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Nota para Estefanía Rodrigo, doctoranda de la UB
LO URBANO COMO NINGÚN SITIO
Manuel Delgado
A la hora de desvelar la lógica de lo urbano, la lógica que rige en secreto los aspectos más inquietos e inquietantes del espacio ciudadano se hace preciso recurrir a topografías móviles o atentas a la movilidad. De éstas se desprendería un estudio de los espacios que podríamos llamar transversales, es decir espacios cuyo destino es básicamente el de traspasar, cruzar, intersecar otros espacios devenidos territorios. Los espacios transversales toda acción se plantearía como un a través de. No es que en ellos se produzca una travesía, sino que son la travesía en sí, cualquier travesía. No es nada que no sea un irrumpir, interrumpir y disolverse luego. Son espacios-travesía. Entendido cualquier orden territorial como axial, es decir como orden dotado de uno o varios ejes centrales que vertebran en torno suyo un sistema o que lo cierran conformando un perímetro, los espacios o ejes transversales mantienen con ese conjunto de rectas una relación de perpendicularidad. No pueden fundar, ni constituir, ni siquiera limitar nada. Tampoco son una contradirección, ni se oponen a nada concreto. Se limitan a traspasar de un lado a otro, sin detenerse.
Pero el concepto que
mejor ha sabido resumir la naturaleza puramente diagramática de lo que sucede
en la calle es el de espacio, tal y
como la propusiera Michel de Certeau para aludir a la
renuncia a un lugar considerable
como propio, o a un lugar que se ha esfumado para dar paso a la pura
posibilidad de lugar, para devenir todo él umbral o frontera (L'invention
du quotidien, Gallimard). La noción de espacio
remite a la extensión o distancia entre dos puntos, ejercicio de los lugares
haciendo sociedad entre ellos, pero que no da como resultado un lugar, sino tan
sólo, a lo sumo, un tránsito, una ruta. Lo que se opone al espacio es la marca
social del suelo, el dispositivo que expresa la identidad del grupo, lo que una
comunidad dada cree que debe defender contra las amenazas externas e internas,
en otras palabras un territorio. Si
el territorio es un lugar ocupado,
el espacio es ante todo un lugar practicado. Al lugar tenido por
propio por alguien suele asignársele un nombre mediante el cual un punto en una
mapa recibe desde fuera el mandato de significar. El espacio, por contra, no
tiene un nombre que excluya todos los demás nombres posibles: es un texto que alguien
escribe, pero que nadie podrá leer jamás, un discurso que sólo puede ser dicho
y que sólo resulta audible en el momento mismo se ser emitido.
Existe una analogía entre la
dicotomía lugar/espacio en Michel de Certeau y la propuesta por Merleau-Ponty de espacio
geométrico/espacio antropológico (Fenomenología
de la percepción, Península). Como la del lugar, la espacialidad geométrica es homogénea, unívoca, isótropa,
clara y objetiva. El geométrico es un espacio indiscutible. En él una cosa o
está aquí o está allí, en cualquier caso siempre está en su sitio. Como la del espacio según Certeau, la espacialidad
antropológica, en cambio, es vivencial y fractal. En tanto conforma un espacio
existencial, pone de manifiesto hasta qué punto toda existencia es espacial.
Ciertas morbilidades, como la esquizofrenia, la neurosis o la manía, revelan
como esa otra espacialidad rodea y penetra constantemente las presuntas
claridades del espacio geométrico –el «espacio honrado» lo llama Merleu-Ponty–,
en que todos los objetos tienen la misma importancia. El espacio antropológico
es el espacio mítico, del sueño, de la infancia, de la ilusión, pero, paradójicamente,
también aquello mismo que la simple percepción descubre más allá o antes de de
la reflexión. En él las cosas aparecen y desaparecen de pronto; uno puede estar
aquí y en otro sitio. Es por él que mi cuerpo, en toda su fragilidad, existe y puede ser conjugado. Es en él
que puede sensibilizarse lo amado, lo odiado, lo deseado, lo temido. Escenario
de lo infinito y de lo concreto. En él no hay ojos, sino miradas.
Las calles y las
plazas son o tienen marcas, pero el paseante puede disolver esas marcas para
generar con sus pasos un espacio indefinido, enigmático, vaciado de
significados concretos, abierto a la pura especulación. No sé si has leído «La
ciudad de cristal» –uno de los relatos de La
trilogía de Nueva York, de Paul Auster–. Recuerda cómo su protagonista, Quinn, amaba
caminar por las calles de su ciudad convertidas para él en un «laberinto de
pasos interminables», en el que podía vivir la sensación de estar perdido, de
dejarse atrás a sí mismo: «reducirse a un ojo», haciendo que todos los lugares
se volvieran iguales y se convirtieran en un mismo ningún sitio.
Es decir, si la
antropología urbana quiere serlo de veras, debe admitir que todos sus objetos
potenciales están enredados en una tupida red de fluidos que se fusionan y
licúan o que se fisionan y se escinden, un espacio que lo es las dispersiones,
de las intermitencias y de los encabalgamientos entre identidades. En él con lo
que se da es con estructuraciones inestables que discurren entre espacios
diferenciados y que constituyen sociedades heterogéneas, en que las
discontinuidades, intervalos, cavidades e intersecciones obligan a sus miembros
individuales y colectivos a pasarse el día circulando, transitando, generando
lugares que siempre quedan por fundar del todo, dando saltos entre orden ritual
y orden ritual, entre región moral y región moral, entre microsociedad y
microsociedad. Si la antropología urbana debe consistir en una ciencia social
de las movilidades es porque es en ellas, por ellas y a través suyo que el
urbanita puede entretejer sus propias personalidades, todas ellas hechas de
transbordos y correspondencias, pero también de traspiés y de interferencias.
El espacio urbano
—es decir, el espacio de lo urbano— es,
así pues, un territorio desterritorializado, que se pasa el tiempo
reterritorializándose y volviéndose a desterritorializar, que se caracteriza
por la sucesión y el amontonamiento de componentes inestables. Es en esas arenas
movedizas en las que se registra la concentración y el desplazamiento de las
fuerzas sociales que las lógicas urbanas convocan o desencadenan, y que está
crónicamente condenada a sufrir todo tipo de composiciones y recomposiciones, a
ritmo lento o en sacudidas. Está desterritorializado también porque en su seno
todo lo que concurre y ocurre es heterogéneo: un espacio esponjoso en el que
apenas nada merece el privilegio de quedarse.