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Consideraciones para Jordi Rabadán, enviadas en diciembre de 2011
SOBRE LA RELACIÓN ENTRE PSIQUIATRÍA Y ANTROPOLOGÍA
Manuel Delgado
Por supuesto que existe una amplia tradición de vínculos
entre psiquiatría y antropología. Dejando de lado toda la escuela de cultura y
personalidad, orientada desde una cierta apropiación culturalista del
psicoanálisis, la etnopsiquiatría tiene una dilatada historia, en la que
permíteme destacar la figura emblemática de Georges Devereux. Mírate, por
ejemplo, sus Ensayos de etnopsiquiatría
general (Barral) y sobre todo un libro para mi interesantísimo, acerca del
papel estratégico que pueden jugar las propias neuras en el trabajo de campo de
los antropólogos: De la ansiedad al
método en las ciencias del comportamiento (Siglo XXI).
De hecho, bien cerca, en la Universitat Rovira i Virgili, en
Tarragona, tienes a dos colegas que han trabajado a fondo esta cuestión. Por un
lado tienes a Josep María Comelles, una
referencia a nivel internacional en este campo. Te remito a lo último que ha
publicado: Stultifera Navis. La locura,
el poder y la ciudad (Milenio), un libro sobre el hospital psiquiátrico de
Sant Pau, hoy desaparecido, que tiene su “versión” en video: http://vimeo.com/7027302. El otro compañero al que te aludía es Ángel Martínez, que
trabaja ese mismo ámbito que te interesa. Te recomiendo ¿Has visto como llora un cerezo. Pasos hacia una antropología de la
esquizofrenía? (Universitat de Barcelona).
Te diré más. No sólo hay antropólogos bien cerca que están
trabajando esta visión alternativa sobre los procesos de estigmatización y
confinamiento que afectan a las personas diagnósticadas, sino que es un
antropólogo, Martín Correa, miembro conmigo de la Junta Directiva de l’ICA, que
ha sido el animador de la experiencia de Radio Nikosia, una versión catalana de
la Cucufata argentina realmente interesante, que puedes seguir en Radio
Contrabanda y de la que contamos con un testimonio en forma de libro. Tienen
una página muy maja en internet: http://radionikosia.org/ y un libro Radio Nikosia. Voces desde la locura
(Gedisa). Fíjate si tendremos una vinculación estrecha con este proyecto, que
la inauguración del curso del ICA de hace un par de años la hicieron esta
gente. Martín Correa hizo justamente su tesis sobre el tema. La dirigió Ángel
Martínez y se leyó hace poco en la Rovira i Virgili. Se titulaba Radio Nikosia: La rebelión de los saberes
profanos (otras prácticas, otros territorios para la locura). Me cupo el
honor de estar en su tribunal y de contribuir a la obtención un merecidísimo
Cum Laude.
En cuanto a lo que apuntas, llevas toda la razón. Si quieres
verlo confirmado más argumentalmente, mírate el libro de Carlota Gallén sobre
los borderlines o “deficientes intelectuales”. Se titula Els limits de la normalitat (Edicions de 1984). Allí verás desarrollado
tu propia intuición, esto es cómo la anormalidad es la consecuencia de un artefacto
denominador, en el sentido en que nos centramos en clase hace algunas semanas.
Ese mecanismo funciona todo distribuyendo denominaciones de origen que, siendo
en realidad atributos denegatorios, siempre se presentan como si de alguna
manera fueran calificativos naturales.
En efecto, todo nombre implica una nomenclatura, y toda
nomenclatura implica una cierta localización social. Por tanto, el hecho de
recibir de los demás una identidad supone la adjudicación de un puesto
específico en el mundo. Recuerda lo que
llegué a insistir en ello en clase: no es que clasificamos objetos reales que
no están clasificados, sino que reconocemos los objetos de la realidad a partir
de la organización taxonómica a la que hemos sometido previamente esta
realidad. La diferencia que alternitza una persona o un grupo social, que de
ellos hace objeto de exclusión, marginación, discriminación, segregación o
estigma, no es antes, sino después de la diferenciación que, presumiendo de
encontrarla, ha sido ella quien lo ha generado. Los sistemas de clasificación
son, por esta causa, instrumentos cognitivos, es cierto, pero sobre todo son
instrumentos de poder y de control. Esto es válido también -quizás
especialmente- en cuanto a las clasificaciones que se muestran como “científicas”,
en este caso las provistas por la psiquiatría.
