dissabte, 14 de juliol del 2018

Los centros culturales y los museos contemporáneos como parques de atracciones

La foto es del Domus de A Coruña y está tomada de https://www.lagranescapada.com/
Fragmento de Trivialidad y trascendencia. Los usos sociales y políticos del turismo cultural, intervención en el 1er. Simposio Internacional sobre Turismo Cultural, celebrado en Valladolid en noviembre de 1999, luego publicado en .J. Larrosa y C. Skliar, eds, Habitantes de Babel. Política y poéticas de la diferencia, Laertes, Barcelona, 2000, pp. 245-276.



LOS CENTROS CULTURALES Y MUSEOS CONTEMPORÁNEOS COMO PARQUES DE ATRACCIONES 

Manuel Delgado 


En el marco de las formas actualmente en curso a través de las cuales se nos obliga, como sea, a librarnos de nuestro tiempo libre, nada más cerca de un equipamiento cultural que un parque de atracciones. Es cierto que acabamos de ver cómo las grandes instalaciones culturales –Domus de A Coruña, Kursaal, de San Sebastián, Guggenheim de Bilbao, Macba de Barcelona...– se constituyen en templos en que se oficia la religión oficial de los estados modernos, con lo que penetrar en ellos exige del visitante la misma austeridad y recogimiento que se debe observar en cualquier lugar sagrado. Nada de casual hay en ello, puesto que se representa ahí uno de los aspectos más exigentes y menos mundanos de los modernos cultos culturales. En cambio, el parque de atracciones es un espacio todo él destinado al estímulo de sensaciones en absoluto sofisticadas, al que se acude para recibir gratificaciones inmediatas que no requieren ningún esfuerzo de atención y que no exigen –antes bien lo contrario– la mínima discreción en las conductas. 


A pesar de esa enorme distancia aparente, el equipamiento cultural y la feria mantienen entre sí algunas analogías importantes. En primer lugar, por la propia naturaleza festiva de toda actividad asociada al ocio de masas y al turismo. Luego, y, sobre todo, porque los parques de atracciones, además de instalaciones en las que se juega a destruir por unos momentos la estabilidad de la percepción y a buscar un cierto vértigo, suelen, no en vano, incluir espacios destinados a exposiciones, auténticos museos paródicos dedicados en este caso a cosas caracterizadas por un tipo particular de anomalía que las hace sorprendentes, raras, extraordinarias... Esta consideración se asigna a objetos que han sido considerados, siguiendo la tipología propuesta por Dan Sperber en un memorable trabajo sobre las anomalías clasificatorias animales, bien híbridos –los autómatas–, bien monstruos –los fenómenos humanos que se exhibían antes en las ferias o las imágenes de uno mismo que se reflejan en las salas de espejos cóncavos y convexos–. 

Los objetos excepcionales que se exhiben en los museos, en los festivales artísticos o en los equipamientos culturales, igualmente sobreabundantes en significado, también entrarían dentro de esa caracterología de los accidentes taxonómicos, sólo que Sperber hubiera reservado para ellos la etiqueta de perfectos, es decir ideales, sin mácula, impecables, modélicos, etc. El público que asiste a la feria o que se presenta ante los altares de la Cultura es invitado a llevar a cabo dos operaciones simétricas pero idénticas en el plano lógico-formal: colocarse ante cosas que han sido previamente puestas entre comillas y que suscitan bien la más absoluta circunspección ante una perfección monstruosa, o bien la risa o el escalofrío ante una monstruosidad perfecta. El gran equipamiento cultural no hace, en definitiva, sino trasladar a un nivel trascendente –se guardan allí restos o testimonios de una autenticidad perdida o lejana– la misma substancia –lo raro, lo excéntrico– que la feria desplaza al campo de la irrisión y la parodia, como si se tratase de dos formas alternativas, y en el fondo indisociables por complementarias, de integrar lo aberrante, la excepción, la desmesura. 

