguir de cerca conductas íntimas, «profundizar» en la realidad socio-psicológica de seres a los que ha hecho beneficiarios del título de «otros». Eso sin contar, por supuesto, que el antropólogo nunca podrá controlar del todo las informaciones que reúna, relativas en muchos casos a los movimientos, conductas, residencias, prácticas familiares, número preciso de grupos humanos con frecuencia hostigados por la policía, de manera que su trabajo -nuestro trabajo- puede convertirse fácilmente en instrumento de conocimiento y control por parte de las mismas autoridades que ya no sólo estigmatizan sino que ya directamente ilegalizan y persiguen a aquellos que se pretende «conocer mejor».



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