El caso que estudia Gallén de los “borderline” o personas
con inteligencia límite es de lo más emblemático. El llamado “límite” está
situado por los sistemas de medición «científica» de la inteligencia en una
zona intermedia. Las definiciones, siempre a partir del cálculo de la cantidad
de inteligencia obtenidos por el correspondiente test de coeficiencia
intelectual, el CI, son variables. La raya que ha separado el retraso mental
del retraso intelectual ha oscilado entre CI de 70, de 80, de 85, incluso de
90. El test de Binet-Simon, el clásico, arrancaba con una categorización del
débil mental profundo como aquel que
presentaba un coeficiente de entre 70 y 90, mientras que los situados entre 90
y 100 figuraban como víctimas de debilidad ligera. Hasta el 1959, el
coeficiente de corte entre la normalidad y la discapacidad psíquica era 70, lo
que convertía a un 2,5 % de la población en casi impedida mental. A partir de
la publicación ese año del Manual on Terminology
and Classification, de Rick Heber, de 1961, y siguiendo su propuesta
clasificatoria, se instaura la conversión en discapacitados mentales de todos
aquellos que ofrezcan un CI más abajo de 85, lo que abarcaba cerca de un 17 %
de la población estadounidense. A partir de ahí, se observaba que las personas
que mostraban entre un 70 y un 85 de CI tenían una serie de características que
los diferenciaban tanto de los considerados plenamente normales como los
propiamente “retrasados”. A ellos, se les asignó la etiqueta borderline
intelligence, o sea: personas con inteligencia límite. La clasificación de la
American Association on Medical Retardation (AAMR) en los años 60 consideraba
que la inteligencia límite se identificaba con el coeficiente entre el 70 y 80,
según la escala de Binet, y entre el 70 y 85 según la de Wechsler. A nivel
estatal, la Dirección General de Sanidad del Ministerio de Sanidad y el
Ministerio de Educación se orientaron durante mucho tiempo por este principio
de inclusión. Siguiendo el mismo principio, la Organización Mundial de la Salud
(OMS) postuló durante muchos años la existencia de un nivel IV de retraso
mental, el “ligero”, para el resultado de una evaluación de CI de entre 70 y
85.
Todo esto cambia en 1973. Dada la evidencia de que muchas
personas pertenecientes a grupos sociales minorizados formalmente por su
adscripción étnica-las mal llamadas "minorías étnicas" de las que
hablamos en clase, y otros grupos sociales desfavorecidos obtenían coeficientes
que los colocaban del lado del retraso mental, se optó por devolver la línea
divisoria entre normal y anormal en el CI 70. Desde ese momento, la categoría
borderline deja de ser aceptada y no aparece oficialmente en ningún catálogo de
diagnóstico y tratamiento de la discapacidad mental. De hecho, es toda la
concepción de en qué consiste el retrasado mental lo que se modifica. Se
entiende que no es el CI obtenido lo que debe ser considerado y lo que debe nutrir
una clasificación, sino las necesidades específicas de cada persona. Los
individuos con dificultades pasan a ser considerados no en función de qué son,
sino de qué cuidados complementarios necesitan para ejercer plenamente la
ciudadanía. Ya no se clasifican personas, sino demandas personales de personas
en una situación de partida desventajosa. El manual de la American Psychiatric
Association de 1992 hace suya esta aproximación a la problemática del retraso
mental, donde la figura del borderline sencillamente no está.
Y ahí llegamos al manual más utilizado actualmente, el
DSM-IV, que continúa estableciendo clasificaciones relativas al retraso mental,
sólo que ahora habla de capacidad intelectual límite en otros términos muy
diferentes de los propuestos por la clasificación de Heber. Dice, en concreto,
que la categoría borderline "puede utilizarse cuando la demanda de ayuda o
el tratamiento se relacionan con una capacidad intelectual en los límites de la
normalidad (es decir, un CI de entre 71 y 84 )”.