No es esta la única afinidad entre la feria y los lugares en que se encarna la Cultura. El parque de atracciones es, sobre todo, un campo cerrado en que ilusiones terribles o maravillosas pueden hacerse realidad. En este espacio acotado las posibilidades que el pensamiento intuye, pero de las que la realidad cotidiana no ha sido, ni es, ni será nunca proveedora, cobran carta de naturaleza, reciben el excepcional derecho de existir. Es así que de los parques de atracciones y de las ferias se podría decir lo mismo que, siguiendo a Merlau-Ponty, Pomian sugería de las colecciones y los museos: su función de servir de vínculo entre lo visible y lo invisible, es decir, en otros términos, entre mundo y pensamiento. De pronto, en una sociedad en que los automóviles tienen terminantemente prohibido colisionar entre sí, se hace real la imposible alucinación de un sitio –los autos de choque– en los que la única cosa que pueden hacer los vehículos que por allí circulan es topar convulsivamente. 

Las ferias asumen también el encargo de escenificar como si fuesen reales los imaginarios que el folclor contemporáneo ha ido forjando, sobre todo desde el cine, que no en vano arranca y vuelve hoy en sus últimos experimentos como una atracción de feria más: las naves espaciales, las diligencias, los bólidos, los barcos piratas de los tio-vivos, en sus formas más ingenuas, o las modernas técnicas de realidad virtual, para referirnos a las expresiones más sofisticadas y últimas de este mismo principio de virtualización. También se trata de encarnar auténticos escenarios de este mismo imaginario colectivo, una tendencia que apuntaban los castillos encantados y los túneles del terror y que la moderna industria del ocio ha amplificado hasta la desmesura bajo la forma de los actuales parques temáticos, en los que el visitante puede trasladarse físicamente al Salvaje Oeste, al Castillo de Blancanieves, a la Guerra de las Galaxias o a los paisajes de las Mil y Una Noches. 

Si nos fijamos, los sagrarios culturales operan exactamente igual. Bajo su seriedad litúrgica lo que se pretende en ellos es que ciertas realidades presumidas como incontestables y poderosas, pero nunca vistas en realidad y sólo intuidas por la recurrencia y la autoridad con que son invocadas, pueden hacerse realidad ante nosotros, aparecer literalmente como verdades materiales que incluso se podrían tocar si las medidas de seguridad no nos lo impidiesen. Todo museo o centro cultural es inevitablemente un lugar de evasión, igual que los parques de atracciones, no porque ambos sean espacios de ocio, sino porque uno y otro están repletos de objetos concebidos para cambiar de realidad, para huir de lo cotidiano y para procurar un viaje casi místico hacia los territorios de lo inefable, lo ucrónico y lo legendario. De pronto, los museos de Bellas Artes nos demuestran, en efecto, que la Belleza tiene domicilio estable. Los museos de Artesanía Popular hacen evidente que la Tradición es algo más que una entelequia o un simple look. La Identidad puede recibir su consistencia de museos que se presentan con frecuencia como de Historia Nacional, donde los rasgos nacionales o étnicos son expuestos como cosas realmente reales y obtienen los términos de su legitimidad. 

De igual modo, los museos de Antropología y de Etnología suelen estar ahí para brindarnos una imagen de lo exótico y de lo humano salvaje que responda a nuestras expectativas al respecto. Los restos arqueológicos reciben la no menos estratégica tarea de confirmar que nuestro presente ya estaba de algún modo en el pasado. Las demostraciones en vivo de la Cultura Popular y Tradicional sirven para confirmar la imagen que el turista se hace de aquellos a quienes visita, que le brindan lo que su figuración de lo arcaico esperaba, al tiempo que los lugareños escenifican la comedia de su identidad. Los eco-museos en plena naturaleza no hacen sino explicitar esa misma voluntad por naturalizar lo mostrado, integrándolo en una escenificación «en exteriores» de su propia condición de verdad. Por su parte, ¿qué sería de la Vanguardia sino fuera por los lugares en que ésta puede practicar periódicamente sus piruetas?. Jean Baudrillard se ha referido al Centro Georges Pompidou de París como un monumento a la «disuasión cultural», que se levanta «sobre un escenario museal que sólo sirve para salvar la ficción humanista de la cultura».


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