La foto es de Philip Dunn |
UNA ESCUELA A LA INTEMPERIE
Manuel Delgado
No se insistirá lo suficiente en que uno de los escenarios básicos en el proceso de socialización de las personas no se desarrolla en instituciones primarias, como puedan ser la familia, la escuela o las primeras experiencias laborales, sino en la calle, es decir ese espacio entre volúmenes, inicialmente concebido para circular, pero donde tienen lugar una maraña de encuentros efímeros, pero en muchos casos determinantes, y encuentran su sede todo tipo de asociaciones informales -pandillas, peñas, bandas...- en los que los niños y los jóvenes depositan no pocas veces mucha más confianza que en el propio círculo familiar y de los que obtienen informaciones a veces más estratégicas que las que reciben del ámbito educativo o de los medios de comunicación. Ese entrenamiento social está directamente relacionado con las funciones y competencias asociadas al papel prefigurativo de la juventud en la sociedad contemporánea, en el sentido que Margared Mead apuntaba de heredera ya no del pasado, como en otras épocas o sociedades, sino del futuro.
El papel esencial del espacio urbano en la formación de los jóvenes ya fue notado por los teóricos de la Escuela de Chicago en las primeras décadas del siglo XX. No en vano, uno de los textos clásicos de la escuela tuvo que llamarse Street Corner Society, escrito por W.F. Whyte en 1943 y dedicado a lo que, en efecto, era un tipo específico de vida social cuyo escenario natural eran las esquinas de cualquier gran ciudad y de la que el cine y la televisión han provisto de abundantes ilustraciones. Pero fue antes, en 1927, cuando, en ese mismo contexto de la visión de lo urbano que aportaron los sociólogos chicaguianos, que apareció un concepto clave para referirse a la íntima relación entre jóvenes y espacio público: el de sociedad intersticial, debido a Frank M. Thrasher, que lo aplicó en su libro The Gang a las 1.300 pandillas juveniles que había inventariado activas en la ciudad de Chicago.
La noción de intersticialidad resulta clave, puesto que reconoce las calles como espacios de umbral, marcos tempo-espaciales en los que la inestabilidad estructural juega un papel paradójicamente estructurante. El intersticio es una figura inmejorable para describir lo que es al mismo tiempo un lugar físico –la calle, la plaza, el parque y otros huecos entre volúmenes construidos–, y moral, en tanto plasma un intervalo o hendidura que se abre entre instituciones primarias de la sociedad –la familia, la escuela, la justicia, la religión–, como significando metafóricamente y al mismo tiempo al pie de la letra el débil asiento estructural de los y las jóvenes en las sociedades urbanas contemporáneas.
Dicho de otro modo, los exteriores urbanos, en tanto que espacios intersticiales, se contemplaban como comarcas al mismo tiempo topográficas, económicas, sociales y morales, que se abrían al fracturarse la organización social, fisuras en el tejido social que eran inmediatamente ocupadas por todo tipo de “náufragos”, por así decirlo, que buscaban en un tipo determinado de coaliciones informales protección ante la intemperie estructural a que la vida urbana les condenaba. Desde entonces, las subculturas que podían registrarse subdiviendo el continente juvenil –el nivel de autonomía del cual no hizo desde entonces de aumentar– ha sido objeto de conocimiento para la sociología y la antropología urbanas, sobre todo para poner de manifiesto cómo estaban expresando en términos morales, resolvían en el plano simbólico, pero sobre todo escenificaban en las calles, tránsitos entre esferas incompatibles o contradictorias de la sociedad global en que se insertaban, como, por ejemplo, obligaciones laborales o escolares/ocio, trabajo/paro, aspiraciones sociales/recursos reales, familia/inestabilidad emocional, etc.
La noción de intersticio para nombrar esa grieta que se abre a la vez entre edificios e instituciones pone en relación a la calle y las experiencias sociales que le son propias, especialmente para los jóvenes, con el concepto de límite o umbral que la antropología lleva tiempo empleando para referirse a los protocolos de cambio de estatus social y, por extensión, a los estados de ambigüedad estructural en el seno de una determinada sociedad. Es en ese orden de cosas que, en 1909, Arnold Van Gennep (2005) llamó ritos de paso a los procesos ceremoniales que permiten y señalan las transiciones entre ubicaciones estables y recurrentes en una determinada estructura social, garantizando la integración del individuo en un lugar preestablecido en las redes sociales, atribuyéndole definiciones e identidades, al mismo tiempo que se le indican límites que no es posible ni legítimo superar.
Según la teoría de los ritos de paso, la fase liminar de éstos –de limen, umbral- es aquella por la que el neófito atraviesa después de haber abandonado su anterior estatus y antes de ser reconocido en su nueva naturaleza social. En esa etapa intermedia el pasajero ritual es abandonado a una situación alterada e indefinida, algo así como una especie de anomia inducida, ya que es colocado por el grupo en una situación que podríamos denominar de libertad provisional, desvinculado de determinadas obligaciones sociales y casi forzado a desobedecer las normas establecidas, puesto que ha sido momentáneamente como desocializado, con derecho y hasta con una cierta obligación de rebelarse o cuestionar presupuestos culturales básicos y protagonizar actividades al margen de los procesos económicos, religiosos o políticos centrales.
Al joven o a la joven de las sociedades occidentales modernas le corresponde plenamente ese estatuto de liminaridad que reconocemos en el transeúnte en los pasajes rituales. De hecho, la juventud se concibe, a partir de los trabajos de Stanley Hall a principios del siglo XX, como una especie de hiperrito de paso, cuyo rasgo singular sería su extraordinaria dilatación en el tiempo, puesto que se prolongaría a lo largo de varios años de la vida del ser humano en los que éste no es ni niño ni adulto, en una fase caracterizada por la intranquilidad y la incerteza. De ahí que el joven o la joven sean vistos como personajes turbulentos, atrapados en todo tipo de indefiniciones, viviendo una crónica situación de vulnerabilidad ante todo tipo de fuerzas que los zarandean en todas direcciones, una entidad social al mismo tiempo en peligro y, por ello mismo, peligrosa. Se habla, así pues, del joven o de la joven como alguien que se haya en umbral, en suspenso, manteniendo una relación ambigua con las mediaciones sociales y las instituciones en que se halla, no obstante, sumergido.