A pesar de estos cuestionamientos, la normativa que regulaba
en España las prestaciones y los servicios para las personas consideradas con
discapacidad hasta el final de 1999, la Orden de 9 de marzo de 1984, define la
deficiencia mental límite como la que corresponde a personas con un CI de entre
70 y 80, con lo cual se seguía manteniendo el criterio de usar el CI de 70 como
el punto de corte que separaba la deficiencia mental ligera -entre 51 y 69- y
una normalidad, eso sí, convenientemente relativizada. La nueva regulación de
la discapacidad, aprobada en diciembre de 1999 -el Real Decreto 1977/99, de
Procedimiento para el reconocimiento, declaraciones y cualificacion del Grado
de minusvalía- establece criterios más afines a los de la AAMR-92, aunque sigue
asignando el mismo lugar clasificatorio para las personas con capacidad
intelectual límite o borderline, con CI de entre 70 y 80.
Esta nueva normativa mantiene la evidencia de que,
cualquiera que sea la cinta métrica y la forma de clasificar empleadas, debería
estremecernos pensar fríamente la mecánica que somete a unos seres humanos a
una especie de estado de excepción. Todo puede depender de obtener un 84 de
cociente de inteligencia, y no un 85, para que un manual como el DSM-IV haga de
ti un borderline, y no una persona «normal», del mismo modo que un 70, y no un
71, te hace descender a la condición
irrevocable de retrasado mental.
Como ves, las definiciones de borderline son confusas y no
gozan de ningún criterio que las unifique más allá de la cuantificación
intelectual. En cualquier caso, la distancia que separa el retraso mental de la
inteligencia límite es del todo arbitraria y cambia en función del catálogo de
anomalías consultado. Los procurados por ciertas instancias estuvieron
incorporando los límites en la categoría de los retrasados mentales: la OMS, a través del ICD-8, la AAMR, hasta 1973, y el
DSM-II. Revisiones ulteriores de los mismos manuales deponían los límites del
capítulo de los retrasos mentales: los ICD-9 y 10, los DSM-III y IV y la
AAMR desde 1993.
Los problemas que ha de sufrir un borderline son de orden
adaptativo y son las mismas que deben sufrir quienes, según el DSM-IV, son
deficientes mentales, o sea: limitaciones significativas en al menos dos de las
siguientes áreas de habilidades: comunicación, cuidado de sí mismo, vida
doméstica, habilidades sociales / interpersonales, utilización de recursos
comunitarios, autocontrol, habilidades académicas funcionales, trabajo, ocio,
salud y seguridad.
Dentro de la esfera legal nos encontramos ante una
incapacitación no reconocida oficialmente como tal, y no se les reconocen como
destinatarios de atenciones especiales ni de ventajas sociales de ningún tipo.
No resultan distinguibles del resto de la gente. Son personas que reciben la
consideración de masa pusilánimes, perezosas, lentas, inmaduras,
irresponsables, infantiles, agresivas, chapuceras, un poco tontos ... De hecho,
ni siquiera es adecuado hablar de un síndrome específico y la medicina sólo los
reconoce y los trata como un problema derivado o asociado a diferentes
patologías que sí gozan de criterios de valoración específicos y establecidos
claramente. Casi todos los manuales de defectología mental hacen suyo el
criterio emitido por la OMS, a propósito de que los límites no deben ser
categorizados como deficientes mentales, pero, al mismo tiempo, no dejan nunca
de incluirlos en sus inventarios de minusvalías mentales. No lo son, pero están
ahí.
Es un ejemplo. Por cierto, si te
interesan los usos perversos del DSM te recomiendo un artículo de quien ya te
he mencionado, mi buen amigo Ángel Martínez Hernaéz, «Anatomía de una ilusión. El DSM-IVB y la
biologización de la cultura», en E. Perdiguero y J. M. Comelles (eds.), Medicina y cultura. Estudios entre la
antropología y la medicina, Bellaterra, Barcelona, 2000, pp. 249-275.